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PEDRO MARTINEZ: LA JIRAFA DE AZÚCAR- ...

LA JIRAFA DE AZÚCAR-
-Bueno, tu familia también tiene su historia, ¿eh mamá?
Por ejemplo, tu tía Sarita... ¿Cuántos años vivió metida en la cama, sin salir a la calle?
Oído así parece grave...
No sé cuántos años... muchos. Desde que yo tenía siete, hasta que se murió.
Y aunque parezca mentira, nunca me pareció “encerrada” en la casa. Veo a un montón de personas encerradas en prisiones verdaderas mientras caminan por las calles, engañan o son engañadas, fuman rabiosas en mesas de bares, llevan la soledad y el odio pintados en los ojos.
Jamás se conmovieron por sencillas historias de amor teatralizadas por la radio. No sueñan. No creen. No hablan más que de “pertenencias materiales”, su status es una etiqueta de marca cosida en el trasero del jean, o bordada en el bolsillo de la camisa...
A ella nunca le importaron esas cosas.
-Pero se lavaba las manos con alcohol.
- ¿Y qué? Se lavaba las manos con alco­hol, pero no las usaba para contar dinero de coimas y negociados. Sus manos “sin microbios” no golpearon a nadie.
-Tampoco acariciaron.
-Ella no usaba las manos para acariciar, pero me acariciaba con cientos de cosas que son caricias para una niñita... ¿Con qué te acarician tus normales y sanas tías?
¿Cuál de ellas le puso a tu alma un par de alas de mariposa para que volara con la música de Brahms y Wagner? ¿Te hablaron de las copas de cristal rotas por una aguda nota de la garganta de María Barrientos? ¿Te hicieron entornar los párpados mientras pasaban un disco de Enrico Caruso por la radio? ¿Te contaron, como si fueran cuentos las historias inolvidables de las óperas, mientras las transmitían desde el teatro Colón? ¿Te explicaron los colores de la selva de Tarzán?
Sentadita a los pies de su cama, yo me maravillaba con el tamaño que cobraban las mosquitas cuando ella las veía, ¡ocupaban una habitación cada una!
Con mi tía Sarita podía hablar de cualquier cosa: de mi mamá muerta, de los fantasmas que te tiran de los pies y te despiertan, de la mala de Isabel que me pegó un caramelo en el pelo durante el recreo de las diez.
Ella creía lo que yo decía y yo le leía mis versos y no me avergonzaba de llorar teatralmente para impresionarla.
En un mundo en el que todos estaban apurados, ella tuvo tiempo para la niña que le ponía demasiada manteca a los scons.
Para ella fui preciosa, inteligente, sensible, creativa.
Cuando aún no estaba en cama, cuando, todavía iba al centro en tren, me compraba a malitos de azúcar: unas confituras preciosas coloreadas que me comía de a poquito, así duraban más.
La que me gustaba era la jirafa, a la jirafa le dibujaba pestañas...
Ella, mi tía Sarita, me enseñó lo que es la confianza.
Jamás se le ocurrió imaginar que su esposo Pascual, que vivía con su hermano François (Fransuá, el francés que regresó vivo de la segunda guerra, a la que fue a combatir voluntariamente) hubiese podido siquiera “mirar” a otra mujer; aunque con ella no convivía desde que la “neurosis obsesiva” la confinó a una cama.
Todos los jueves y domingos, durante los años que vivió, Pascual la visitaba, con su bandeja de masas para el té, su voz alegre y alta, sus entusiastas “ ¡Bravo, bravo!” cuando algo le parecía interesante. Jamás faltó. Jamás se quejó.
Y a ella le brillaban los ojos claros al oír el timbre de las cinco menos diez cada jueves, cada domingo.
Él, mi tío Pascual, me enseñó lo que es el respeto...
Como verás, mi familia también tiene su historia.
De la más dramática, aprendí a amar a Chopin y Paganini, a Verdi y Beniamino Gigli, a llorar por la Traviata y Madame Butterfly, a aplaudir sin ruido los pasajes armoniosos de Sílfides, de Pedro y el lobo, a cerrar los ojos para “mirar” las historias de la radio...
Viajé más kilómetros sentada a los pies de la cama de mí tía Sarita, a los ocho y nueve años, a los diez años... que los que recorrí después, durante el resto de mí vida...
Imagínate...
... Una jirafa de azúcar...