Clara, una mujer de 75 años, había dedicado su vida a sus hijos. Desde que quedó viuda, su única misión había sido criar a Marta y Juan, sus dos hijos. Ahora que eran adultos, pensaba que su sacrificio sería recompensado con respeto y gratitud, pero la realidad era muy diferente.
Marta, de 40 años, vivía con Clara desde que se divorció. Le había prometido que sería temporal, pero los meses se convirtieron en años, y poco a poco la situación cambió drásticamente.
Marta empezó a tratar a su madre como si fuera una sirvienta en su propia casa. Clara cocinaba, limpiaba, y atendía a sus nietos, todo mientras Marta se sentaba en el sofá con su teléfono, dando órdenes como si fuera una reina.
—Mamá, la comida está fría —se quejaba Marta mientras Clara corría de un lado a otro en la cocina.
—Voy a recalentarla, hija —respondía Clara con paciencia, aunque cada vez sentía más el peso de la humillación.
Lo peor era que Marta no parecía darse cuenta del maltrato. Trataba a su madre como si fuera una obligación, como si Clara no tuviera derecho a descansar ni a ser tratada con dignidad. Cada día, la mujer de 72 años soportaba insultos disfrazados de comentarios casuales.
—Eres tan lenta, mamá, ¿cómo es que no puedes hacer nada bien? —decía Marta mientras miraba a su madre con desdén.
Juan, el hijo mayor de Clara, vivía en otra ciudad y no visitaba a menudo. Su trabajo como arquitecto lo mantenía ocupado, y aunque hablaba con su madre por teléfono, no conocía la verdadera situación. Clara siempre le decía que estaba bien, que Marta la cuidaba y que no había nada de qué preocuparse.
Sin embargo, un día, todo cambió.
Clara estaba agotada. Su cuerpo ya no podía seguir el ritmo de las demandas de Marta, y sentía que cada vez tenía menos fuerzas. En un momento de desesperación, mientras preparaba la cena, las manos le temblaron tanto que dejó caer una olla al suelo, rompiendo los platos.
— ¡Eres un desastre, mamá! —gritó Marta furiosa—. No sé por qué te tengo aquí si no puedes hacer nada bien.
Las palabras de Marta eran como dagas clavándose en el corazón de Clara. Sin embargo, esta vez algo dentro de ella se rompió. Ya no podía más. Exhausta y con lágrimas en los ojos, Clara salió al patio y marcó el número de Juan. No quería molestarlo, pero necesitaba hablar con alguien, alguien que la escuchara.
—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó Juan al otro lado del teléfono, preocupado por el tono de su madre.
—No sé cómo decírtelo, hijo... —Clara intentó contener las lágrimas, pero falló—. Marta... ella me trata como si yo no fuera nada. Estoy cansada, Juan, ya no puedo más.
Juan quedó en silencio por un momento, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Nunca había imaginado que su hermana, la misma persona que siempre había sido cercana a su madre, pudiera estarla maltratando.
—Voy para allá —dijo con determinación—. No te preocupes, mamá, todo va a cambiar.
Esa misma noche, Juan apareció en la puerta de la casa de su madre sin previo aviso. Marta, sorprendida, intentó actuar con normalidad.
— ¡Hermano! Qué sorpresa... —dijo Marta con una sonrisa tensa.
Pero Juan no estaba para juegos. Su mirada era firme y su tono severo.
—Mamá me ha contado todo, Marta. Ya sé cómo la tratas.
La sonrisa de Marta desapareció al instante.
— ¿De qué hablas? Yo cuido de mamá, hago todo por ella... —intentó justificarse.
— ¡¿Hacer todo por ella?! —replicó Juan, su voz subiendo de tono—. La tratas como si fuera una esclava. Mamá ha dado su vida por nosotros, y lo que tú haces es imperdonable.
Clara, que había escuchado la conversación desde el pasillo, apareció, nerviosa y temerosa de lo que sucedería. Juan la abrazó con fuerza.
—No más, mamá. Ya no vas a vivir así.
—Pero Juan, no quiero problemas entre ustedes… —dijo Clara, sollozando.
—No habrá problemas, mamá —respondió Juan con decisión—. A partir de hoy, te vienes conmigo. Marta tendrá que aprender a vivir sin que tú le resuelvas la vida.
Marta intentó protestar, pero Juan no le dio espacio para hacerlo. Esa misma noche, empacó las cosas de Clara y la llevó a vivir con él. Clara, aunque triste por dejar atrás su hogar, sintió un alivio inmenso al saber que, por primera vez en años, sería tratada con el respeto y amor que merecía.
El último despertar de Clara no fue el de una mujer rota, sino el de alguien que había recuperado su dignidad.
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Porque ser tan crueles con la mujer que dio todo por nosotros cuando pequeños
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