En una comida de trabajo conocí a un médico, ya entrado en años, que me contó una historia humana y conmovedora. Dado lo gratificante que puede ser para un médico salvar una vida, lo que puede significar para el futuro de algunas personas vivir una situación como ésta y para que la historia sirva como reflejo de lo duro que es el trabajo de la Medicina y de la Guardia Civil, os la voy a relatar tal y como él me la contó:
EL PUCELANO
PRIMERA PARTE
LAND ROVER
Hacía rato que Juan Segarra, joven médico de Toral de la Jara que cubría la guardia de fin de semana, sabía el destino de aquella sirena que aumentaba por momentos el volumen de su ulular.
— “Viene hacia aquí”—. Todo su cuerpo se preparó para ello.
Era un domingo húmedo y desapacible de marzo. El joven doctor no estaba solo en casa. La tenía llena con la alegría de su familia que había venido para acompañarlo durante aquellas horas de trabajo.
El día había transcurrido sin sobresaltos. La lluvia y el viento mantenían a la población en casa y habían permitido que Juan disfrutara de su gente.
Serían las seis de la tarde cuando, al asomarse a la ventana para oír de qué parte procedía el sonido, unas gotas le mojaron la cara.
— “Vuelve a llover... El sonido viene de los huertos…— pensó algo más, y—… una ambulancia no viene de los huertos si previamente no la he enviado a recoger algún enfermo. No, no, debe de ser la Guardia Civil… Me bajo, ya”. —El sólo pensar que podía ser algo grave relacionado con la Benemérita, generó en Juan la suficiente adrenalina como para bajar rápidamente del piso —donde estaba situada la vivienda del médico—, a la planta baja donde se ubicaba la clínica y consultorio del pueblo.
No le dio tiempo a ponerse la bata; el Land Rover de la Benemérita llegó a la puerta con todos los dispositivos sonoros y luminosos encendidos.
Juan Segarra salió a la puerta y vio que sólo iban dos guardias sentados en los asientos delanteros: el conductor y otro, en el asiento del copiloto, con la cabeza caída sobre el pecho. El conductor bajó rápido y, como si ya acabara de hacer el trabajo más pesado del mundo, le dijo al médico:
— Mauro está malherido… un drogadicto lo ha acuchillado en el costado izquierdo—. Casi no se oyó lo que decía.
El doctor abrió la puerta del Land Rover y vio que Mauro estaba pálido, sudoroso y tenía la piel fría y pegajosa. Palpó la carótida y observó que latía muy rápido y con pulso filiforme. La guerrera y la camisa verde tenían mucha sangre.
—”Shock hipovolémico,… ¡Me cago en la leche!”… ¡Hay que actuar ya!”. —La mente de Juan repasó lo necesario para intentar controlar la situación con lo que tenía en el armario y en el maletín de urgencias—“Tengo, no sé si suficiente, pero tengo para aguantarlo una o dos horas. ¡Ánimo, Juan!”. Se giró hacia al conductor, que estaba quieto en la acera, y le dijo:
—Écheme una mano, ayúdeme a sacarlo…—. Sin esperar la respuesta, dio unos golpecitos en la cara de Mauro para ver si reaccionaba. El Guardia, reaccionó, abrió unos ojos sin brillo, miró al joven, y señaló su costado izquierdo.
—Páseme el brazo por el cuello—. Mauro lo hizo mientras Juan miraba, por encima de su hombro, al conductor —que no se había movido del sitio— y le volvió a decir, ya un poco alterado:
— ¡Ayúdeme, hombre! —. El conductor seguía sin moverse; era como si se hubiese quedado paralizado por el miedo… ¿miedo? Un Guardia Civil… ¿miedo? ¿Qué historia habrían vivido? ¿Qué tenía clavado al suelo a aquel hombre? El Guardia movió la cabeza negativamente y le dijo sin palabras: “No puedo ayudarle”.
Juan que era un hombre joven y fuerte, cogió en brazos los más de ochenta kilos del fláccido Mauro y se dirigió al consultorio. La suegra del doctor que estaba viendo la escena desde la ventana de la casa del médico, se llevó las manos a la boca cuando vio a su yerno con el guardia en brazos y la mano de este chorreando sangre sobre la inmaculada camisa blanca. El conductor no podía quitarle tiempo; entendía que “algo” lo estaba bloqueando, pero no aprobaba su actitud. ¿Qué atenazaba a aquel hombre? No entendía que siendo Mauro su amigo, su compañero, casi su familia dentro del cuartel, no quisiera echarle una mano.
El Dr. Segarra, que tenía un moribundo en las manos, olvidó en la calle al conductor y dedicó su fuerza y todo su saber a intentar sacar adelante la vida de Mauro. Lo depositó en la camilla, puso un cojín en sus pies, le puso unas sábanas sobre el maltrecho cuerpo para mantener su calor y comprobó las constantes del Guardia y así, tener criterio diagnóstico y actuar. No tenía, por no tener, ni tiempo para llamar al enfermero de guardia que vivía al otro lado del pueblo. No sabía la sangre que habría perdido hasta que vio que, por la herida del costado, salía sangre negra que durante el tránsito se había acumulado — como en un depósito—, en la cavidad pleural.
La sangre empezó a caer al suelo a chorro. Estaba vaciándose un depósito que se había ido llenando en el viaje hasta el consultorio.
Juan comprobó la tensión arterial, le colocó un gotero con un fármaco para estimular al corazón, otro gotero con un expansor del plasma y le aplicó la mascarilla de oxígeno. A continuación, se fue a la mesa, marcó un número y dijo:
— ¡Pucelano, te quiero aquí, ahora mismo! Tengo un paciente que si no se le interviene en las próximas horas, va a morir… ¡Ya, Pucelano! —La llamada era para la única ambulancia que había en el pueblo, la de Paco el “Pucelano”
Con los goteros, el oxígeno a chorro y el Pucelano en camino, Juan salió a la calle y le dijo al guardia que se mojaba, sin reaccionar, bajo la intensa lluvia de la tarde-noche:
— ¡Usted…, al cuartel! Dígale a la señora de Mauro que me lo llevo al hospital… ¡Me voy en la ambulancia con él! ¡Reaccione, hombre!
En esos mismos momentos, el Pucelano venía en la ambulancia, calle arriba. Aquel doctor tenía fama de serio y, la forma con que lo había llamado, hablaba de que el asunto era muy grave.
Bajó de la ambulancia rápido, abrió el portón trasero, sacó la camilla, armó las ruedas y siguió al joven doctor.
Dentro, Mauro había recuperado el color; el expansor del plasma, la posición, las sábanas y el oxígeno estaban controlando la situación…de momento. Pero el charco que había en el suelo, hizo exclamar al Pucelano:
— ¡Madre del Amor Hermoso! — Entendió inmediatamente la premura de la llamada.
—Paco, ¿llevas alguna manta?
—Sí, don Juan…también llevo mascarilla y una bala de oxígeno.
— ¡Venga, andando! —. Juan cogió dos goteros más, el maletín con los fármacos necesarios para estimular el agotado corazón de Mario y salió detrás del Pucelano.
En la puerta de la casa del médico, la familia de Juan observaba la escena con preocupación.
Juan miró hacia el lugar donde estaba su esposa y, mientras entraba por el portón trasero de la ambulancia, le dijo:
—Llama a Francisco Rosique… que venga a cubrirme. Nos vamos al hospital comarcal.
El Pucelano esperó a que se cerrara el portón trasero, puso en marcha el motor, activó luces y sirena y se dirigió al hospital.
EL PUCELANO
PRIMERA PARTE
LAND ROVER
Hacía rato que Juan Segarra, joven médico de Toral de la Jara que cubría la guardia de fin de semana, sabía el destino de aquella sirena que aumentaba por momentos el volumen de su ulular.
— “Viene hacia aquí”—. Todo su cuerpo se preparó para ello.
Era un domingo húmedo y desapacible de marzo. El joven doctor no estaba solo en casa. La tenía llena con la alegría de su familia que había venido para acompañarlo durante aquellas horas de trabajo.
El día había transcurrido sin sobresaltos. La lluvia y el viento mantenían a la población en casa y habían permitido que Juan disfrutara de su gente.
Serían las seis de la tarde cuando, al asomarse a la ventana para oír de qué parte procedía el sonido, unas gotas le mojaron la cara.
— “Vuelve a llover... El sonido viene de los huertos…— pensó algo más, y—… una ambulancia no viene de los huertos si previamente no la he enviado a recoger algún enfermo. No, no, debe de ser la Guardia Civil… Me bajo, ya”. —El sólo pensar que podía ser algo grave relacionado con la Benemérita, generó en Juan la suficiente adrenalina como para bajar rápidamente del piso —donde estaba situada la vivienda del médico—, a la planta baja donde se ubicaba la clínica y consultorio del pueblo.
No le dio tiempo a ponerse la bata; el Land Rover de la Benemérita llegó a la puerta con todos los dispositivos sonoros y luminosos encendidos.
Juan Segarra salió a la puerta y vio que sólo iban dos guardias sentados en los asientos delanteros: el conductor y otro, en el asiento del copiloto, con la cabeza caída sobre el pecho. El conductor bajó rápido y, como si ya acabara de hacer el trabajo más pesado del mundo, le dijo al médico:
— Mauro está malherido… un drogadicto lo ha acuchillado en el costado izquierdo—. Casi no se oyó lo que decía.
El doctor abrió la puerta del Land Rover y vio que Mauro estaba pálido, sudoroso y tenía la piel fría y pegajosa. Palpó la carótida y observó que latía muy rápido y con pulso filiforme. La guerrera y la camisa verde tenían mucha sangre.
—”Shock hipovolémico,… ¡Me cago en la leche!”… ¡Hay que actuar ya!”. —La mente de Juan repasó lo necesario para intentar controlar la situación con lo que tenía en el armario y en el maletín de urgencias—“Tengo, no sé si suficiente, pero tengo para aguantarlo una o dos horas. ¡Ánimo, Juan!”. Se giró hacia al conductor, que estaba quieto en la acera, y le dijo:
—Écheme una mano, ayúdeme a sacarlo…—. Sin esperar la respuesta, dio unos golpecitos en la cara de Mauro para ver si reaccionaba. El Guardia, reaccionó, abrió unos ojos sin brillo, miró al joven, y señaló su costado izquierdo.
—Páseme el brazo por el cuello—. Mauro lo hizo mientras Juan miraba, por encima de su hombro, al conductor —que no se había movido del sitio— y le volvió a decir, ya un poco alterado:
— ¡Ayúdeme, hombre! —. El conductor seguía sin moverse; era como si se hubiese quedado paralizado por el miedo… ¿miedo? Un Guardia Civil… ¿miedo? ¿Qué historia habrían vivido? ¿Qué tenía clavado al suelo a aquel hombre? El Guardia movió la cabeza negativamente y le dijo sin palabras: “No puedo ayudarle”.
Juan que era un hombre joven y fuerte, cogió en brazos los más de ochenta kilos del fláccido Mauro y se dirigió al consultorio. La suegra del doctor que estaba viendo la escena desde la ventana de la casa del médico, se llevó las manos a la boca cuando vio a su yerno con el guardia en brazos y la mano de este chorreando sangre sobre la inmaculada camisa blanca. El conductor no podía quitarle tiempo; entendía que “algo” lo estaba bloqueando, pero no aprobaba su actitud. ¿Qué atenazaba a aquel hombre? No entendía que siendo Mauro su amigo, su compañero, casi su familia dentro del cuartel, no quisiera echarle una mano.
El Dr. Segarra, que tenía un moribundo en las manos, olvidó en la calle al conductor y dedicó su fuerza y todo su saber a intentar sacar adelante la vida de Mauro. Lo depositó en la camilla, puso un cojín en sus pies, le puso unas sábanas sobre el maltrecho cuerpo para mantener su calor y comprobó las constantes del Guardia y así, tener criterio diagnóstico y actuar. No tenía, por no tener, ni tiempo para llamar al enfermero de guardia que vivía al otro lado del pueblo. No sabía la sangre que habría perdido hasta que vio que, por la herida del costado, salía sangre negra que durante el tránsito se había acumulado — como en un depósito—, en la cavidad pleural.
La sangre empezó a caer al suelo a chorro. Estaba vaciándose un depósito que se había ido llenando en el viaje hasta el consultorio.
Juan comprobó la tensión arterial, le colocó un gotero con un fármaco para estimular al corazón, otro gotero con un expansor del plasma y le aplicó la mascarilla de oxígeno. A continuación, se fue a la mesa, marcó un número y dijo:
— ¡Pucelano, te quiero aquí, ahora mismo! Tengo un paciente que si no se le interviene en las próximas horas, va a morir… ¡Ya, Pucelano! —La llamada era para la única ambulancia que había en el pueblo, la de Paco el “Pucelano”
Con los goteros, el oxígeno a chorro y el Pucelano en camino, Juan salió a la calle y le dijo al guardia que se mojaba, sin reaccionar, bajo la intensa lluvia de la tarde-noche:
— ¡Usted…, al cuartel! Dígale a la señora de Mauro que me lo llevo al hospital… ¡Me voy en la ambulancia con él! ¡Reaccione, hombre!
En esos mismos momentos, el Pucelano venía en la ambulancia, calle arriba. Aquel doctor tenía fama de serio y, la forma con que lo había llamado, hablaba de que el asunto era muy grave.
Bajó de la ambulancia rápido, abrió el portón trasero, sacó la camilla, armó las ruedas y siguió al joven doctor.
Dentro, Mauro había recuperado el color; el expansor del plasma, la posición, las sábanas y el oxígeno estaban controlando la situación…de momento. Pero el charco que había en el suelo, hizo exclamar al Pucelano:
— ¡Madre del Amor Hermoso! — Entendió inmediatamente la premura de la llamada.
—Paco, ¿llevas alguna manta?
—Sí, don Juan…también llevo mascarilla y una bala de oxígeno.
— ¡Venga, andando! —. Juan cogió dos goteros más, el maletín con los fármacos necesarios para estimular el agotado corazón de Mario y salió detrás del Pucelano.
En la puerta de la casa del médico, la familia de Juan observaba la escena con preocupación.
Juan miró hacia el lugar donde estaba su esposa y, mientras entraba por el portón trasero de la ambulancia, le dijo:
—Llama a Francisco Rosique… que venga a cubrirme. Nos vamos al hospital comarcal.
El Pucelano esperó a que se cerrara el portón trasero, puso en marcha el motor, activó luces y sirena y se dirigió al hospital.