LA LEYENDA DEL MAIZ
Hace varios siglos, antes del descubrimiento de América, en México vivían los aztecas. Cuenta la leyenda que se alimentaban de raíces de plantas que iban encontrando y de los animales que conseguían cazar cada día.
Su mayor deseo era comer maíz, pero no podían porque crecía escondido detrás de unas altas y escarpadas montañas, imposibles de atravesar.
Un día, pidieron ayuda a varios dioses y éstos, deseando prestar ayuda a los humanos, probaron a separar las gigantescas montañas para que pudieran pasar y llegar hasta el maíz. No sirvió de nada, pues ni los dioses, utilizando toda la fuerza que tenían, lograron moverlas.
Pasó el tiempo y, estaban tan desesperados, que suplicaron al gran dios Quetzalcóatl que hiciera algo. Necesitaban el maíz para hacer harina, y con ella poder fabricar pan. El dios se comprometió a echarles una mano, pues su poder era inmenso.
A diferencia de los otros dioses, Quetzalcóatl no quiso probar con la fuerza, sino con el ingenio. Como era un dios muy inteligente, decidió transformarse en una pequeña hormiga negra. Nadie, ni hombres ni mujeres, ni niños ni ancianos, comprendían para qué se había convertido en ese pequeño insecto.
Sin perder tiempo, invitó a una hormiga roja a acompañarle en la dura travesía de cruzar las altas montañas. Durante días y con mucho esfuerzo, las dos hormiguitas subieron juntas por la dura pendiente hasta llegar a la cumbre nevada. Una vez allí, iniciaron la bajada para pasar al otro lado. Fue un camino muy largo y llegaron agotadas a su destino, pero mereció la pena ¡Allí estaban las doradas mazorcas de maíz que su pueblo tanto deseaba!
Se acercaron a la que parecía más apetitosa y de ella, extrajeron uno de sus granos amarillos. Entre las dos, iniciaron el camino de regreso con el granito de maíz bien sujeto entre sus pequeñas mandíbulas. Si antes el camino había sido fatigoso, la vuelta lo era mucho más. La carga les pesaba muchísimo y sus patitas se doblaban a cada paso, pero por nada del mundo podían perder ese granito del color del sol.
Los aztecas recibieron entusiasmados a las hormigas, que llegaron casi arrastrándose y sin aliento ¡Qué admirados se quedaron cuando vieron que lo habían conseguido!
La hormiga negra, que en realidad era el gran dios, agradeció a la hormiga roja el haberle ayudado y prometió que sería generoso con ella. Después entregó el grano de maíz a los aztecas, que corrieron a plantarlo con mucho mimo. De él salió, en poco tiempo, la primera planta de maíz y, de esa planta, muchas otras que en pocos meses poblaron los campos.
A partir de entonces, los aztecas hicieron pan para alimentar a sus hijos, que crecieron sanos y fuertes. En agradecimiento a Quetzalcóatl comenzaron a adorarle y se convirtió en su dios más amado para el resto de los tiempos.
Hace varios siglos, antes del descubrimiento de América, en México vivían los aztecas. Cuenta la leyenda que se alimentaban de raíces de plantas que iban encontrando y de los animales que conseguían cazar cada día.
Su mayor deseo era comer maíz, pero no podían porque crecía escondido detrás de unas altas y escarpadas montañas, imposibles de atravesar.
Un día, pidieron ayuda a varios dioses y éstos, deseando prestar ayuda a los humanos, probaron a separar las gigantescas montañas para que pudieran pasar y llegar hasta el maíz. No sirvió de nada, pues ni los dioses, utilizando toda la fuerza que tenían, lograron moverlas.
Pasó el tiempo y, estaban tan desesperados, que suplicaron al gran dios Quetzalcóatl que hiciera algo. Necesitaban el maíz para hacer harina, y con ella poder fabricar pan. El dios se comprometió a echarles una mano, pues su poder era inmenso.
A diferencia de los otros dioses, Quetzalcóatl no quiso probar con la fuerza, sino con el ingenio. Como era un dios muy inteligente, decidió transformarse en una pequeña hormiga negra. Nadie, ni hombres ni mujeres, ni niños ni ancianos, comprendían para qué se había convertido en ese pequeño insecto.
Sin perder tiempo, invitó a una hormiga roja a acompañarle en la dura travesía de cruzar las altas montañas. Durante días y con mucho esfuerzo, las dos hormiguitas subieron juntas por la dura pendiente hasta llegar a la cumbre nevada. Una vez allí, iniciaron la bajada para pasar al otro lado. Fue un camino muy largo y llegaron agotadas a su destino, pero mereció la pena ¡Allí estaban las doradas mazorcas de maíz que su pueblo tanto deseaba!
Se acercaron a la que parecía más apetitosa y de ella, extrajeron uno de sus granos amarillos. Entre las dos, iniciaron el camino de regreso con el granito de maíz bien sujeto entre sus pequeñas mandíbulas. Si antes el camino había sido fatigoso, la vuelta lo era mucho más. La carga les pesaba muchísimo y sus patitas se doblaban a cada paso, pero por nada del mundo podían perder ese granito del color del sol.
Los aztecas recibieron entusiasmados a las hormigas, que llegaron casi arrastrándose y sin aliento ¡Qué admirados se quedaron cuando vieron que lo habían conseguido!
La hormiga negra, que en realidad era el gran dios, agradeció a la hormiga roja el haberle ayudado y prometió que sería generoso con ella. Después entregó el grano de maíz a los aztecas, que corrieron a plantarlo con mucho mimo. De él salió, en poco tiempo, la primera planta de maíz y, de esa planta, muchas otras que en pocos meses poblaron los campos.
A partir de entonces, los aztecas hicieron pan para alimentar a sus hijos, que crecieron sanos y fuertes. En agradecimiento a Quetzalcóatl comenzaron a adorarle y se convirtió en su dios más amado para el resto de los tiempos.