A LA LUZ DE LA LUNA
Cuando los amigos le preguntaban:
- Y de la ciudad de la Alhambra, donde naciste y dices que es la más bella del mundo ¿qué recuerdas?
- De la ciudad de los sueños, Granada, yo siempre recuerdo tres cosas por encima de las otras.
- ¿Por ejemplo?
- No puedo olvidar nunca el río Darro a su paso por mi barrio y me acuerdo constantemente de las casas blancas donde nací, el Albaicín, siempre mirando a la Alhambra y siempre frente a Sierra Nevada. No hay en el mundo luz más pura ni sol más bueno que el que juega y besa aquellas pequeñas casas de mi barrio de Granada.
- De acuerdo pero ¿y la tercera cosa que no puedes olvidar del rincón donde naciste?
- Las noches de luna clara, sentado en el balcón de aquel barrio mío, frente a la Alhambra.
- ¿Y qué tenían o tienen aquellas noches de luna en Granada?
Y cuando le hacían esta pregunta, él nunca la contestaba. No porque no quisiera sino porque siempre se le hacía un nudo en la garganta que no le dejaba hablar. Había nacido en el seno de una humilde familia en una casa pobre, justo en el corazón mismo del Albaicín. Aquí vivió hasta los catorce años y, como la familia no tenía recursos ni trabajo, un día emigraron a otro lugar del mundo, en busca de una vida mejor. La encontraron, no por completo, en otra ciudad grande muy lejos de la ciudad de la Alhambra. Y en este lugar, creció, se casó, tuvo hijos y no le faltó el trabajo pero tampoco era feliz del todo. Un día los padres murieron y a partir de ese momento, comenzó a sentir y cada vez más, añoranza por Granada, el barrio blanco y la humilde casa donde nacido y de pequeño jugó y, a la luz de la luna, contempló la figura de la Alhambra.
Hasta que una de aquellas noches, se vio así mismo volviendo a Granada. Llegaba a la ciudad una mañana de primavera cuando todos los campos estaban verdes y en Sierra Nevada aun brillaban las nieves. Caminó por la calles, recorrió las plazas del blanco barrio, habló con las personas y contempló la figura de la Alhambra. Y como la emoción le empezó a embargar, se decía: “Todo está como cuando yo por aquí jugaba. Pero la Alhambra, sí que parece otra. Tengo que ir a verla pero antes, quiero contemplarla como cuando aquellos días de pequeño”. Y aquella noche se quedó a dormir en la misma casa que tiempos pasados había sido suya. El matrimonio que ahora vivía aquí, le dijo:
- La que fue tu casa, sigue siendo pequeña, sin comodidades ni lujos pero en ella vamos viviendo. Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras o sea necesario. Y aunque ni siquiera una cama para ti tengamos, sí queremos que realices tus sueños. Sabemos que, desde aquella distancia, echas mucho de menos este barrio y la que fue tu casa.
Y aquella noche, los tres hijos de la familia, le ofrecieron sus camas para que durmiera. El mayor le dijo:
- Yo puedo dormir en el suelo. Junto la chimenea y tú, duermes en mi cama. Como la tengo junto a la ventana, desde ahí, con solo abrir los ojos y mirar, verás la Alhambra. Y por la noche, cuando la luna salga, podrás disfrutar del espectáculo que tanto deseas y recuerdas.
Y él le dijo al joven:
- Es muy generoso por tu parte pero quiero ser yo el que duerma en el suelo. Y cuando esta noche salga la luna, lo que más deseo es verla desde el mismo sitio que lo hacía cuando era pequeño.
- Pues como quieras pero que sepas que tanto yo como mis dos hermanos, estamos dispuestos a dejarte las camas para que duermas esta noche.
De nuevo el hombre agradeció la generosidad mientras veía que los padres y ahora dueños de la humilde casa, observaban y dejaban que las cosas se resolvieran entre ellos. Y se resolvió en cuanto la noche llegó. Los hermanos ocuparon sus pequeñas camas de todas las noches y el hombre, sobre una alfombra de esparto, se acostó cerca de la chimenea, no lejos de la ventana que daba a la Alhambra. Y en cuanto se acomodó, quiso coger el sueño pero no lo consiguió. En la oscuridad de la estancia y sintiendo cerca a los tres hermanos, rememoró algunas cosas y se dijo: “Tengo que estar atento para que en cuanto la luna salga, levantarme y ponerme a contemplarla como lo hacía cuando era pequeño”.
Y un poco después, el sueño lo venció. Y unas horas antes de la llegada de la aurora, se oyó el canto de un gallo. No lejos de la casa y estancia donde dormía y esto lo despertó. Miró por la ventana y al fondo, a lo lejos y sobre la colina, descubrió la silueta de la Alhambra, bañada por completo por la luz de la luna. Rápido se incorporó, procurando no hacer ruido para no despertar a la familia que le había acogido, abrió la puerta de la casa, caminó despacio por las solitarias calles del barrio que conocía y se dirigió al pequeño muro y balcón frente a la Alhambra. El rincón que también conocía casi con los ojos cerrados porque, de pequeño, este sitio había sido el lugar preferido para sus juegos y que tantas veces había soñado y echado de menos en la ciudad donde ahora vivía.
Mientras aminaba por las calles, sitió los cantos de otros gallos, los ladridos de los perros y maúllos de varios gatos. Los recuerdos de su niñez, se despertaron en su mente y el corazón se le llenó de un gozo íntimo, dulce y profundo. Llegó al pequeño muro, se acercó al borde despacio, miró para la colina de la Alhambra y al descubrir el espectáculo, le pareció vivir dentro de un sueño. Sobre las torres, murallas y palacios de la Alhambra, la luz de la luna se derramaba como en una lluvia de silencios y eternidad. Al fondo y lejos, se veían brillar las blancas nieves de Sierra Nevada y a los pies de la Alhambra, las aguas del río Darro, se deslizaban rumorosas y reflejando también el brillo de la luna. Sobre el muro se sentó frente a la hermosa visión en todo lo alto de la colina al otro lado del río y en su corazón susurró: “No hay en el mundo nada más bello y placentero que lo que ahora mismo vivo. Y nada hay más misterioso, hermoso y hondamente excelso, que una noche de luna y la Alhambra con su silencio y desde su colina, como asomada a Granada. ¿Por qué me llevarían a mí de estas tierras a vivir en aquel destierro?”
Y al llegar el día, se despertó en su cama de siempre. En el corazón de la ciudad en la que se sentía extranjero. Y durante unos segundos, sentado en el borde de la cama, meditó el sueño. Luego salió fuera y en la misma puerta de su vivienda, se encontró con los amigos de siempre que le preguntaron:
- ¿Qué? ¿Cuándo vas a ir a Granada para ver la luna jugando con las torres de la Alhambra?
Y muy solemne el hombre les respondió:
- De allí vengo ahora mismo y no penséis que os hablo de un sueño.
Cuando los amigos le preguntaban:
- Y de la ciudad de la Alhambra, donde naciste y dices que es la más bella del mundo ¿qué recuerdas?
- De la ciudad de los sueños, Granada, yo siempre recuerdo tres cosas por encima de las otras.
- ¿Por ejemplo?
- No puedo olvidar nunca el río Darro a su paso por mi barrio y me acuerdo constantemente de las casas blancas donde nací, el Albaicín, siempre mirando a la Alhambra y siempre frente a Sierra Nevada. No hay en el mundo luz más pura ni sol más bueno que el que juega y besa aquellas pequeñas casas de mi barrio de Granada.
- De acuerdo pero ¿y la tercera cosa que no puedes olvidar del rincón donde naciste?
- Las noches de luna clara, sentado en el balcón de aquel barrio mío, frente a la Alhambra.
- ¿Y qué tenían o tienen aquellas noches de luna en Granada?
Y cuando le hacían esta pregunta, él nunca la contestaba. No porque no quisiera sino porque siempre se le hacía un nudo en la garganta que no le dejaba hablar. Había nacido en el seno de una humilde familia en una casa pobre, justo en el corazón mismo del Albaicín. Aquí vivió hasta los catorce años y, como la familia no tenía recursos ni trabajo, un día emigraron a otro lugar del mundo, en busca de una vida mejor. La encontraron, no por completo, en otra ciudad grande muy lejos de la ciudad de la Alhambra. Y en este lugar, creció, se casó, tuvo hijos y no le faltó el trabajo pero tampoco era feliz del todo. Un día los padres murieron y a partir de ese momento, comenzó a sentir y cada vez más, añoranza por Granada, el barrio blanco y la humilde casa donde nacido y de pequeño jugó y, a la luz de la luna, contempló la figura de la Alhambra.
Hasta que una de aquellas noches, se vio así mismo volviendo a Granada. Llegaba a la ciudad una mañana de primavera cuando todos los campos estaban verdes y en Sierra Nevada aun brillaban las nieves. Caminó por la calles, recorrió las plazas del blanco barrio, habló con las personas y contempló la figura de la Alhambra. Y como la emoción le empezó a embargar, se decía: “Todo está como cuando yo por aquí jugaba. Pero la Alhambra, sí que parece otra. Tengo que ir a verla pero antes, quiero contemplarla como cuando aquellos días de pequeño”. Y aquella noche se quedó a dormir en la misma casa que tiempos pasados había sido suya. El matrimonio que ahora vivía aquí, le dijo:
- La que fue tu casa, sigue siendo pequeña, sin comodidades ni lujos pero en ella vamos viviendo. Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras o sea necesario. Y aunque ni siquiera una cama para ti tengamos, sí queremos que realices tus sueños. Sabemos que, desde aquella distancia, echas mucho de menos este barrio y la que fue tu casa.
Y aquella noche, los tres hijos de la familia, le ofrecieron sus camas para que durmiera. El mayor le dijo:
- Yo puedo dormir en el suelo. Junto la chimenea y tú, duermes en mi cama. Como la tengo junto a la ventana, desde ahí, con solo abrir los ojos y mirar, verás la Alhambra. Y por la noche, cuando la luna salga, podrás disfrutar del espectáculo que tanto deseas y recuerdas.
Y él le dijo al joven:
- Es muy generoso por tu parte pero quiero ser yo el que duerma en el suelo. Y cuando esta noche salga la luna, lo que más deseo es verla desde el mismo sitio que lo hacía cuando era pequeño.
- Pues como quieras pero que sepas que tanto yo como mis dos hermanos, estamos dispuestos a dejarte las camas para que duermas esta noche.
De nuevo el hombre agradeció la generosidad mientras veía que los padres y ahora dueños de la humilde casa, observaban y dejaban que las cosas se resolvieran entre ellos. Y se resolvió en cuanto la noche llegó. Los hermanos ocuparon sus pequeñas camas de todas las noches y el hombre, sobre una alfombra de esparto, se acostó cerca de la chimenea, no lejos de la ventana que daba a la Alhambra. Y en cuanto se acomodó, quiso coger el sueño pero no lo consiguió. En la oscuridad de la estancia y sintiendo cerca a los tres hermanos, rememoró algunas cosas y se dijo: “Tengo que estar atento para que en cuanto la luna salga, levantarme y ponerme a contemplarla como lo hacía cuando era pequeño”.
Y un poco después, el sueño lo venció. Y unas horas antes de la llegada de la aurora, se oyó el canto de un gallo. No lejos de la casa y estancia donde dormía y esto lo despertó. Miró por la ventana y al fondo, a lo lejos y sobre la colina, descubrió la silueta de la Alhambra, bañada por completo por la luz de la luna. Rápido se incorporó, procurando no hacer ruido para no despertar a la familia que le había acogido, abrió la puerta de la casa, caminó despacio por las solitarias calles del barrio que conocía y se dirigió al pequeño muro y balcón frente a la Alhambra. El rincón que también conocía casi con los ojos cerrados porque, de pequeño, este sitio había sido el lugar preferido para sus juegos y que tantas veces había soñado y echado de menos en la ciudad donde ahora vivía.
Mientras aminaba por las calles, sitió los cantos de otros gallos, los ladridos de los perros y maúllos de varios gatos. Los recuerdos de su niñez, se despertaron en su mente y el corazón se le llenó de un gozo íntimo, dulce y profundo. Llegó al pequeño muro, se acercó al borde despacio, miró para la colina de la Alhambra y al descubrir el espectáculo, le pareció vivir dentro de un sueño. Sobre las torres, murallas y palacios de la Alhambra, la luz de la luna se derramaba como en una lluvia de silencios y eternidad. Al fondo y lejos, se veían brillar las blancas nieves de Sierra Nevada y a los pies de la Alhambra, las aguas del río Darro, se deslizaban rumorosas y reflejando también el brillo de la luna. Sobre el muro se sentó frente a la hermosa visión en todo lo alto de la colina al otro lado del río y en su corazón susurró: “No hay en el mundo nada más bello y placentero que lo que ahora mismo vivo. Y nada hay más misterioso, hermoso y hondamente excelso, que una noche de luna y la Alhambra con su silencio y desde su colina, como asomada a Granada. ¿Por qué me llevarían a mí de estas tierras a vivir en aquel destierro?”
Y al llegar el día, se despertó en su cama de siempre. En el corazón de la ciudad en la que se sentía extranjero. Y durante unos segundos, sentado en el borde de la cama, meditó el sueño. Luego salió fuera y en la misma puerta de su vivienda, se encontró con los amigos de siempre que le preguntaron:
- ¿Qué? ¿Cuándo vas a ir a Granada para ver la luna jugando con las torres de la Alhambra?
Y muy solemne el hombre les respondió:
- De allí vengo ahora mismo y no penséis que os hablo de un sueño.