Mi antiguo
molino, en la pequeña aldea de los Pirineos, tiene una hilera de
árboles que lo separa de la hacienda cercana. Un día apareció el vecino. Tendría unos setenta años. Lo veía trabajar con su mujer en la
labranza, y me decía que ya era hora de que descansaran.
El vecino, muy amable, dijo que las hojas secas de mis arboles caían en su
tejado, y que yo tenía que talarlos.
Me quedé muy sorprendido: ¿cómo es posible que una persona que se ha pasado la vida en contacto con la
naturaleza quiere
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