En lo alto de los Alpes suizos, donde los
caminos desaparecen bajo la
nieve y el viento silba como si contara secretos, vivía un panadero solitario llamado Emil.
Tenía sesenta y tantos años, una barba gris como la escarcha y unas manos grandes que aún recordaban el calor del
horno, aunque hacía años que no amasaban nada.
Desde que su esposa murió, y sus hijos se marcharon al sur, Emil se había quedado solo en la cabaña de
piedra que él mismo había construido.
Cada
Navidad, encendía una vela, dejaba
... (ver texto completo)