Aquella estación ferroviaria
esa que sustenta
La Granjuela de mi infancia
es un símbolo latente
y un monumento doliente
a una estirpe legendaria.
Es la niñez refractaria
proyectada en un espejo
de luminosos reflejos
que, revirtiendo el ultraje,
nos retrotrae a la imagen
de nuestros queridos viejos.
Sus andenes desolados
celebran el paso lerdo
de quien transita el recuerdo
sobre sus pisos gastados;
ya los rieles oxidados
ante su paso despiertan
y el gemido de una puerta
que azota el viento al pasar,
nos pone en tiempo y lugar,
llorando una vía muerta.
Me ubico a cierta distancia
de su gastada campana,
contemplando el panorama
que me devuelve a la infancia.
Esparciendo su fragancia
se mecen cardos en flor,
mientras un mirlo cantor
pasa rozando el helecho
que tapiza el viejo techo
de la “Estación de mi amor.”
esa que sustenta
La Granjuela de mi infancia
es un símbolo latente
y un monumento doliente
a una estirpe legendaria.
Es la niñez refractaria
proyectada en un espejo
de luminosos reflejos
que, revirtiendo el ultraje,
nos retrotrae a la imagen
de nuestros queridos viejos.
Sus andenes desolados
celebran el paso lerdo
de quien transita el recuerdo
sobre sus pisos gastados;
ya los rieles oxidados
ante su paso despiertan
y el gemido de una puerta
que azota el viento al pasar,
nos pone en tiempo y lugar,
llorando una vía muerta.
Me ubico a cierta distancia
de su gastada campana,
contemplando el panorama
que me devuelve a la infancia.
Esparciendo su fragancia
se mecen cardos en flor,
mientras un mirlo cantor
pasa rozando el helecho
que tapiza el viejo techo
de la “Estación de mi amor.”