Era una vez una corrida…. de sapos.
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El objetivo era llegar a lo alto de una gran torre. Había en el lugar una gran multitud. Mucha gente para vibrar y gritar por ellos.
Comenzó la competencia.
Pero como la multitud no creía que pudieran alcanzar la cima de aquella torre, lo que más se escuchaba era
“Qué pena! Esos sapos no lo van a conseguir… no lo van a conseguir…”
Los sapitos comenzaron a desistir. Pero había uno que persistía y continuaba subiendo en busca de la cima.
La multitud continuaba gritando: “… Qué pena! Ustedes no lo van a conseguir!…”
Y los sapitos estaban dándose por vencidos, salvo por aquel sapito que seguía y seguía tranquilo y ahora cada vez más con más fuerza.
Ya llegando el final de la competición todos desistieron, menos ese sapito que curiosamente, en contra de todos, seguía y pudo llegar a la cima con todo su esfuerzo.
Los otros querían saber qué le había pasado. Un sapito le fue a preguntar cómo el había conseguido concluir la prueba.
Y descubrieron que… ¡era sordo!
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El objetivo era llegar a lo alto de una gran torre. Había en el lugar una gran multitud. Mucha gente para vibrar y gritar por ellos.
Comenzó la competencia.
Pero como la multitud no creía que pudieran alcanzar la cima de aquella torre, lo que más se escuchaba era
“Qué pena! Esos sapos no lo van a conseguir… no lo van a conseguir…”
Los sapitos comenzaron a desistir. Pero había uno que persistía y continuaba subiendo en busca de la cima.
La multitud continuaba gritando: “… Qué pena! Ustedes no lo van a conseguir!…”
Y los sapitos estaban dándose por vencidos, salvo por aquel sapito que seguía y seguía tranquilo y ahora cada vez más con más fuerza.
Ya llegando el final de la competición todos desistieron, menos ese sapito que curiosamente, en contra de todos, seguía y pudo llegar a la cima con todo su esfuerzo.
Los otros querían saber qué le había pasado. Un sapito le fue a preguntar cómo el había conseguido concluir la prueba.
Y descubrieron que… ¡era sordo!