Cierto día, fui testigo en aquel hospital de una escena particularmente patética. Una joven y bella muchacha judía de Hungría, llamada Eva Weiss, que era una de las enfermeras, contrajo la escarlatina atendiendo a sus pacientes. El día que se enteró de que estaba contagiada, los alemanes acababan de abolir las medidas de tolerancia. Como el diagnóstico fue hecho por un médico alemán, la pobre muchacha sabía que era inevitable su traslado a la cámara de gas. Pronto llegaría una falsa ambulancia de la cruz roja a a recogerla, lo mismo que a las demás enfermas seleccionadas.