EL GOBERNADOR Y EL ESCRIBANO.
Hace mucho tiempo la Alhambra era gobernada por un anciano y valeroso caballero, que había perdido un brazo en una de las muchas guerras en las que intervino, por lo que se le llamaba el Gobernador Manco.
No obstante la ciudad y su provincia, militarmente era llevada por el Capitán General de la Región, pero ambos estaban enemistados y celosos, no permitiendo que el contrario interviniera en asuntos del otro.
El Capitán General, mediante un escribano, dictaminó el registrar los convoyes que pasaran por las puertas de acceso a la ciudad, lo que enfadó mucho al gobernador.
Llegó un día un cabo con una mula cargada de víveres para la Alhambra, y cuando pasó por una de las puertas de la ciudad, fue parado por los aduaneros, pero el cabo no se acobardó y cogiendo una carabina, la disparó contra un aduanero, que falleció, siendo detenido y llevado a la cárcel.
Celebrado el juicio, cuyos alegados de la acusación fueron escritos por el escribano citado, saltándose hechos ocurridos en la pelea por parte de los aduaneros, hizo que el cabo fuera condenado a muerte en la horca.
Enterado el Gobernador de los hechos, preparó su coche de caballos y presentado en la puerta de la casa del escribano, le hizo enseñar el libro de las declaraciones del juicio y le pidió el favor que subiera al coche, momento en que se cerró la portezuela y en vertiginosa carrera, regresaron a la Alhambra, encerrando al escribano en un calabozo.
Acto seguido el Gobernador, mandó a un parlamentario con bandera blanca, proponiendo al Capitán General un intercambio de prisioneros, pero éste rehusó el cambio y mandó levantar la horca en la Plaza Nueva.
Cuando el cabo iba a ser ejecutado, se presentó la mujer de éste y suplicó llorando que no matara a su marido por amor propio, palabras que conmovió al militar y mando al cabo a la Alhambra y pidió el canje por el escribano.
El viejo Gobernador al sacar al escribano del calabozo, más muerto que vivo, con una sonrisa le dijo:
“De aquí en adelante, amigo mío, modere usted su celo por enviar gente a la horca, y no confíe en su salvación, aunque tenga de su parte la ley”.
Hace mucho tiempo la Alhambra era gobernada por un anciano y valeroso caballero, que había perdido un brazo en una de las muchas guerras en las que intervino, por lo que se le llamaba el Gobernador Manco.
No obstante la ciudad y su provincia, militarmente era llevada por el Capitán General de la Región, pero ambos estaban enemistados y celosos, no permitiendo que el contrario interviniera en asuntos del otro.
El Capitán General, mediante un escribano, dictaminó el registrar los convoyes que pasaran por las puertas de acceso a la ciudad, lo que enfadó mucho al gobernador.
Llegó un día un cabo con una mula cargada de víveres para la Alhambra, y cuando pasó por una de las puertas de la ciudad, fue parado por los aduaneros, pero el cabo no se acobardó y cogiendo una carabina, la disparó contra un aduanero, que falleció, siendo detenido y llevado a la cárcel.
Celebrado el juicio, cuyos alegados de la acusación fueron escritos por el escribano citado, saltándose hechos ocurridos en la pelea por parte de los aduaneros, hizo que el cabo fuera condenado a muerte en la horca.
Enterado el Gobernador de los hechos, preparó su coche de caballos y presentado en la puerta de la casa del escribano, le hizo enseñar el libro de las declaraciones del juicio y le pidió el favor que subiera al coche, momento en que se cerró la portezuela y en vertiginosa carrera, regresaron a la Alhambra, encerrando al escribano en un calabozo.
Acto seguido el Gobernador, mandó a un parlamentario con bandera blanca, proponiendo al Capitán General un intercambio de prisioneros, pero éste rehusó el cambio y mandó levantar la horca en la Plaza Nueva.
Cuando el cabo iba a ser ejecutado, se presentó la mujer de éste y suplicó llorando que no matara a su marido por amor propio, palabras que conmovió al militar y mando al cabo a la Alhambra y pidió el canje por el escribano.
El viejo Gobernador al sacar al escribano del calabozo, más muerto que vivo, con una sonrisa le dijo:
“De aquí en adelante, amigo mío, modere usted su celo por enviar gente a la horca, y no confíe en su salvación, aunque tenga de su parte la ley”.