Mohamed Abu Alhamar, el fundador de la Alhambra...1ª PARTE
Después de habernos ocupado con alguna extensión de las maravillosas leyendas de la Alhambra, parece obligado dar al lector algunas noticias concernientes a su historia particular, o más bien a la de dos magnánimos monarcas, fundador el uno y finalizador el otro de este bello y poético monumento del arte oriental. Para estudiar estos hechos descendí desde la región de la fantasía y de la fábula, donde se colorea con los tintes de la imaginación, dirigiéndome a hacer investigaciones históricas en los viejos volúmenes de la antigua biblioteca de PP. Jesuitas de la Universidad de Granada. Este tesoro de erudición, tan célebre en otros tiempos, es ahora una mera sombra de lo que fue, pues los franceses despojaron esta librería de sus más interesantes manuscritos y obras raras cuando dominaron en Granada. Todavía se conservan allí, entre sinnúmero de voluminosos tomos de polémica de los PP. Jesuitas, algunos curiosos tratados de Literatura española, y, sobre todo, un gran número de crónicas encuadernadas en pergamino, a las cuales he profesado siempre singular veneración.
En esta vieja biblioteca pasaba sabrosísimas horas de quietud, sin que nadie viniese a perturbarme en mi tarea, pues me confiaban las llaves de los estantes y me dejaban solo para que escudriñase a mi placer; facultades que se conceden muy raras veces en estos santuarios de la ciencia, donde frecuentemente los insaciables amantes del estudio se ven tentados ante la vista de las fuentes de la sabiduría.
En el transcurso de mis visitas recogí estos breves apuntes referentes al asunto histórico en cuestión.
Los moros de Granada miraron siempre la Alhambra como una maravilla del arte, y era tradición entre ellos que el rey que la fundó era poseedor de las artes mágicas, o, por lo menos, versado en la alquimia, por cuyos medios se procuró las inmensas sumas de oro que se gastaron en su edificación. Una rápida ojeada sobre este reinado dará a conocer el verdadero secreto de su esplendor.
El nombre de este primer monarca granadino, tal como está escrito en las paredes de algunos salones de la Alhambra, era Abu Abad'allah -esto es, el padre de Abdallah-, pero se conoce generalmente en la historia musulmana por Mohamed Abu Alhamar -o Mohamed, el hijo de Alhamar- o simplemente Abu Alhamar, con el objeto de abreviar.
Nació en Arjona en el año 591 de la Héjira -1195 de la Era Cristiana-, y era descendiente de la noble familia de Beni-Nasar, o hijos de Nasar. Sus padres no omitieron gasto alguno con el objeto de educarlo para el elevado rango que la grandeza y dignidad de su familia le obligaron a ocupar. Ya los sarracenos de España estaban muy adelantados en civilización, y había centros de enseñanza en las ciencias y en las artes en las principales ciudades, pudiendo allí recibir una sólida instrucción los jóvenes de alto linaje y crecida fortuna Abu Alhamar, cuando llegó a la edad viril, fue nombrado alcaide de Arjona y Jaén, alcanzando gran popularidad por su bondad y justicia. Algunos años después, a la muerte de Abou Hud, dividiose en bandos el poder musulmán en España, declarándose partidarios muchas ciudades de Mohamed Abu Alhamar. Dotado de espíritu ardiente y de gran ambición, aprovechose de esta ocasión, recorriendo el país, siendo recibido en todos los pueblos con aclamaciones de júbilo. En el año 1238 entró en Granada, en medio de los entusiastas vítores de los habitantes; fue proclamado rey con grandes demostraciones de regocijo, y pronto se hizo el jefe de los musulmanes en España, siendo el primero del esclarecido linaje de Beni-Nasar que ocupó el trono granadino. Su reinado fue una larga serie de sucesos prósperos para sus súbditos. Dio el mando de sus numerosas ciudades a aquellos que se habían distinguido por su valor y su prudencia y que eran más estimados del pueblo. Organizó una policía vigilante y estableció leyes severísimas para la administración de justicia. El pobre y el oprimido eran siempre admitidos en audiencia, y los atendía personalmente, protegiéndolos y socorriéndolos. Fundó hospitales para los ciegos, los ancianos y los enfermos y para todos aquellos que no estaban hábiles para trabajar, visitándolos frecuentemente, y no en días señalados ni anunciándose con pompa para dar tiempo a que todo apareciese marchando perfectamente y quedasen ocultos los abusos, sino que se presentaba de pronto y cuando menos lo esperaban, informándose en persona del tratamiento de los enfermos y de la conducta de los encargados de cuidarles. Fundó escuelas y colegios, que visitaba de la misma manera, inspeccionando por sí mismo la instrucción de la juventud. Estableció también carnicerías y hornos públicos para que el pueblo se abasteciese de los artículos de primera necesidad a precios justos y equitativos. Trajo abundantes cañerías de agua a la ciudad, mandando construir baños y fuentes, además acueductos y acequias para regar y fertilizar la Vega. De este modo reinaban la abundancia y la prosperidad en su hermosa ciudad; sus puertas se vieron abiertas al comercio y a la industria, y sus almacenes estaban llenos de mercancías de todos los países.
De tal manera iba Mohamed Abu Alhamar rigiendo sus dominios y con tanta sabiduría como prosperidad, cuando viose de pronto amenazado con los horrores de la guerra. Los cristianos, por este tiempo, aprovechándose del desmembramiento del poder musulmán, principiaron de nuevo a reconquistar sus antiguos territorios. Jaime el Conquistador había tomado ya a Valencia, y Fernando el Santo paseaba sus armas victoriosas por toda Andalucía; este último puso sitio a Jaén, y juró no levantar el campo hasta apoderarse de la ciudad. Mohamed Abu Alhamar, convencido de su impotencia para hacer frente al poderoso monarca de Castilla, tomó una pronta resolución: se fue secretamente al campamento cristiano y presentose al rey Fernando.
-Ved en mí -le dijo- a Mohamed, rey de Granada; confío en vuestra lealtad y me pongo bajo vuestra protección. Tomad todo lo que poseo y recibidme como vasallo vuestro.
Y, al decir esto, se arrodilló y besó la mano del rey en señal de sumisión.
Enterneciose el rey Fernando al ver este ejemplo de confianza, y determinó ser no menos generoso. Levantó del suelo al que era momentos antes su rival, abrazole como amigo y no aceptó las riquezas que le ofrecía, sino que lo recibió como vasallo, dejándole la soberanía de sus Estados a condición de pagarle cierto tributo anual, con derecho a asistir a las Cortes como uno de tantos noble de su imperio y con la obligación de ayudarlo en la guerra con cierto número de caballeros.
No se pasó mucho tiempo sin que Mohamed fuese llamado a prestar su concurso como guerrero, pues tuvo que ayudar al rey Fernando en su famoso sitio de Sevilla. El rey moro salió con quinientos caballeros escogidos de Granada, a quienes nadie aventajaba en el mundo manejando la lanza y el caballo; servicio triste y humillante, pues tenían que desenvainar la espada contra sus mismos hermanos de religión.
Mohamed alcanzó una triste celebridad por su valor en esta conquista, no menos que por el honor de haber influido en el ánimo de Fernando para que dulcificase las crueles costumbres establecidas en la guerra. Cuando en 1248 se rindió la famosa ciudad de Sevilla a los monarcas castellanos, regresó Mohamed a sus dominios triste y taciturno, pues vio claramente las desgracias que amenazaban a la causa musulmana, lanzando con frecuencia esta exclamación que solía decir en momentos de pena y ansiedad « ¡Cuán angosta y miserable sería nuestra vida si no fuera tan dilatada y espaciosa nuestra esperanza!»
Después de habernos ocupado con alguna extensión de las maravillosas leyendas de la Alhambra, parece obligado dar al lector algunas noticias concernientes a su historia particular, o más bien a la de dos magnánimos monarcas, fundador el uno y finalizador el otro de este bello y poético monumento del arte oriental. Para estudiar estos hechos descendí desde la región de la fantasía y de la fábula, donde se colorea con los tintes de la imaginación, dirigiéndome a hacer investigaciones históricas en los viejos volúmenes de la antigua biblioteca de PP. Jesuitas de la Universidad de Granada. Este tesoro de erudición, tan célebre en otros tiempos, es ahora una mera sombra de lo que fue, pues los franceses despojaron esta librería de sus más interesantes manuscritos y obras raras cuando dominaron en Granada. Todavía se conservan allí, entre sinnúmero de voluminosos tomos de polémica de los PP. Jesuitas, algunos curiosos tratados de Literatura española, y, sobre todo, un gran número de crónicas encuadernadas en pergamino, a las cuales he profesado siempre singular veneración.
En esta vieja biblioteca pasaba sabrosísimas horas de quietud, sin que nadie viniese a perturbarme en mi tarea, pues me confiaban las llaves de los estantes y me dejaban solo para que escudriñase a mi placer; facultades que se conceden muy raras veces en estos santuarios de la ciencia, donde frecuentemente los insaciables amantes del estudio se ven tentados ante la vista de las fuentes de la sabiduría.
En el transcurso de mis visitas recogí estos breves apuntes referentes al asunto histórico en cuestión.
Los moros de Granada miraron siempre la Alhambra como una maravilla del arte, y era tradición entre ellos que el rey que la fundó era poseedor de las artes mágicas, o, por lo menos, versado en la alquimia, por cuyos medios se procuró las inmensas sumas de oro que se gastaron en su edificación. Una rápida ojeada sobre este reinado dará a conocer el verdadero secreto de su esplendor.
El nombre de este primer monarca granadino, tal como está escrito en las paredes de algunos salones de la Alhambra, era Abu Abad'allah -esto es, el padre de Abdallah-, pero se conoce generalmente en la historia musulmana por Mohamed Abu Alhamar -o Mohamed, el hijo de Alhamar- o simplemente Abu Alhamar, con el objeto de abreviar.
Nació en Arjona en el año 591 de la Héjira -1195 de la Era Cristiana-, y era descendiente de la noble familia de Beni-Nasar, o hijos de Nasar. Sus padres no omitieron gasto alguno con el objeto de educarlo para el elevado rango que la grandeza y dignidad de su familia le obligaron a ocupar. Ya los sarracenos de España estaban muy adelantados en civilización, y había centros de enseñanza en las ciencias y en las artes en las principales ciudades, pudiendo allí recibir una sólida instrucción los jóvenes de alto linaje y crecida fortuna Abu Alhamar, cuando llegó a la edad viril, fue nombrado alcaide de Arjona y Jaén, alcanzando gran popularidad por su bondad y justicia. Algunos años después, a la muerte de Abou Hud, dividiose en bandos el poder musulmán en España, declarándose partidarios muchas ciudades de Mohamed Abu Alhamar. Dotado de espíritu ardiente y de gran ambición, aprovechose de esta ocasión, recorriendo el país, siendo recibido en todos los pueblos con aclamaciones de júbilo. En el año 1238 entró en Granada, en medio de los entusiastas vítores de los habitantes; fue proclamado rey con grandes demostraciones de regocijo, y pronto se hizo el jefe de los musulmanes en España, siendo el primero del esclarecido linaje de Beni-Nasar que ocupó el trono granadino. Su reinado fue una larga serie de sucesos prósperos para sus súbditos. Dio el mando de sus numerosas ciudades a aquellos que se habían distinguido por su valor y su prudencia y que eran más estimados del pueblo. Organizó una policía vigilante y estableció leyes severísimas para la administración de justicia. El pobre y el oprimido eran siempre admitidos en audiencia, y los atendía personalmente, protegiéndolos y socorriéndolos. Fundó hospitales para los ciegos, los ancianos y los enfermos y para todos aquellos que no estaban hábiles para trabajar, visitándolos frecuentemente, y no en días señalados ni anunciándose con pompa para dar tiempo a que todo apareciese marchando perfectamente y quedasen ocultos los abusos, sino que se presentaba de pronto y cuando menos lo esperaban, informándose en persona del tratamiento de los enfermos y de la conducta de los encargados de cuidarles. Fundó escuelas y colegios, que visitaba de la misma manera, inspeccionando por sí mismo la instrucción de la juventud. Estableció también carnicerías y hornos públicos para que el pueblo se abasteciese de los artículos de primera necesidad a precios justos y equitativos. Trajo abundantes cañerías de agua a la ciudad, mandando construir baños y fuentes, además acueductos y acequias para regar y fertilizar la Vega. De este modo reinaban la abundancia y la prosperidad en su hermosa ciudad; sus puertas se vieron abiertas al comercio y a la industria, y sus almacenes estaban llenos de mercancías de todos los países.
De tal manera iba Mohamed Abu Alhamar rigiendo sus dominios y con tanta sabiduría como prosperidad, cuando viose de pronto amenazado con los horrores de la guerra. Los cristianos, por este tiempo, aprovechándose del desmembramiento del poder musulmán, principiaron de nuevo a reconquistar sus antiguos territorios. Jaime el Conquistador había tomado ya a Valencia, y Fernando el Santo paseaba sus armas victoriosas por toda Andalucía; este último puso sitio a Jaén, y juró no levantar el campo hasta apoderarse de la ciudad. Mohamed Abu Alhamar, convencido de su impotencia para hacer frente al poderoso monarca de Castilla, tomó una pronta resolución: se fue secretamente al campamento cristiano y presentose al rey Fernando.
-Ved en mí -le dijo- a Mohamed, rey de Granada; confío en vuestra lealtad y me pongo bajo vuestra protección. Tomad todo lo que poseo y recibidme como vasallo vuestro.
Y, al decir esto, se arrodilló y besó la mano del rey en señal de sumisión.
Enterneciose el rey Fernando al ver este ejemplo de confianza, y determinó ser no menos generoso. Levantó del suelo al que era momentos antes su rival, abrazole como amigo y no aceptó las riquezas que le ofrecía, sino que lo recibió como vasallo, dejándole la soberanía de sus Estados a condición de pagarle cierto tributo anual, con derecho a asistir a las Cortes como uno de tantos noble de su imperio y con la obligación de ayudarlo en la guerra con cierto número de caballeros.
No se pasó mucho tiempo sin que Mohamed fuese llamado a prestar su concurso como guerrero, pues tuvo que ayudar al rey Fernando en su famoso sitio de Sevilla. El rey moro salió con quinientos caballeros escogidos de Granada, a quienes nadie aventajaba en el mundo manejando la lanza y el caballo; servicio triste y humillante, pues tenían que desenvainar la espada contra sus mismos hermanos de religión.
Mohamed alcanzó una triste celebridad por su valor en esta conquista, no menos que por el honor de haber influido en el ánimo de Fernando para que dulcificase las crueles costumbres establecidas en la guerra. Cuando en 1248 se rindió la famosa ciudad de Sevilla a los monarcas castellanos, regresó Mohamed a sus dominios triste y taciturno, pues vio claramente las desgracias que amenazaban a la causa musulmana, lanzando con frecuencia esta exclamación que solía decir en momentos de pena y ansiedad « ¡Cuán angosta y miserable sería nuestra vida si no fuera tan dilatada y espaciosa nuestra esperanza!»