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PEDRO MARTINEZ: EL NIÑO POBRE DE LA ALHAMBRA...

EL NIÑO POBRE DE LA ALHAMBRA

Vivía en la Alhambra y no tenía casa propia. Se alimentaba de lo que le daban unos y otros, dormía en un rincón sin techo, cerca de una casa que tenía un horno para cocer pan y, como no tenía ni padre ni madre, tampoco en su vida había nadie que lo quisiera o cuidara. Los guardias, militares, reyes, artesanos y demás personas de la Alhambra, lo conocían y también algunas de las princesas que tenían palacio en los recintos de la Alhambra. Muchos lo llamaban “El Pobre de la Alhambra” y otros lo distinguían con los apelativos de “El niño sin techo, el Pobre de la Puerta del Vino, el Muchacho de la manta o el Harapiento”.
Cada mañana, en cuanto el sol calentaba un poco, salía de su rincón junto al montón de leña para calentar el horno del pan y se ponía al lado de algunas de las puertas que daban entrada al recinto amurallado. A veces, en la Puerta de la Justicia, por el lado de fuera o dentro, si hacía mucho frío y los guardias se lo permitían. Otras veces se ponía en algún rincón de la Puerta del Vino y aquí también se acurrucaba. Cuando el frío no era tanto solo se cubría con algún pañi fino. Casi siempre regalo de alguna familia de la Medina o alguna persona buena que por su lado pasara.
En invierno, cuando el frío era intenso o llovía, el dueño del horno del pan le dejaba acercarse para que se calentara. Y en ocasiones, este hombre le decía:
- Ponte aquí y te calientas un poco y de paso vigila que las llamas no se extingan. Cuando veas que van perdiendo fuerza, de ese montón de leña que hay en el rincón, coge algunos troncos y los echas dentro del horno.
Y él le obedecía. Se ponía frente al horno del pan, calentaba sus manos mientras se deleitaba en el agradable aroma a pan recién cocido sin poder probarlo. Y, de vez en cuando, del montón de leña en el rincón, cogía un tronco o dos y los echaba dentro del horno. Ni se lo agradecía en dueño pero sí, alguna vez que otra, le regalaba un pequeño bollo, recién salido del horno. Y le decía:
- Para que te lo comas y no te falten las fuerzas.
Lo cogía él y, con el mayor apetito del mundo, en un abrir y cerrar de ojos, se lo comía.
Luego, cuando ya el panadero no lo necesitaba, se iba y otra vez y se ponía en un rincón de la Puerta del Vino. A pedir limosna y a dejar que pasara el tiempo mientras se entretenía en ver a unos y a otros entrar y salir de los recintos de la Alhambra. Y, uno de estos días, ya casi a punto de la llegada del invierno, se acercó a él una de las princesas de la Alhambra. Se paró delante suya, lo miró un momento y luego le preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
- No tengo nombre o si lo tengo yo no lo sé.
- ¿Tus padres no te pusieron nombre?
- Es que tampoco tengo padres.
- Han muerto.
- Ni lo sé porque nunca los he visto ni tengo ninguna noticia de ellos.
- Y casa, hermanos y amigos ¿tampoco tienes?
Y el niño, de la mejor manera que pudo, explicó a la princesa lo que ella le preguntaba. Tratándola en todo momento con respeto y notando que le gustaba compartir sus cosas con ella. Sobre todo, le agradaba que ella le escuchara. Por eso, después de un rato y viendo que la princesa seguía interesada en lo que le contaba, le dijo:
- Y de todo lo que te he dicho lo que más me duele, me desagrada y pone triste ¿sabes qué es?
- Que no tienes nombre ni amigos ni hermanos.
- Lo que más me duele y apena es no recibir nunca de nadie la más mínima palabra de aliento. También echo en falta la caricia de alguna persona buena y algún beso de alguien que me quiera. Pero que nadie nunca me haya ofrecido la más pequeña palabra de aliento, ha sido y es lo que más me apena.
La princesa guardó silencio durante unos minutos. Frente a él seguía mirándolo con mucho interés y escuchando lo que le contaba. Pasado un rato, abrió una pequeña cesta que llevaba en las manos, sacó una manzana y se la dio diciendo:
- Toma esto. Al menos hoy puedes alimentarte algo. Mañana, pasado y el otro, ya veremos.
Le dio él las gracias y en ese momento sintió que la mano de la princesa se deslizaba tiernamente por la piel de su cara. El corazón se le estremeció y todo su cuerpo se quedó como electrizado. Intentó decir algo pero las palabras no le salieron. Y, como todo fue tan rápido, antes de que se diera cuenta vio como la princesa se alejaba. Dirección a los palacios de la Alhambra y dándole las espaldas.
Fue justo en este momento cuando él descubrió la gran belleza de la muchacha. Alta, con una gran mata de pelo oscuro y largo cubriéndole toda la espalda, delgada y vestida con ropa muy fina y de colores. La miró durante un rato más, mientras la perdía por entre la gente y los jardines que había alrededor de los palacios. Y, al dejar de verla, se sintió triste, aunque feliz y lleno de ánimo. Se acurrucó mucho en su vieja manta, miró a los que por delante suya pasaban, volvió a pensar en ella, cogió la manzana y mordiéndola despacio, se dispuso al que el tiempo pasara, como tantos otros días. Y el tiempo pasó, el frío se hizo presente al llegar la noche y él se fue a su rincón de siempre. Se acurrucó contra la leña del dueño del horno y se durmió. Soñó con la princesa a lo largo de toda la noche y también al día siguiente y al otro. Mientras ayudaba al panadero echando leña dentro del horno y mientras se acurrucaba en el rincón de la Puerta del Vino, esperando que alguien le diera alguna cosa. Y lo que con más ilusión esperaba era volverla a ver. Pero la princesa no se presentaba.
Ni en aquel día ni al siguiente ni varios meses después. Tampoco cuando ya el invierno estaba muy avanzado y por eso el frío era cada vez más intenso. En su rincón de la leña, cerca del horno del pan, se acurrucaba cada noche y se arropaba con su vieja manta. No conseguía nunca entrar en calor ni tampoco podía olvidarse de la princesa. A veces, cuando más tiritaba porque ya el frío se le había metido hasta en los huesos, medio soñando, para sí susurraba: “A lo mejor mañana sí aparece y me regala otra manzana y su sonrisa. Porque si no, sus palabras `Mañana, pasado y el otro, ya veremos’ ¿qué sentido tienen? Seguro que cuando dijo eso estaba pensando en seguir siendo mi amiga. A lo mejor mañana sí aparece”.
Y con estos pensamientos y sueños se quedaba dormido, solo a ratos. Y en cuanto el nuevo día llegaba, después de calentarse junto al horno y ayudar al panadero, se iba a la Puerta del Vino. Se acurrucaba en su sitio de siempre y se ponía a mirar con la ilusión de verla. Corrían los días y la princesa no aparecía. Su corazón cada vez estaba más triste y, como el frío seguía aumentando, los minutos para él junto a la leña del horno, eran más insoportables. Hasta que una de aquellos días amaneció muy nublado. Con el ambiente mucho más frío que los días anteriores porque el invierno ya estaba casi en su centro. Al caer la noche se fue él a su rincón junto a la leña del horno y aquí se acurrucó en su vieja manta. Enseguida notó que el frío se le colaba más hondo que nunca. Se le helaron los dedos de las manos, sintió como los pies le dolían con un dolor agudo y profundo y luego notó que la boca se le encasquillaba.
Se acurrucó más y más en su vieja manta y, sin saber cómo, fue notando que se dormía. En un sueño tan plácido y dulce que le parecía dormir entre suaves sábanas de algodón y blandos colchones de lana. Y mientras se deleitaba muy relajado en la dulzura del más amable de los sueños comenzó a sentir un delicioso calor acercándose a su cara. Notó la caria de una mano y luego sintió el cálido aliento de una boca. Al poco, fue notando como muy lentamente, alguien apretaba su cara contra otra. El calor de la cara que le rozaba le llegó al corazón y la suavidad de un beso le llenó todo el espíritu de una dulzura inmensa. Dulzura mucho más íntima y penetrante que lo que a lo largo de su vida millones de veces había soñado.
Al amanecer del nuevo día toda la Alhambra, jardines, bosques, murallas y tierras cercanas, se veían cubiertas por una gran nevada. Como nunca antes se había visto en estos rincones de Granada. Y cuando el panadero fue al rincón de la leña para despertar al muchacho se lo encontró acurrucado en su vieja manta. Más acurrucado y en silencio que otras veces y, aunque lo llamó repetidamente, no se despertaba. Se acercó más, cogió la manta y la levantó, llamándolo de nuevo. Hasta que se dio cuenta que no podía oírle. El frío de la noche lo había congelado. Pero en su rostro y labios había una expresión y sonrisa tan dulce que infundía respeto solo mirarlo.