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LOS BALCONES: JUANILLO, VAMONOS A LA RAMBLA (II PATE)...

JUANILLO, VAMONOS A LA RAMBLA (II PATE)

En esas, el pastor volvió a tomar la palabra: “La geología y la biología son mi pasión. De niño iba todos los días a la escuela, que está a 3/4 de hora a buen paso, siempre por la rambla, el mejor camino. Así es que cada día la hacía dos veces con otros compañeros de estas barranqueras, que entonces por aquí vivían en cuevas más cristianos de los que ustedes se imaginan. Cuando a la rambla se le hinchaban las narices, había que atrochar por antiguas veredas, que bien podía ocurrir que durante un mes el cauce viniera con agua. Recuerdo de pequeño ver crecidas que me parecían imponentes. Cuando eso ocurría, a la tarde, de regreso de la escuela, nos quedábamos extasiados en un puntalillo, que hace nariz sobre un cerrado recodo, viendo pasar brozas y troncos. Aquello era todo un espectáculo que nos sujetaba y mantenía casi mudos. Entonces, estábamos deseando que el turbión pasara para tirarnos a la rambla a ver qué regalos nos había dejado. La verdad es que de chico jamás me aburrí, los niños de estos contornos nos entreteníamos con las mil cosas que nos ofrecía el campo.

Pasado el peligro, le echaba voces a un amigo de correrías que vivía en una cueva aquí al lado. ¡Juanillo, vámonos a la rambla! Y al momento lo tenía en la puerta del cortijo con un saco de arpillera colgado a la espalda. Íbamos casi a la carrera, porque conocíamos de antemano los recodos, pozas y veguetas dónde el agua quedaba más parada y dejaba abundantes restos. Allí se amontonaban leñas, troncos y raíces sobre todo, pero también cazos viejos, suelas de alpargatas, botes, y un sin fin de basurilla que a nosotros nos encantaba analizar. Porque, ya les digo, por los años 40 y 50 vivían en estos ramblones más gente de la que uno se piensa, que desde la sierra todas las laderas y vegas que se podían estaban aparatadas, y en las más grandes siempre vivía una familia, casi todas en cuevas. Las raíces nos encantaban especialmente, y siempre andábamos buscándole parecidos. Por la madera (que olía) sabíamos a qué pertenecían, y casi de qué sitio de la sierra había sido arrancadas. E igual con todo. En las llanuras de inundación buscábamos los mejores cantos rodados, algunos muy redondos, de colores y densidades muy diferentes. Los más deseados eran los amarillos y rojos de mármoles ferrosos. Para los fósiles utilizábamos una técnica muy diferente. Conocíamos los tramos donde estaban las paredes más socavadas e inestables, siempre en niveles inferiores de origen lacustre o marino de finales del Mioceno, e íbamos derechos a ver si la riada había provocado algún derrumbe en ellos. En ese caso, el agua lavaba los sedimentos y entonces se veían a distancia restos blanquecinos, que solían corresponder a huesos pequeños, conchas, caracolas, trozos de coral…Esa era la recolección más peligrosa, porque muchas veces hurgábamos debajo de inestables viseras que podían caer en cualquier momento. En fin, si yo les contara las correrías de Juanillo y mías por estos barrancos.

Pues que sepan ustedes que, andando el tiempo, ya mayor, Juanillo se hizo maestro y está destinado en un pueblo de la sierra de Huelva. Pero ese regresa a una escuela de esta comarca, a mostrarles a los chiquillos de aquí los tesoros que tienen. Que me lo conozco y esta tierra le tira mucho, y a estas cortijadas y pedanías de la depresión del Guadiana Menor no quiere venir nadie, que son destinos solitarios y olvidados. Cuando vuelve por los veranos al poblado, que la familia se fue de la cueva cuando sacó la plaza, todavía seguimos echando un vaso de vino, pero ya no vamos a la rambla. Las sorpresas se han desvanecido y aquella bendita ilusión de niños también. Cosas de la vida, épocas que pasaron y que no regresarán.