Aquel hombre viejo no era muy distinto del resto de hombres viejos: era pequeño, decrépito y, sobre todo, estaba arrugado, muy, muy arrugado. Tanto que parecía un higo pocho.
El hombre viejo vivía acomodado en una vieja mecedora, en una casucha vieja. Yo no podría adivinar quién de los tres era el más viejo. Y es que se parecían tanto en tantas cosas… Todos eran pequeños, decrépitos, poca cosa. Aunque ni la casita ni la mecedora estaban arrugadas. Al menos, no tanto como el viejo.
Desde hacía varios años, el viejo no se levantaba de su vieja mecedora. Se balanceaba lentamente, sin descanso, siempre adelante y atrás, adelante y atrás. Muy pocos creían que aún siguiera vivo. Pero, pese a las opiniones ajenas, él proseguía su curso impertérrito, balanceándose lenta, suavemente, adelante y atrás, adelante y atrás.
Estaba muerto en vida. Al menos eso era lo que pensaban cuantos le contemplaban. Su aspecto era abandonado, triste, solitario. En resumen, el aspecto de un hombre viejo.
Todo pasa, se torna aire de ausencia, humo del corazón y la memoria, flor del recuerdo, brisa fatigada, beso, pasión, latido y apetencia. Y del paso (fugaz) de cada historia sólo queda el aroma: todo y nada. (Rafael de Penagos).
2. De cómo el viejo se puso a andar.
Aquel hombre era viejo porque se había pasado la vida entera encerrado en sí mismo, pero ahora, precisamente ahora, sintió el deseo de cambiar su vida, de cambiarlo todo. Pese a su poca vista. Pese a sus piernas flojas. Pese a su reúma. Pese a su… Pese a todo, el viejo se decidió a partir.
Así que dejó de balancearse y se estiró. Sí, eso hizo. Lo cual ya era un gran paso, porque llevaba mucho tiempo sin moverse. Pero ahora todo era distinto, porque tenía que prepararse para un viaje muy, muy largo. Y muy importante. El único problema era que todavía no sabía exactamente adónde se dirigía. Eso tiene su explicación, ya que al pobrecillo se le había ocurrido la idea de repente, y por eso debemos perdonarle su indecisión.
El viejo posó un pie en el suelo. Luego el otro. Lenta, muy lentamente apoyó sobre sus pies el peso del resto de su cuerpo: sus piernas, su tronco… Y, por fin, se puso derecho. Contempló desde esa nueva altura todo lo que, durante tanto tiempo, le había rodeado, sin que él apenas lo percibiese. De la emoción, se puso a temblar. De la emoción por haber descubierto algo nuevo. Y, tan aturdido como estaba, cayó al suelo.
Allí se quedó, tumbado, sonriendo. Cualquiera que le hubiese visto habría pensado que estaba loco. Pero a él no le importaba, y continuó allí solo Dios sabe durante cuánto tiempo. Sonreía porque su largo viaje había comenzado, y por eso se sentía feliz.
Pero mañana la Tierra habrá rejuvenecido, y las flores nuevas y las flores tiernas renovarán nuestros lazos con los que se fueron y con los que llegan. (Poesía pagana india).
3. De cómo el hombre dejó de ser viejo.
Y con aquella sonrisa grabada en su rostro, el viejo se levantó y comenzó a andar; paso a paso, poco a poco, pues estaba muy débil y apenas se acordaba de cómo se hacía para caminar. Logró abrir una ventana, y se asomó. Respiró con fuerza, hondamente, el aire del atardecer. Y gritó. Un grito que nunca el Sol, que ya se ocultaba, había oído de él antes. Era el canto de la vida; y el Sol retrasó su marcha, para poderlo escuchar.
Más afilado fue ese grito que todos los cuchillos de la Tierra, pues rompió las cuerdas que ataban al viejo a su mecedora, que le ataban a su vejez. Y su canto se unió al del viento que le azotaba la cara. Y lo oyeron las montañas, y sus aguas se elevaron hacia el cielo y las nubes estallaron. Y las gotas de lluvia cayeron sobre la ventana y sobre la cara del hombre. Cada gota traía un deseo, una sonrisa, una caricia, una palabra, una flor, un pensamiento, un sueño… Cada gota traía un trozo del mundo, y se lo explicaba al viejo, que, emocionado, escuchaba.
Con la lluvia resbalando por su rostro, el hombre lloró. Lloró por lo pasado, lloró por lo perdido, lloró por lo encontrado.
Y estas lágrimas se unieron a las de la lluvia, y el viento transportó el agua a las montañas, y tras ellas el Sol, ahora sí, se ocultó.
Así, en un solo día, con un solo paso, el hombre llegó más lejos de lo que jamás había llegado. Y entonces, fatigado, se sentó de nuevo en su mecedora. Y se meció lentamente, adelante y atrás, adelante y atrás.
Y el hombre cerró los ojos y se durmió, en un sueño más largo y profundo que cualquier otro. Y del que nunca despertó.
Comentaron los vecinos que el viejo había muerto. Pero ahora que conozco su historia, yo no veo ninguna razón para que sigamos llamando viejo al hombre viejo: había dejado de serlo, pues ya tenía un recuerdo con el que soñar.
La vida es sueño y los sueños sueños son. (Calderón de la Barca).
Palma de Mallorca.
Baleares.
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