
UNA EXTRAÑA LEYENDA MORISCA
Salvando el escollo del tiempo, invención ingeniosa del hombre, con el que trata de medir lo que no tiene principio ni fin. Os puedo asegura que la historia que aquí se narra es verdad como la vida misma y no fruto de la imaginación de persona alguna.
En el Albayzín, dentro del corazón de la Alcazaba Cadima, abrazada por las calles Santa Isabel la Real y Pilar Seco, se alza una singular casa morisca. Con muros austeros, que terminanen festoneados aleros y siempre coronada por un imponente torreón. La simpleza de sus paramentos exteriores con pocos huecos y toscos tapiales, contrasta con el lujo y refinamiento interior.
Centrada en un elegante patio interior, donde la verde alberca, recoge las cristalinas aguas, que lloran desde la fuentecilla adosada. Esbeltas columnas de mármol lo rodean soportando cuatro espaciosas y sombreadas galerías, donde abocan las frescas estancias de la planta baja, dependencias que se utilizan durante los meses estivales. La envolvente umbría, el pavimento de barro con esteras de esparto, el mobiliario ligero y la evaporación del agua circulante, hace que se respire una placentera frescura. Una quebrada escalera con mamperlanes de pino, nos lleva a la primera planta. Encontrandonos con dos galerías que se unen en forma de ele, sostenidas por fuertes y contorneados pies derechos, que naciendo en las talladas zapatas de las columnas inferiores, se alargan majestuosamente para soportar las artesanales techumbres.
En esta planta hallamos dependencias espaciosas y soleadas, de sus paredes cuelgan ricos tapices y laboriosos encajes de yesería, donde el suelo se cubre con preciosas alfombras de Damasco. En su decoración encontramos valiosos muebles de taracea, útiles de cobre, de plata repujada y coloridas luminarias bien trabajadas. Cuando llega el frío invierno granadino, utilizan estas acogedoras habitaciones, para realizar su vida cotidiana y dar reposo a sus sueños.
En este idílico decorado vivía una enamorada pareja, Al-Muzal se llamaba él, era de mediana estatura, de noble porte y encantadora mirada, trabajaba en la artesanía del curtido, fabricando esos fabulosos sombreros de ala ancha y vistosas plumas, que portaban los nobles caballeros cristianos. Ella se llamaba Kandijan, de figura esbelta, su negro pelo ondulado enmarcaba un una cara angélica, donde llaman la atención sus grandes ojos, siempre tocados por un brillo especial, era inquieta y apasionada, realizaba preciosos bordados en seda y oro, esos que adornaban las banderolas y escudos de las nobiliarias casas granadinas.
Ambos cónyuges se profesaban gran amor, la paz y armonía era total. Les encantaba al atardecer subir al alto torreón, y uniendo sus manos y miradas, disfrutar de las esplendida vistas. La fortaleza de la Alhambra es siempre la protagonista, abajo las copas de su verde bosque la sostiene, a la izquierda el blanco Generalife se asoma entre altos cipreses, a la derecha se extiende la turquesa y fructífera planicie de la vega, y detrás ese maravilloso fondo que forma la blanca sierra, que empuja desgarrando el azul del cielo granadino.
En este paradisíaco ambiente transcurrían los días, meses y años. En su mundo todo era maravilloso y perfecto. Pero un aciago dia, la desgracia visito su hogar. Al-Muzal sufrió un ataque de apoplejía, que le dejó postrado en su lecho para siempre. La dicha se tornó áspera e ingrata. Pero gracias a la voluntad y perseverancia de Kandijan, supieron salir de esta encrucijada. Con resignación y empeño superaron este revés que con frecuencia te da la vida. Cada atardecer Al-Muzal le gustaba contemplar la puesta de sol, su esposa con esfuerzo soportaba el cuerpo inerte de su marido. El sol en su declinar les regalaba un rojo anaranjado que iba coloreando todo el paisaje. Como testigo solo tenían un canario, del mismo color que la tarde, que desde su enrejada jaula, no cesaba de lanzar su canto a los cuatro vientos.
Un triste y frío once de Enero, Al-Muzal abandonó su pesado cuerpo, y como raudo gavilán, echó a volar, rápido y veloz cruzó la almenada torre de Comares y tocando las copas de los azules cipreses, se dirigió a alto pico del Mulacen. Desde aquella increíble altitud, podía escudriñar aquel querido barrio del Albayzín, y sobretodo ver aquella pequeña mancha blanca donde vive su amada.
El corazón de Kandijan queda hecho mil pedazos, lamenta tan querida perdida, su vida pierde el sentido, solo le queda un mundo de recuerdos. Cada día levanta su mirada hacia aquellas cumbres nevadas, algo le dice que en aquel lejano y blanco jirón se encuentra el centro de su vida. Acompañada por su fiel pajarillo, que también trina su pena, discurre su apagada vida. Desde su interior conversa a diario con su marido y le pide que dentro de cinco años no más, la venga a buscar.
El tiempo inevitablemente pasa, la vida es bella, Kandijan desde su recuerdo, aprende a vivir, se apoya en su creencias y familia, acompañada por su inseparable canario, vuelve a oler las fragancias de las flores y a disfrutar de las increíbles vistas de la casa morisca.
En su reloj los granos de arena caen lentamente, pero indefectiblemente el tiempo transcurre y los plazos se cumplen. Kandijan en todo momento recuerda la promesa hecha a su esposo, y quedan pocos meses para que se cumpla el plazo, su cuerpo pierde la lozanía de antes, su piel palidece y su respiración se hace penosa. Solo quedan unos días para que la fatídica fecha se cumpla. Solamente un hilo de vida la mantiene en este mundo.
Han pasado cinco años e inexorablemente llega el esperado once de Enero, su cuerpo yace en la cama. Pero al despertar de nuevo, pensaba que se encontraría en un lugar distinto, junto a su amado Al-Muzal. Desconcertada no aprecia cambio alguno, todo sigue en su sitio, se levanta, abre la ventana y vislumbra el cotidiano paisaje. Mas no oye el canto matutino de su canario, como es de costumbre, sus ojos se clavan en la jaula, donde ve su cuerpo inerte.
Una lágrima rueda por su mejilla, lo comprende todo, esta noche su esposo paso por su casa, para llevársela consigo, pero a ver que su amada era todavía feliz en la casa morisca, y por amor, no mas, solo se llevo al alegre pajarillo.
Y desde entonces, allí esta Al-Muzal y el pajarillo, en lo más alto de la montaña donde tierra y cielo se confunden. Esperando sin plazo alguno, a que cuando lo disponga el altísimo, se puedan reunir para siempre con su amada Kandiján.
Salvando el escollo del tiempo, invención ingeniosa del hombre, con el que trata de medir lo que no tiene principio ni fin. Os puedo asegura que la historia que aquí se narra es verdad como la vida misma y no fruto de la imaginación de persona alguna.
En el Albayzín, dentro del corazón de la Alcazaba Cadima, abrazada por las calles Santa Isabel la Real y Pilar Seco, se alza una singular casa morisca. Con muros austeros, que terminanen festoneados aleros y siempre coronada por un imponente torreón. La simpleza de sus paramentos exteriores con pocos huecos y toscos tapiales, contrasta con el lujo y refinamiento interior.
Centrada en un elegante patio interior, donde la verde alberca, recoge las cristalinas aguas, que lloran desde la fuentecilla adosada. Esbeltas columnas de mármol lo rodean soportando cuatro espaciosas y sombreadas galerías, donde abocan las frescas estancias de la planta baja, dependencias que se utilizan durante los meses estivales. La envolvente umbría, el pavimento de barro con esteras de esparto, el mobiliario ligero y la evaporación del agua circulante, hace que se respire una placentera frescura. Una quebrada escalera con mamperlanes de pino, nos lleva a la primera planta. Encontrandonos con dos galerías que se unen en forma de ele, sostenidas por fuertes y contorneados pies derechos, que naciendo en las talladas zapatas de las columnas inferiores, se alargan majestuosamente para soportar las artesanales techumbres.
En esta planta hallamos dependencias espaciosas y soleadas, de sus paredes cuelgan ricos tapices y laboriosos encajes de yesería, donde el suelo se cubre con preciosas alfombras de Damasco. En su decoración encontramos valiosos muebles de taracea, útiles de cobre, de plata repujada y coloridas luminarias bien trabajadas. Cuando llega el frío invierno granadino, utilizan estas acogedoras habitaciones, para realizar su vida cotidiana y dar reposo a sus sueños.
En este idílico decorado vivía una enamorada pareja, Al-Muzal se llamaba él, era de mediana estatura, de noble porte y encantadora mirada, trabajaba en la artesanía del curtido, fabricando esos fabulosos sombreros de ala ancha y vistosas plumas, que portaban los nobles caballeros cristianos. Ella se llamaba Kandijan, de figura esbelta, su negro pelo ondulado enmarcaba un una cara angélica, donde llaman la atención sus grandes ojos, siempre tocados por un brillo especial, era inquieta y apasionada, realizaba preciosos bordados en seda y oro, esos que adornaban las banderolas y escudos de las nobiliarias casas granadinas.
Ambos cónyuges se profesaban gran amor, la paz y armonía era total. Les encantaba al atardecer subir al alto torreón, y uniendo sus manos y miradas, disfrutar de las esplendida vistas. La fortaleza de la Alhambra es siempre la protagonista, abajo las copas de su verde bosque la sostiene, a la izquierda el blanco Generalife se asoma entre altos cipreses, a la derecha se extiende la turquesa y fructífera planicie de la vega, y detrás ese maravilloso fondo que forma la blanca sierra, que empuja desgarrando el azul del cielo granadino.
En este paradisíaco ambiente transcurrían los días, meses y años. En su mundo todo era maravilloso y perfecto. Pero un aciago dia, la desgracia visito su hogar. Al-Muzal sufrió un ataque de apoplejía, que le dejó postrado en su lecho para siempre. La dicha se tornó áspera e ingrata. Pero gracias a la voluntad y perseverancia de Kandijan, supieron salir de esta encrucijada. Con resignación y empeño superaron este revés que con frecuencia te da la vida. Cada atardecer Al-Muzal le gustaba contemplar la puesta de sol, su esposa con esfuerzo soportaba el cuerpo inerte de su marido. El sol en su declinar les regalaba un rojo anaranjado que iba coloreando todo el paisaje. Como testigo solo tenían un canario, del mismo color que la tarde, que desde su enrejada jaula, no cesaba de lanzar su canto a los cuatro vientos.
Un triste y frío once de Enero, Al-Muzal abandonó su pesado cuerpo, y como raudo gavilán, echó a volar, rápido y veloz cruzó la almenada torre de Comares y tocando las copas de los azules cipreses, se dirigió a alto pico del Mulacen. Desde aquella increíble altitud, podía escudriñar aquel querido barrio del Albayzín, y sobretodo ver aquella pequeña mancha blanca donde vive su amada.
El corazón de Kandijan queda hecho mil pedazos, lamenta tan querida perdida, su vida pierde el sentido, solo le queda un mundo de recuerdos. Cada día levanta su mirada hacia aquellas cumbres nevadas, algo le dice que en aquel lejano y blanco jirón se encuentra el centro de su vida. Acompañada por su fiel pajarillo, que también trina su pena, discurre su apagada vida. Desde su interior conversa a diario con su marido y le pide que dentro de cinco años no más, la venga a buscar.
El tiempo inevitablemente pasa, la vida es bella, Kandijan desde su recuerdo, aprende a vivir, se apoya en su creencias y familia, acompañada por su inseparable canario, vuelve a oler las fragancias de las flores y a disfrutar de las increíbles vistas de la casa morisca.
En su reloj los granos de arena caen lentamente, pero indefectiblemente el tiempo transcurre y los plazos se cumplen. Kandijan en todo momento recuerda la promesa hecha a su esposo, y quedan pocos meses para que se cumpla el plazo, su cuerpo pierde la lozanía de antes, su piel palidece y su respiración se hace penosa. Solo quedan unos días para que la fatídica fecha se cumpla. Solamente un hilo de vida la mantiene en este mundo.
Han pasado cinco años e inexorablemente llega el esperado once de Enero, su cuerpo yace en la cama. Pero al despertar de nuevo, pensaba que se encontraría en un lugar distinto, junto a su amado Al-Muzal. Desconcertada no aprecia cambio alguno, todo sigue en su sitio, se levanta, abre la ventana y vislumbra el cotidiano paisaje. Mas no oye el canto matutino de su canario, como es de costumbre, sus ojos se clavan en la jaula, donde ve su cuerpo inerte.
Una lágrima rueda por su mejilla, lo comprende todo, esta noche su esposo paso por su casa, para llevársela consigo, pero a ver que su amada era todavía feliz en la casa morisca, y por amor, no mas, solo se llevo al alegre pajarillo.
Y desde entonces, allí esta Al-Muzal y el pajarillo, en lo más alto de la montaña donde tierra y cielo se confunden. Esperando sin plazo alguno, a que cuando lo disponga el altísimo, se puedan reunir para siempre con su amada Kandiján.