Vivos recuerdos
DÍA DE LA MATANZA TRADICIONAL EN EL HOGAR
Una fiesta para los niños y un gozo para los mayores, eso era el día de la matanza tradicional en los hogares antes de la década de 1970.
Los chiquillos, emocionados porque el ambiente en la casa era cordial y alegre ese día, alegría a la que se sumaba el hecho de que acudían familiares y niños amigos o de la vecindad para pasar juntos un día verdaderamente divertido y aprender mucho de lo que veían hacer a sus mayores, actividades que ellos realizarían años más tarde en sus propios hogares.
La llegada del “mataor” cuando despuntaba la luz de la mañana era el punto de partida de todo el complejo proceso que culminaba al anochecer, cuando todas las piezas del cuerpo del cerdo estaban guardadas en sus correspondientes sitios.
Todo empezaba de verdad cuando se escuchaban unos chillidos desaforados producidos por el cochino que alguien arrastraba -con un gancho de hierro enganchado a sus encías- hacia la robusta mesa en la que sería sacrificado. Varios hombres fuertes y hábiles lo sujetaban alli con firmeza. Una mujer preparaba el caldero o tinajón en el que movería segundos después la sangre surgida a borbotones del cuello de la víctima, todo después de que recibiera la cuchillada que llegaba certera al corazón del animal. A los niños nos decían que moviéramos el rabo para evitar que viéramos el cuchillo el hundirse en su cuello y salir la sangre con fuerza incontenible.
Una vez muerto, era pasado el cuerpo a la artesa con agua muy caliente con el fin de proceder cuidadoso raspado de la piel para dejarla sin pelos que afearían las piezas de tocino. Realizada esta tarea, colgaban el cuerpo del marrano en una argolla, sujeto de los tendones o las puntas de las patas traseras. Entonces el matarife procedía al solemne y vistoso ritual del despiece de la carne del cuerpo del cochino, trozos que eran colocados en distintos calderos o cuencos, según fueran destinados al saladero, a los recipientes de la masa de los chorizos o al caldero en el que recogían los trozos de carne que después acabarían en la orza del adobo, etc. En este proceso, cortaba el mataor los trozos que enviarían al veterinario para que los analizara con el fin de evitar que se guardara carne contaminada.
Los hombres y las mujeres tenían tareas distintas y atendían a estas actividades adjudicadas por la costumbre hasta el anochecer, momento en el que ya estaban los jamones, paletillas, tocino, etc. en el saladero de la cámara, la conserva en adobo en su orza y las morcillas y chorizos colgados a orear delante de la chimenea. Era ésta la hora relajada en la que se procedía a comentar jocosamente las incidencias del día mientras pasaba de mano en mano la bota de vino y el plato con trozos de carne a la brasa. Una delicia.
Una vez que se habían despedido los que habían ayudado en la matanza, nos acostábamos cansados los chiquillos y los padres descansaba un rato, satisfechos y felices.
Y éste era, a grandes rasgos, el proceso seguido durante la matanza típica, perfectamente diseñado y consagrado por una tradición de muchos siglos, costumbre que se seguía en el día feliz de la matanza del cerdo en la propia casa cuando yo era niño.
DÍA DE LA MATANZA TRADICIONAL EN EL HOGAR
Una fiesta para los niños y un gozo para los mayores, eso era el día de la matanza tradicional en los hogares antes de la década de 1970.
Los chiquillos, emocionados porque el ambiente en la casa era cordial y alegre ese día, alegría a la que se sumaba el hecho de que acudían familiares y niños amigos o de la vecindad para pasar juntos un día verdaderamente divertido y aprender mucho de lo que veían hacer a sus mayores, actividades que ellos realizarían años más tarde en sus propios hogares.
La llegada del “mataor” cuando despuntaba la luz de la mañana era el punto de partida de todo el complejo proceso que culminaba al anochecer, cuando todas las piezas del cuerpo del cerdo estaban guardadas en sus correspondientes sitios.
Todo empezaba de verdad cuando se escuchaban unos chillidos desaforados producidos por el cochino que alguien arrastraba -con un gancho de hierro enganchado a sus encías- hacia la robusta mesa en la que sería sacrificado. Varios hombres fuertes y hábiles lo sujetaban alli con firmeza. Una mujer preparaba el caldero o tinajón en el que movería segundos después la sangre surgida a borbotones del cuello de la víctima, todo después de que recibiera la cuchillada que llegaba certera al corazón del animal. A los niños nos decían que moviéramos el rabo para evitar que viéramos el cuchillo el hundirse en su cuello y salir la sangre con fuerza incontenible.
Una vez muerto, era pasado el cuerpo a la artesa con agua muy caliente con el fin de proceder cuidadoso raspado de la piel para dejarla sin pelos que afearían las piezas de tocino. Realizada esta tarea, colgaban el cuerpo del marrano en una argolla, sujeto de los tendones o las puntas de las patas traseras. Entonces el matarife procedía al solemne y vistoso ritual del despiece de la carne del cuerpo del cochino, trozos que eran colocados en distintos calderos o cuencos, según fueran destinados al saladero, a los recipientes de la masa de los chorizos o al caldero en el que recogían los trozos de carne que después acabarían en la orza del adobo, etc. En este proceso, cortaba el mataor los trozos que enviarían al veterinario para que los analizara con el fin de evitar que se guardara carne contaminada.
Los hombres y las mujeres tenían tareas distintas y atendían a estas actividades adjudicadas por la costumbre hasta el anochecer, momento en el que ya estaban los jamones, paletillas, tocino, etc. en el saladero de la cámara, la conserva en adobo en su orza y las morcillas y chorizos colgados a orear delante de la chimenea. Era ésta la hora relajada en la que se procedía a comentar jocosamente las incidencias del día mientras pasaba de mano en mano la bota de vino y el plato con trozos de carne a la brasa. Una delicia.
Una vez que se habían despedido los que habían ayudado en la matanza, nos acostábamos cansados los chiquillos y los padres descansaba un rato, satisfechos y felices.
Y éste era, a grandes rasgos, el proceso seguido durante la matanza típica, perfectamente diseñado y consagrado por una tradición de muchos siglos, costumbre que se seguía en el día feliz de la matanza del cerdo en la propia casa cuando yo era niño.