LIBERTADES (Enric V. Alepuz Llopis) Parte II, “Nació para volar”.
Cap. 14, pág. 133.
(Basado en un hecho real).
14. PRIMER DÍA EN LA CUEVA
En la cueva, la piedra es el tejado y la tierra las paredes. Tierra, madera y piedra, tres elementos, coligados, vuelven el ambiente en abrazo, el de la Madre Tierra a sus hijos, a los que se atreven a vivir en sintonía con la naturaleza, como así lo hicieron nuestros abuelos, los sabios constructores de dólmenes. Silencio, soledad, retiro, recogimiento, en la cueva uno se encuentra y se reconduce, su magia lo hace posible. La cueva es una taifa, un pequeño reino sostenible generador de boyantes condiciones climáticas perfectamente equilibradas: frescor en verano y calor en invierno, una grata humedad del aire y una temperatura constante durante todo el año. Bonanza, sosiego y silencio, como en el útero materno. Nadie debería pasar de largo por la vida, me atrevo a sentenciar ya puestos, sin vivir la experiencia de reposar, aunque tan solo una noche fuese, en un remanso de tranquilidad donde el día tiene las veinticuatro horas que le competen y no veinte como en la ciudad donde reina la prisa: la trampa del tiempo.
La primera noche en la cueva es posible que sorprenda a un ocupante urbano acostumbrado a dormir en casas convencionales equipadas con elementos artificiosos —aire acondicionado, calefacción, humidificador, ventilador, estufa— destinados a transformar el ambiente en un medio llevadero. Todo esto sobra en la cueva, es natural y generosa. Y sobre todo, silente.
Me vengo arriba en mi alegato y termino diciendo que «si se muere la cueva enterradla en el río, que la habite el agua». Este espacio mágico ha hecho aflorar mi vena poética.
Cap. 14, pág. 133.
(Basado en un hecho real).
14. PRIMER DÍA EN LA CUEVA
En la cueva, la piedra es el tejado y la tierra las paredes. Tierra, madera y piedra, tres elementos, coligados, vuelven el ambiente en abrazo, el de la Madre Tierra a sus hijos, a los que se atreven a vivir en sintonía con la naturaleza, como así lo hicieron nuestros abuelos, los sabios constructores de dólmenes. Silencio, soledad, retiro, recogimiento, en la cueva uno se encuentra y se reconduce, su magia lo hace posible. La cueva es una taifa, un pequeño reino sostenible generador de boyantes condiciones climáticas perfectamente equilibradas: frescor en verano y calor en invierno, una grata humedad del aire y una temperatura constante durante todo el año. Bonanza, sosiego y silencio, como en el útero materno. Nadie debería pasar de largo por la vida, me atrevo a sentenciar ya puestos, sin vivir la experiencia de reposar, aunque tan solo una noche fuese, en un remanso de tranquilidad donde el día tiene las veinticuatro horas que le competen y no veinte como en la ciudad donde reina la prisa: la trampa del tiempo.
La primera noche en la cueva es posible que sorprenda a un ocupante urbano acostumbrado a dormir en casas convencionales equipadas con elementos artificiosos —aire acondicionado, calefacción, humidificador, ventilador, estufa— destinados a transformar el ambiente en un medio llevadero. Todo esto sobra en la cueva, es natural y generosa. Y sobre todo, silente.
Me vengo arriba en mi alegato y termino diciendo que «si se muere la cueva enterradla en el río, que la habite el agua». Este espacio mágico ha hecho aflorar mi vena poética.