
La casa y la anciana
Regresaba y, al llegar a Granada, se fue andando hacia el barrio. Quería recorrer las calles para, según se fuera acercando, ir saboreando la emoción del encuentro. Y, cuando llegó al centro de la ciudad, por el lado de Sierra Nevada, subió a la colina de la Alhambra. Porque también quería, antes de pisar las calles del Albaicín, descubrirlo y saborearlo desde la distancia. Tal como mil veces o más, había visto en su sueño.
Rodeó la muralla en la colina de la Alhambra y fue poco a poco buscando el mejor punto o mirador desde donde descubrir y observar las blancas casas del barrio. Era media mañana, el sol lucía algo velado y por eso la luz también todo lo tamizaba. Con el tono, la serenidad y el silencio de un día propio de otoño. Que por eso regresaba después de muchos, muchos años lejos de la madre y vecina del barrio. Ella tenía ahora más de ochenta años y, aunque se agarraba a la vida y pocas veces permitían que los vecinos le ayudaran, las fuerzas le iban dejando. Y él, el único de los tres hermanos que aun vivía, volvía, además de para verla y abrazarla, para llevársela lejos de Granada y que no estuviera tan sola en sus últimos años de vida. Con frecuencia se decía: “No puedo permitir que mi madre, ya tan mayor, viva sola y no tenga ni siquiera el consuelo de una caricia mía”.
Bastantes veces, esto era lo que le había dicho a la anciana y ella, escuchaba atenta y callaba. Pero ahora, como el otoño se iba haciendo presente, y sabía que no tardaría en llegar el invierno, había pensado que era el momento de venir a por ella y llevársela a su casa. Antes de que otra vez los fríos llegaran y las nieves y los hielos se hicieran presentes en Granada. Por el lado, en la colina de la Alhambra, encontró el sitio que había imaginado. Justo en el pequeño barranco por donde el riachuelo brota en los costados de un lienzo de muralla de la Alhambra y se deja caer pendiente abajo en busca del cauce del río Darro. Por todos es conocido este lugar y desde tiempos muy lejanos, con el nombre de la Cuesta del Rey Chico. También él conocía estos sitios porque cuando pequeño, por aquí jugaba o iba a las montañas. Y sabía muy bien que estos rincones de Granada, ofrecían unas vistas espléndidas hacia el barrio del Albaicín y gran parte de la ciudad.
Por eso caminó emocionado, dejándose empapar por las sensaciones de todo cuanto pisaba y veía. Y, comenzaba a recorrer el camino que va siguiendo el riachuelo de la Cuesta del Rey Chico, cuando lo que antes sus ojos se presentó, le dejó paralizado. Al otro lado del río y en la colina frente a la de la Alhambra, aparecían las casas del barrio que iba buscando. Pero no de la manera que él las recordaba y esperaba encontrar. Por la gran ladera, desde lo alto de la colina hasta el río, se veían pequeños grupos de casitas blancas. Separadas entre sí por trozos de tierra sembrados de huertos, por caminos que subían o bajaban de un lado a otro y por más trozos de tierra donde crecían árboles y abundante vegetación silvestre.
Detuvo sus pasos, miró muy interesado en el extraño y a la vez bonito espectáculo, intentando comprender lo que observaba y luego se puso a buscar su casa. Donde había nacido y durante algunos años, había vivido hasta que se marchó a la ciudad de donde ahora regresaba. Dentro de la casa, la madre había enfermado y ahora lo esperaba. Y desde la distancia, le pareció encontrar la casa que buscaba. En mitad de la ladera y a media altura entre la parte más alta de la colina y el cauce del río. Y al descubrir el edificio, a su mente acudieron los recuerdos e imaginó a la anciana esperándole sentada en algún rincón de la vivienda. Un pensamiento extraño recorrió su espíritu y sintió algo de tristeza al mismo tiempo que pena.
Siguió caminando, recorrió toda la cuesta, cada vez más inclinada hacia el río, llegó al cauce, por el pequeño puente de piedra lo cruzó, buscó uno de los caminos que por la ladera subían y remontó decidido derecho a la casa que buscaba. Llegó a la puerta y al encontrarla cerrada, llamó. Unos segundos después, sintió correrse el cerrojo y la puerta se abrió. Frente a él, la anciana apareció, con la cara muy arrugada, sus pelos lacios y sus ojos hundidos y apagados. Sin pronunciar palabras, fuerte la abrazó y durante unos segundos, la sujetó entre sus brazos, mientras la besaba y no paraba. Muy débilmente ella dijo:
- ¡Hijo mío! ¡Tanto tiempo te llevo esperando!
- Pues ahora sí es verdad que estoy a tu lado. Entremos a la casa y te ayudo a preparar las cosas que mañana mismo nos vamos.
Caminó la anciana, algo vacilante y cogiendo de la mano al hijo, se lo llevó al jardincillo que crecía cerca de la puerta de atrás de la casa. Frente a un trozo de tierra algo tapizada de hierba y pasto, se paró y mirando para la Alhambra, dijo al que había llegado:
- Tú quieres que me vaya contigo a la ciudad donde vives ahora pero yo, en esta casa y este barrio he nacido y, a lo largo de toda mi vida, aquí he soñado y he sufrido.
- Pero ahora ya eres mayor y estás sola en esta casa. En la ciudad donde vivo yo, serás mucho más feliz porque todo por allí es de otra forma. Tú no te preocupes ni te apene tener que irte de esta casa.
Y la anciana, mostrándole un pequeño trozo de tierra tapizado con hierba y pasto, dijo al hijo:
- Aquí mismo, cuando tú eras pequeño, jugabas cada día frente a la Alhambra. Y aunque yo escasamente tenía para darte de comer, me sentía la más feliz de las personas cada vez que en este trozo de tierra te veía bañado por las rayos del sol y acariciado por el vientecillo que subía desde el río. La figura de la Alhambra y las blancas casas de este barrio, me parecían los más hermosos palacios construidos en esta tierra. Creciste y cuando un día te marchaste a donde ahora vives, yo cada mañana y cada tarde, me he sentado en este rodal de tierra, siempre soñando contigo.
Y al pronunciar estas palabras, el hijo se dio cuenta que la anciana lloraba. Le preguntó y ella dijo:
- No quiero irme de este rincón aunque tú me digas que en aquella ciudad todo será muy bello. Y si te empeñas en llevarme contigo, solo voy a pedirte el último favor.
- ¿Qué es lo que quieres pedirme?
- Que me dejes dormir esta noche, recostada a tus pies y en este rodal de tierra, a la luz de la luna, acariciados los dos por el vientecillo que sube desde el río Darro y frente a la Alhambra.
- ¿Y eso para qué?
- Tú hazme caso y concédeme este último deseo.
Cayó la noche, en el rodal de tierra el hijo se sentó frente a la Alhambra y esperó que la anciana saliera de la casa y se acercara. Cuando comenzaba a salir la luna, ella se sentó a los pies del hijo y durante un buen rato, habló despacio repasando los recuerdos que a lo largo de tantos años en el rincón había vivido. Luego dejó de hablar y el hijo, pensando que se había quedado dormida, acarició su cara y dejó que descansara. Y avanzó la noche sin que ella dijera nada más ni hiciera ningún movimiento. Se ocultó la luna y poco antes de la salida del sol, el hijo quiso despertarla para comenzar a preparar las cosas para el viaje. Y fue ahora cuando se dio cuenta que sus manos estaban frías, por su boca no circulaba el aire y su corazón no latía.
Regresaba y, al llegar a Granada, se fue andando hacia el barrio. Quería recorrer las calles para, según se fuera acercando, ir saboreando la emoción del encuentro. Y, cuando llegó al centro de la ciudad, por el lado de Sierra Nevada, subió a la colina de la Alhambra. Porque también quería, antes de pisar las calles del Albaicín, descubrirlo y saborearlo desde la distancia. Tal como mil veces o más, había visto en su sueño.
Rodeó la muralla en la colina de la Alhambra y fue poco a poco buscando el mejor punto o mirador desde donde descubrir y observar las blancas casas del barrio. Era media mañana, el sol lucía algo velado y por eso la luz también todo lo tamizaba. Con el tono, la serenidad y el silencio de un día propio de otoño. Que por eso regresaba después de muchos, muchos años lejos de la madre y vecina del barrio. Ella tenía ahora más de ochenta años y, aunque se agarraba a la vida y pocas veces permitían que los vecinos le ayudaran, las fuerzas le iban dejando. Y él, el único de los tres hermanos que aun vivía, volvía, además de para verla y abrazarla, para llevársela lejos de Granada y que no estuviera tan sola en sus últimos años de vida. Con frecuencia se decía: “No puedo permitir que mi madre, ya tan mayor, viva sola y no tenga ni siquiera el consuelo de una caricia mía”.
Bastantes veces, esto era lo que le había dicho a la anciana y ella, escuchaba atenta y callaba. Pero ahora, como el otoño se iba haciendo presente, y sabía que no tardaría en llegar el invierno, había pensado que era el momento de venir a por ella y llevársela a su casa. Antes de que otra vez los fríos llegaran y las nieves y los hielos se hicieran presentes en Granada. Por el lado, en la colina de la Alhambra, encontró el sitio que había imaginado. Justo en el pequeño barranco por donde el riachuelo brota en los costados de un lienzo de muralla de la Alhambra y se deja caer pendiente abajo en busca del cauce del río Darro. Por todos es conocido este lugar y desde tiempos muy lejanos, con el nombre de la Cuesta del Rey Chico. También él conocía estos sitios porque cuando pequeño, por aquí jugaba o iba a las montañas. Y sabía muy bien que estos rincones de Granada, ofrecían unas vistas espléndidas hacia el barrio del Albaicín y gran parte de la ciudad.
Por eso caminó emocionado, dejándose empapar por las sensaciones de todo cuanto pisaba y veía. Y, comenzaba a recorrer el camino que va siguiendo el riachuelo de la Cuesta del Rey Chico, cuando lo que antes sus ojos se presentó, le dejó paralizado. Al otro lado del río y en la colina frente a la de la Alhambra, aparecían las casas del barrio que iba buscando. Pero no de la manera que él las recordaba y esperaba encontrar. Por la gran ladera, desde lo alto de la colina hasta el río, se veían pequeños grupos de casitas blancas. Separadas entre sí por trozos de tierra sembrados de huertos, por caminos que subían o bajaban de un lado a otro y por más trozos de tierra donde crecían árboles y abundante vegetación silvestre.
Detuvo sus pasos, miró muy interesado en el extraño y a la vez bonito espectáculo, intentando comprender lo que observaba y luego se puso a buscar su casa. Donde había nacido y durante algunos años, había vivido hasta que se marchó a la ciudad de donde ahora regresaba. Dentro de la casa, la madre había enfermado y ahora lo esperaba. Y desde la distancia, le pareció encontrar la casa que buscaba. En mitad de la ladera y a media altura entre la parte más alta de la colina y el cauce del río. Y al descubrir el edificio, a su mente acudieron los recuerdos e imaginó a la anciana esperándole sentada en algún rincón de la vivienda. Un pensamiento extraño recorrió su espíritu y sintió algo de tristeza al mismo tiempo que pena.
Siguió caminando, recorrió toda la cuesta, cada vez más inclinada hacia el río, llegó al cauce, por el pequeño puente de piedra lo cruzó, buscó uno de los caminos que por la ladera subían y remontó decidido derecho a la casa que buscaba. Llegó a la puerta y al encontrarla cerrada, llamó. Unos segundos después, sintió correrse el cerrojo y la puerta se abrió. Frente a él, la anciana apareció, con la cara muy arrugada, sus pelos lacios y sus ojos hundidos y apagados. Sin pronunciar palabras, fuerte la abrazó y durante unos segundos, la sujetó entre sus brazos, mientras la besaba y no paraba. Muy débilmente ella dijo:
- ¡Hijo mío! ¡Tanto tiempo te llevo esperando!
- Pues ahora sí es verdad que estoy a tu lado. Entremos a la casa y te ayudo a preparar las cosas que mañana mismo nos vamos.
Caminó la anciana, algo vacilante y cogiendo de la mano al hijo, se lo llevó al jardincillo que crecía cerca de la puerta de atrás de la casa. Frente a un trozo de tierra algo tapizada de hierba y pasto, se paró y mirando para la Alhambra, dijo al que había llegado:
- Tú quieres que me vaya contigo a la ciudad donde vives ahora pero yo, en esta casa y este barrio he nacido y, a lo largo de toda mi vida, aquí he soñado y he sufrido.
- Pero ahora ya eres mayor y estás sola en esta casa. En la ciudad donde vivo yo, serás mucho más feliz porque todo por allí es de otra forma. Tú no te preocupes ni te apene tener que irte de esta casa.
Y la anciana, mostrándole un pequeño trozo de tierra tapizado con hierba y pasto, dijo al hijo:
- Aquí mismo, cuando tú eras pequeño, jugabas cada día frente a la Alhambra. Y aunque yo escasamente tenía para darte de comer, me sentía la más feliz de las personas cada vez que en este trozo de tierra te veía bañado por las rayos del sol y acariciado por el vientecillo que subía desde el río. La figura de la Alhambra y las blancas casas de este barrio, me parecían los más hermosos palacios construidos en esta tierra. Creciste y cuando un día te marchaste a donde ahora vives, yo cada mañana y cada tarde, me he sentado en este rodal de tierra, siempre soñando contigo.
Y al pronunciar estas palabras, el hijo se dio cuenta que la anciana lloraba. Le preguntó y ella dijo:
- No quiero irme de este rincón aunque tú me digas que en aquella ciudad todo será muy bello. Y si te empeñas en llevarme contigo, solo voy a pedirte el último favor.
- ¿Qué es lo que quieres pedirme?
- Que me dejes dormir esta noche, recostada a tus pies y en este rodal de tierra, a la luz de la luna, acariciados los dos por el vientecillo que sube desde el río Darro y frente a la Alhambra.
- ¿Y eso para qué?
- Tú hazme caso y concédeme este último deseo.
Cayó la noche, en el rodal de tierra el hijo se sentó frente a la Alhambra y esperó que la anciana saliera de la casa y se acercara. Cuando comenzaba a salir la luna, ella se sentó a los pies del hijo y durante un buen rato, habló despacio repasando los recuerdos que a lo largo de tantos años en el rincón había vivido. Luego dejó de hablar y el hijo, pensando que se había quedado dormida, acarició su cara y dejó que descansara. Y avanzó la noche sin que ella dijera nada más ni hiciera ningún movimiento. Se ocultó la luna y poco antes de la salida del sol, el hijo quiso despertarla para comenzar a preparar las cosas para el viaje. Y fue ahora cuando se dio cuenta que sus manos estaban frías, por su boca no circulaba el aire y su corazón no latía.