KAMSHOUT Y EL OTOÑO
En Tierra del Fuego, en la tribu selk`nam, había un joven llamado Kamshout, al que le gustaba hablar. Le gustaba tanto que, cuando no temía nada que decir- y eso era muy notable porque siempre encontraba tema-, repetía las últimas palabras que escuchaba de boca de otro.
-Miremos este maravilloso cielo estrellado en silencio- le sugería una amiga.
-Si, es cierto. Mirémoslo en silencio. ¡Es verdad! ¡Está hermoso! Y es mucho más lindo así, cuando uno lo mira con la boca cerrada, ¿no es cierto? – Respondía –Kamshout.
- ¡No quiero escuchar una palabra más! –gritaba el malhumorado cacique.
-Una palabra más…- repetía Kamshout.
Por su charla, toda la tribu sintió su ausencia cuando tuvo que partir.
Kamshout se ha ido a cumplir con los ritos de iniciación –comentaba alguno.
Paso el tiempo. Y Kamshout regresó y las aves al verlo emigraron porque, ¿para qué cantar donde nadie puede escucharte?
Kamshout estaba maravillado. Repetía y repetía a quien quisiste oírlo que, en el norte, los árboles cambian el color de sus hojas. Les hablaba de primaveras y otoños. De hojas verdes, frescas, secándose de a poco, hasta quedar doradas y crujientes. (y los que lo oían imaginaban un pan recién sacado del fuego).
De árboles desnudos. (Y los que lo escuchaban se horrorizaban de semejante desfachatez). De paisajes dorados, amarillos y rojos. (Y los obligados oyentes miraban sus pinturas para poder imaginar mejor).
Ya en la tribu, todos creían que Kamshout estaba inventando un poco.
¿Qué era esa tontería de decir que los árboles no tienen hojas eternamente verdes? ¿Qué quería decir “otoño”?
El descreimiento de su tribu enojo a Kamshout. Desesperado por convencerlos de que decía la verdad, Kamshout contó lo mismo día y noche, sin parar. Segundo tras segundo hasta que sus palabras se fueron encimando una tras otra y se convirtieron en un extraño sonido.
La tribu trataba de esquivarlo.
Por hacerse los que no lo veían, se vieron su prodigiosa transformación: Kamshout se había convertido en un loro.
Recién lo notaron cuando escucharon que les hablaba desde los árboles.
¡Era él! No había duda. Era su voz, que ahora solo decía “Kerrhprr, kerrhprr…” hasta el cansancio.
Kamshout volaba sobre las hojas, y al rozarlas, las teñía del color de sus plumas.
De pronto, una hoja cayó. Corrieron a verla, a levantarla. La palparon y la volvieron a dejar en el suelo. Entonces, la pisaron. La hoja crujió bajo sus pies.
- ¡Es verdad! – dijeron.
Pero Kamshout no respondió. Se había ido muy lejos. Dicen que acompañado por su amiga y enamorada.
La tribu quedó más en silencio que nunca.
Recién en la primavera, cuando las hojas volvieron a cubrir las ramas erizadas de frío, volvió Kamshout, acompañado de su nueva familia.
O tal vez solo era un grupo de loros haciendo Kerrhprr sin cesar desde las copas de los árboles.
En Tierra del Fuego, en la tribu selk`nam, había un joven llamado Kamshout, al que le gustaba hablar. Le gustaba tanto que, cuando no temía nada que decir- y eso era muy notable porque siempre encontraba tema-, repetía las últimas palabras que escuchaba de boca de otro.
-Miremos este maravilloso cielo estrellado en silencio- le sugería una amiga.
-Si, es cierto. Mirémoslo en silencio. ¡Es verdad! ¡Está hermoso! Y es mucho más lindo así, cuando uno lo mira con la boca cerrada, ¿no es cierto? – Respondía –Kamshout.
- ¡No quiero escuchar una palabra más! –gritaba el malhumorado cacique.
-Una palabra más…- repetía Kamshout.
Por su charla, toda la tribu sintió su ausencia cuando tuvo que partir.
Kamshout se ha ido a cumplir con los ritos de iniciación –comentaba alguno.
Paso el tiempo. Y Kamshout regresó y las aves al verlo emigraron porque, ¿para qué cantar donde nadie puede escucharte?
Kamshout estaba maravillado. Repetía y repetía a quien quisiste oírlo que, en el norte, los árboles cambian el color de sus hojas. Les hablaba de primaveras y otoños. De hojas verdes, frescas, secándose de a poco, hasta quedar doradas y crujientes. (y los que lo oían imaginaban un pan recién sacado del fuego).
De árboles desnudos. (Y los que lo escuchaban se horrorizaban de semejante desfachatez). De paisajes dorados, amarillos y rojos. (Y los obligados oyentes miraban sus pinturas para poder imaginar mejor).
Ya en la tribu, todos creían que Kamshout estaba inventando un poco.
¿Qué era esa tontería de decir que los árboles no tienen hojas eternamente verdes? ¿Qué quería decir “otoño”?
El descreimiento de su tribu enojo a Kamshout. Desesperado por convencerlos de que decía la verdad, Kamshout contó lo mismo día y noche, sin parar. Segundo tras segundo hasta que sus palabras se fueron encimando una tras otra y se convirtieron en un extraño sonido.
La tribu trataba de esquivarlo.
Por hacerse los que no lo veían, se vieron su prodigiosa transformación: Kamshout se había convertido en un loro.
Recién lo notaron cuando escucharon que les hablaba desde los árboles.
¡Era él! No había duda. Era su voz, que ahora solo decía “Kerrhprr, kerrhprr…” hasta el cansancio.
Kamshout volaba sobre las hojas, y al rozarlas, las teñía del color de sus plumas.
De pronto, una hoja cayó. Corrieron a verla, a levantarla. La palparon y la volvieron a dejar en el suelo. Entonces, la pisaron. La hoja crujió bajo sus pies.
- ¡Es verdad! – dijeron.
Pero Kamshout no respondió. Se había ido muy lejos. Dicen que acompañado por su amiga y enamorada.
La tribu quedó más en silencio que nunca.
Recién en la primavera, cuando las hojas volvieron a cubrir las ramas erizadas de frío, volvió Kamshout, acompañado de su nueva familia.
O tal vez solo era un grupo de loros haciendo Kerrhprr sin cesar desde las copas de los árboles.