La leyenda de "El Pozo Amargo"
Noche tras noche se veían en secreto. Procuraban burlar toda vigilancia que acechara en sus encuentros. Y así estaban juntos; tan sólo la luna era cómplice de sus miradas.
Él, Fernando, había acudido presuroso tras salir de su casa sin ser visto. Aguardaba a que su madre, doña Leonor, comenzara el rezo del santo rosario, como tenía por costumbre al anochecer. Ya los criados de la noble casa también habían empezado a cerrar los portones de las estancias.
Era entonces cuando Fernando emprendía sigilosamente su camino hacia casa de la joven Raquel.
Raquel, la bella Raquel. Su amada Raquel. Hija de un acaudalado judío, vivía casi recluida en su palacete. La rigidez del padre marcaba las normas en la casa. Quizás al hebreo le hubieran llegado rumores. Acaso tuviera noticias sobre cierto joven cristiano. Leví no aceptaría amores prohibidos por la ley y menos admitiría traiciones en su casa. Por eso custodiaba y hacía custodiar las horas de su hija.
Cuando llegaba la noche y todos dormían, Raquel esperaba impaciente tras las verjas de sus habitaciones. Al oír la señal, corría a los jardines que Fernando una vez más había conseguido conquistar. Y allí, de nuevo, se declaraban su amor. Hablarían del futuro y, emocionados, contemplarían su presente juntos. Tal vez dieran gracias a cada uno a su dios por ello. Y con esto eran felices, porque no les pesaban leyes ni personas que pudieran destruir aquellos momentos.
Algo se oyó entre la maleza del jardín. Un crujir de hojas secas rompió el silencio. Fernando y Raquel se miraron sorprendidos. Los dos jóvenes permanecían mudos. Miraron a su alrededor inquietos; todo era calma. Aguardaron no obstante unos segundos: los ojos y los oídos alerta y el corazón agitado.... Más el silencio de la noche les reconfortó de nuevo. No se atrevían aún a hablar, pero se sonrieron y ella suspiró aliviada cerrando los ojos de Fernando. Raquel se estremeció; sintió cómo se escurrían de entre sus dedos las manos de su amado. Y vio caer lentamente su cuerpo herido.
A Raquel se le heló la sangre. Fernando yacía muerto en el suelo. Una daga bien empuñada acertaba en su mortal punzada. Alguno de aquellos vigilantes puestos por Leví, había concluido su trabajo. De un certero golpe por la espada, habían dado muerte al joven cristiano.
Quedaba así en la casa de Leví, el honor salvado, la ley intacta y los rumores acallados. Raquel quiso despertar. Pero no era un sueño aquella visión. Estaba contemplando el más crudo horror.
Entonces la amargura se apoderó de ella; como un veneno la invadió. Y en su corazón se hizo la noche. Sentada junto al brocal del pozo del aquel jardín, Raquel pasaba largas jornadas en soledad. Lágrimas de hiel acariciaban su rostro. Brotaban incesables de su alma, y vertían amargas, caudalosas hacia las aguas del pozo que también amargo quedó.
Raquel, la desconsolada Raquel, sólo deseaba llorar eternamente. Con los ojos turbios, atisbó una luz en la profundad el pozo. Era la luz de la luna reflejada. Calló su llanto y se enjugó las lágrimas. Asomada al brocal, creyó ver la imagen de Fernando. Aclaró otra vez sus ojos. Fernando la sonreía y le extendía las manos pidiendo tener las suyas. Raquel no lo dudó. Se abalanzó a fundirse en un abrazo con su amado. Su lloro ya no sería eterno. Si sería eterno ya su abrazo.
Noche tras noche se veían en secreto. Procuraban burlar toda vigilancia que acechara en sus encuentros. Y así estaban juntos; tan sólo la luna era cómplice de sus miradas.
Él, Fernando, había acudido presuroso tras salir de su casa sin ser visto. Aguardaba a que su madre, doña Leonor, comenzara el rezo del santo rosario, como tenía por costumbre al anochecer. Ya los criados de la noble casa también habían empezado a cerrar los portones de las estancias.
Era entonces cuando Fernando emprendía sigilosamente su camino hacia casa de la joven Raquel.
Raquel, la bella Raquel. Su amada Raquel. Hija de un acaudalado judío, vivía casi recluida en su palacete. La rigidez del padre marcaba las normas en la casa. Quizás al hebreo le hubieran llegado rumores. Acaso tuviera noticias sobre cierto joven cristiano. Leví no aceptaría amores prohibidos por la ley y menos admitiría traiciones en su casa. Por eso custodiaba y hacía custodiar las horas de su hija.
Cuando llegaba la noche y todos dormían, Raquel esperaba impaciente tras las verjas de sus habitaciones. Al oír la señal, corría a los jardines que Fernando una vez más había conseguido conquistar. Y allí, de nuevo, se declaraban su amor. Hablarían del futuro y, emocionados, contemplarían su presente juntos. Tal vez dieran gracias a cada uno a su dios por ello. Y con esto eran felices, porque no les pesaban leyes ni personas que pudieran destruir aquellos momentos.
Algo se oyó entre la maleza del jardín. Un crujir de hojas secas rompió el silencio. Fernando y Raquel se miraron sorprendidos. Los dos jóvenes permanecían mudos. Miraron a su alrededor inquietos; todo era calma. Aguardaron no obstante unos segundos: los ojos y los oídos alerta y el corazón agitado.... Más el silencio de la noche les reconfortó de nuevo. No se atrevían aún a hablar, pero se sonrieron y ella suspiró aliviada cerrando los ojos de Fernando. Raquel se estremeció; sintió cómo se escurrían de entre sus dedos las manos de su amado. Y vio caer lentamente su cuerpo herido.
A Raquel se le heló la sangre. Fernando yacía muerto en el suelo. Una daga bien empuñada acertaba en su mortal punzada. Alguno de aquellos vigilantes puestos por Leví, había concluido su trabajo. De un certero golpe por la espada, habían dado muerte al joven cristiano.
Quedaba así en la casa de Leví, el honor salvado, la ley intacta y los rumores acallados. Raquel quiso despertar. Pero no era un sueño aquella visión. Estaba contemplando el más crudo horror.
Entonces la amargura se apoderó de ella; como un veneno la invadió. Y en su corazón se hizo la noche. Sentada junto al brocal del pozo del aquel jardín, Raquel pasaba largas jornadas en soledad. Lágrimas de hiel acariciaban su rostro. Brotaban incesables de su alma, y vertían amargas, caudalosas hacia las aguas del pozo que también amargo quedó.
Raquel, la desconsolada Raquel, sólo deseaba llorar eternamente. Con los ojos turbios, atisbó una luz en la profundad el pozo. Era la luz de la luna reflejada. Calló su llanto y se enjugó las lágrimas. Asomada al brocal, creyó ver la imagen de Fernando. Aclaró otra vez sus ojos. Fernando la sonreía y le extendía las manos pidiendo tener las suyas. Raquel no lo dudó. Se abalanzó a fundirse en un abrazo con su amado. Su lloro ya no sería eterno. Si sería eterno ya su abrazo.