
LEYENDAS DE GRANADA.... LEYENDA DEL CRISTO DEL SILENCIO.
Era una noche oscura sin luna, las horas habían pasado sin darse cuenta y las calles estaban desiertas. Era así como a él le gustaba pasear por Granada cuando buscaba inspiración. De Plaza Nueva al paseo de los Tristes y allí por la Cuesta del Chapíz, a su casa en el “Carmen de los Mascarones” en el Albaicín.
José de Mora llevaba varias semanas dándole vueltas a la cabeza y el paseo nocturno siempre le había ayudado a encontrar la inspiración, pero en esta ocasión el encargo de los clérigos regulares menores de san Francisco Caracciolo, una imagen del Cristo crucificado para su nueva capilla hecha tras la renovación de la iglesia, se le estaba haciendo duro de imaginar.
En los días anteriores el genial artista había dibujado montones de bocetos para la escultura, pero ninguno le satisfacía. José de Mora era uno de los mejores imagineros de Granada y este encargo debía convertirse en su obra maestra y así poder expresar su gran devoción. La dificultad de expresar en la talla el sufrimiento de la pasión de Jesús y la agónica muerte le tenía absorbido y los dibujos que hasta entonces había realizado, no llegaban a reproducir con fidelidad las líneas y trazos que emanaban de su mente.
Con su paso tranquilo y sosegado José de Mora se encaminaba por la ribera del río Darro con dirección a la Cuesta del Chapiz, cuando una mirada despistada al río le dejó helado: Un bulto negro iba rodando entre las aguas a merced de la corriente turbulenta hasta quedar encajado entre dos grandes peñascos del río.
José de Mora se arrojó al río pues reconoció, en el último instante, que el bulto era una persona y que podría necesitar ayuda.
Luchando contra la fuerte corriente y calándose hasta los huesos en aquellas gélidas aguas, pudo rescatar el cadáver de un hombre de unos treinta años, muerto al parecer ahogado.
No vio alrededor a nadie a quien pedir ayuda pero, al observar con más detenimiento el rostro del cadáver, pudo ver en su cara la penosa y dura agonía que tuvo que padecer el ahogado al perder su vida. José de Mora vio en un instante lo que con tanta obstinación le habían negado las Musas. La inspiración artística del imaginero se iluminó: Tenía ante sí lo que andaba buscando y sin pensárselo dos veces, cargó con el muerto cuesta arriba hacia su estudio.
Pero la Cuesta del Chapiz, amén de larga, es una señora cuesta que si para cualquier persona es fatigosa, imaginen lo que sería con semejante “tara” a cuestas y con el miedo a ser sorprendido.
Tenía el maestro unos brazos robustos y fuertes hechos a manejar a diario grandes volúmenes de recia madera tallando a base de golpes de mazo, formón y gubia, pero aún así, tuvo que pararse varias veces a recuperar el resuello. Al llegar al cruce con el Camino del Monte y en una de esas obligadas “estaciones”, fue sorprendido por un conocido de las Cuevas del Sacromonte, que iba “destilando” etílico más de la cuenta.
-Buenas noches, maestro Mora…
-Buenas noches, vecino. –Contestó el maestro.
- Vaya “cebollón” lleva ese que cargas a cuestas, ¡hip! - ¡Ende luego hay gente que no sabe mear lo que bebe, cohones…! ¡Espera, te echo una mano…! -Mientras se dirigía hacia él dando tumbos.
-No hace falta, vecino. Sigue tu camino. A este lo dejo dos casas más arriba. ¡Gracias!
Sacando fuerzas de flaqueza, Mora apretó el paso temiendo otro encuentro impertinente, llegó por fin a su casa dejando el cadáver en el taller.
Todo el resto de la noche lo pasó tomando apuntes y bocetos con el cadáver desnudo y a la sola luz de las velas, buscando rasgos y volúmenes.
Cuando consideró que su inspiración quedaba plasmada para ejecutar su obra maestra, dio parte a las autoridades de su hallazgo, no sin tener algunos problemas incluso con la Inquisición…
Dicen las malas lenguas que llegó a crucificar al ahogado en el taller, buscando realismo, pero eso no pasa de ser una mera especulación.
De lo que no hay ninguna duda es que la obra esculpida que hizo del Cristo de la Salvación, como se llamó primero y que posteriormente pasaría a llamarse de la Misericordia, es “el más bello de los crucificados andaluces”, en opinión de Gallego y Burín.
Este Cristo sereno y majestuoso, perfecto en proporciones, muy descolgado, que analiza los pormenores de su anatomía, venas azuladas, tonos cianóticos y marfileños de la piel, conserva la huella congelada del dolor en las cejas contraídas. Tantos datos forenses hacen que esta historia pudiera ser creíble.
También recoge la leyenda – pero esto ya es mucho decir- que Jesucristo se apareció al maestro José Mora y le dijo: “…En quién te has fijado para sacarme tan bien”.
Era una noche oscura sin luna, las horas habían pasado sin darse cuenta y las calles estaban desiertas. Era así como a él le gustaba pasear por Granada cuando buscaba inspiración. De Plaza Nueva al paseo de los Tristes y allí por la Cuesta del Chapíz, a su casa en el “Carmen de los Mascarones” en el Albaicín.
José de Mora llevaba varias semanas dándole vueltas a la cabeza y el paseo nocturno siempre le había ayudado a encontrar la inspiración, pero en esta ocasión el encargo de los clérigos regulares menores de san Francisco Caracciolo, una imagen del Cristo crucificado para su nueva capilla hecha tras la renovación de la iglesia, se le estaba haciendo duro de imaginar.
En los días anteriores el genial artista había dibujado montones de bocetos para la escultura, pero ninguno le satisfacía. José de Mora era uno de los mejores imagineros de Granada y este encargo debía convertirse en su obra maestra y así poder expresar su gran devoción. La dificultad de expresar en la talla el sufrimiento de la pasión de Jesús y la agónica muerte le tenía absorbido y los dibujos que hasta entonces había realizado, no llegaban a reproducir con fidelidad las líneas y trazos que emanaban de su mente.
Con su paso tranquilo y sosegado José de Mora se encaminaba por la ribera del río Darro con dirección a la Cuesta del Chapiz, cuando una mirada despistada al río le dejó helado: Un bulto negro iba rodando entre las aguas a merced de la corriente turbulenta hasta quedar encajado entre dos grandes peñascos del río.
José de Mora se arrojó al río pues reconoció, en el último instante, que el bulto era una persona y que podría necesitar ayuda.
Luchando contra la fuerte corriente y calándose hasta los huesos en aquellas gélidas aguas, pudo rescatar el cadáver de un hombre de unos treinta años, muerto al parecer ahogado.
No vio alrededor a nadie a quien pedir ayuda pero, al observar con más detenimiento el rostro del cadáver, pudo ver en su cara la penosa y dura agonía que tuvo que padecer el ahogado al perder su vida. José de Mora vio en un instante lo que con tanta obstinación le habían negado las Musas. La inspiración artística del imaginero se iluminó: Tenía ante sí lo que andaba buscando y sin pensárselo dos veces, cargó con el muerto cuesta arriba hacia su estudio.
Pero la Cuesta del Chapiz, amén de larga, es una señora cuesta que si para cualquier persona es fatigosa, imaginen lo que sería con semejante “tara” a cuestas y con el miedo a ser sorprendido.
Tenía el maestro unos brazos robustos y fuertes hechos a manejar a diario grandes volúmenes de recia madera tallando a base de golpes de mazo, formón y gubia, pero aún así, tuvo que pararse varias veces a recuperar el resuello. Al llegar al cruce con el Camino del Monte y en una de esas obligadas “estaciones”, fue sorprendido por un conocido de las Cuevas del Sacromonte, que iba “destilando” etílico más de la cuenta.
-Buenas noches, maestro Mora…
-Buenas noches, vecino. –Contestó el maestro.
- Vaya “cebollón” lleva ese que cargas a cuestas, ¡hip! - ¡Ende luego hay gente que no sabe mear lo que bebe, cohones…! ¡Espera, te echo una mano…! -Mientras se dirigía hacia él dando tumbos.
-No hace falta, vecino. Sigue tu camino. A este lo dejo dos casas más arriba. ¡Gracias!
Sacando fuerzas de flaqueza, Mora apretó el paso temiendo otro encuentro impertinente, llegó por fin a su casa dejando el cadáver en el taller.
Todo el resto de la noche lo pasó tomando apuntes y bocetos con el cadáver desnudo y a la sola luz de las velas, buscando rasgos y volúmenes.
Cuando consideró que su inspiración quedaba plasmada para ejecutar su obra maestra, dio parte a las autoridades de su hallazgo, no sin tener algunos problemas incluso con la Inquisición…
Dicen las malas lenguas que llegó a crucificar al ahogado en el taller, buscando realismo, pero eso no pasa de ser una mera especulación.
De lo que no hay ninguna duda es que la obra esculpida que hizo del Cristo de la Salvación, como se llamó primero y que posteriormente pasaría a llamarse de la Misericordia, es “el más bello de los crucificados andaluces”, en opinión de Gallego y Burín.
Este Cristo sereno y majestuoso, perfecto en proporciones, muy descolgado, que analiza los pormenores de su anatomía, venas azuladas, tonos cianóticos y marfileños de la piel, conserva la huella congelada del dolor en las cejas contraídas. Tantos datos forenses hacen que esta historia pudiera ser creíble.
También recoge la leyenda – pero esto ya es mucho decir- que Jesucristo se apareció al maestro José Mora y le dijo: “…En quién te has fijado para sacarme tan bien”.