La Dama de la Luna
Cuenta la leyenda que en la Luna vivía una bella dama de piel clara y largos cabellos color plata.
Era tan hermosa que incluso algunas estrellas estaban celosas. La dama de la Luna tenía un gran don: poseía una preciosa voz. Con su voz calmaba los celos de las estrellas y también protegía a cuantos seres habitaban aquel pequeño planeta azulado, el cual flotaba en la inmensa oscuridad ignorando que allá, en lo más alto, los observaba fascinada la linda dama de la Luna.
Durante milenios la dama de la Luna fue muy feliz cantando para las estrellas y observando como el universo danzaba a su propio son, esparciendo así la magia de la vida a todos aquellos mundos lejanos con los que los hombres del planeta azulado solo podían soñar. Pero la vida en la Luna era muy solitaria y poco a poco esa soledad empezó a apoderarse de su corazón.
La dama de la Luna dejó de cantar con emoción y ya no le importaba si las estrellas despertaban o no. Una brillante estrella amarilla descendió hasta la Luna para preguntarle a la dama que era lo que la atormentaba:
—Estoy cansada de estar sola, de ver toda la belleza que existe a mí alrededor. No puedo tocarla, ni sentirla. Ni siquiera puedo acercarme a ella para poder verla de cerca. No puedo soportarlo más.
Las lágrimas de la dama empezaron a brotar de sus cristalinos ojos. Se acercó hasta el borde de la Luna y se sentó dejando sus piernas colgando, haciéndolas bambolear en la inmensa oscuridad.
—Dama de la Luna. ¿Cuál es el deseo que esconde vuestro corazón?— preguntó la estrella mientras se posaba sobre su hombro anacarado.
La dama de la Luna fijó entonces su mirada en el planeta azul. Lo había observado tantas veces y aún así, siempre se quedaba asombrada por la extraordinaria belleza del planeta.
—Deseo sentir lo que los humanos, en sus cantos y rezos a la Luna, llaman amor. No sé lo que es; pero debe de ser un sentimiento maravilloso cuando piden sentirlo con tanta insistencia.
La estrella, muy conmovida, le dijo a la dama de la Luna que era posible cumplir su deseo. Una gran sonrisa iluminó entonces su rostro, haciendo que la misma Luna brillara con un poco más de intensidad. La estrella partió presta y veloz hacia lo más profundo del universo para hacer realizar el deseo de la hermosa dama.
Días después la estrella volvió y le puso en su regazo un precioso bebé de cabellos plateados. La dama de la Luna le preguntó a la estrella por qué le entregaba un bebé cuando lo que ella había requerido era tener amor.
La estrella sonriente le respondió:
—Este bebé te dará el amor más intenso, hermoso y verdadero que existe. Él ahora es tu hijo y tú ahora eres su madre. La dama de la Luna pronto entendió lo que la estrella le contó.
Ese lindo bebé, que al igual que ella tenía los ojos azulados y el cabello plateado, era lo mejor que le había pasado. Lo llamó Seren (estrella en galés) y lo amaba más que a su propia vida. Desde entonces las canciones de la dama de la Luna atravesaron el universo con facilidad y la razón de ello era que en su voz habitaba el amor más poderoso del universo, un amor capaz de crear vida hasta en el lugar más desierto. Ese amor, era el amor de una madre.
Sin embargo, la dicha de la dama de la Luna no fue eterna. Cientos de años pasaron; pero Seren seguía siendo un bebé ya que en la Luna era imposible crecer o envejecer. La dama de la Luna se entristeció al darse cuenta de que, a causa de esto, Seren nunca podría crecer, ni jugar, ni vivir la vida como lo hacían los niños de la Tierra.
Entonces la dama de la Luna tomó la más difícil decisión que nunca antes había tomado en sus miles de años de vida. Llamó a dos estrellas y les pidió que llevaran a Seren a la Tierra para que pudiera vivir como un niño normal. Pero antes de dejar a su hijo partir, la dama de la Luna depositó entre las sábanas que lo cubrían un violín de plata con dibujos de la Luna y las estrellas, con la esperanza de que, algún día, Seren le dedicara una serenata a la Luna.
La dama de la Luna lloró desconsolada mientras veía a su hijo alejarse; pero a la vez estaba contenta sabiendo que Seren tendría la oportunidad de tener una vida mejor, una vida que ella nunca podría otorgarle. Más años pasaron, diez en total, desde que las estrellas dejaran a Seren en la Tierra.
Lo dejaron junto con una familia de molineros que aunque deseaban con todas sus fuerzas ser padres, nunca habían visto cumplido su deseo. Hasta que una noche de Luna llena la esposa del molinero vio como dos brillantes luces descendían desde el cielo y dejaron algo frente a su casa.
Cuando la mujer salió, las luces ya se habían marchado. Se agachó para coger lo que las estrellas habían dejado en el suelo con tanta delicadeza y en cuanto lo hizo supo lo que contenía. Descubrió las sábanas, las cuales llevaban el nombre de Seren bordado con hilo de plata y vio al pequeño bebé de cabellos plateados durmiendo placidamente.
La mujer, con el pequeño Seren entre sus brazos, entró corriendo en la casa para enseñarle a su marido el maravilloso regalo que las estrellas les habían dejado y desde entonces criaron y quisieron a Seren como si fuera de su propia sangre. Seren creció sano, feliz y conociendo la verdad sobre su origen. Incluso conocía el rostro de su madre. Soñaba cada noche con ella y en sus sueños escuchaba como con su hermosa voz, su madre, la dama de la Luna, cantaba a las estrellas en la infinita noche.
En su décimo cumpleaños, sus padres de la Tierra le dieron el violín con el que lo encontraron y casi desde el primer instante Seren tocó aquel bello instrumento como si siempre lo hubiese hecho. A partir de entonces Seren se pasó las noches tocando preciosas melodías con aquel violín de plata para su madre, la dama de la Luna.
Las melodías llegaban hasta la Luna, donde su madre escuchaba con orgullo cada una de ellas. Una noche Seren tocó una melodía tan, tan hermosa, que su madre de la Luna al escucharla no pudo contener las lagrimas. La dama de la Luna empezó a cantar con emoción al son de la melodía de Seren deseando que su hijo pudiera escuchar su voz.
Sin embargo no fue Seren quién la escuchó, sino las estrellas que flotaban a su alrededor. Las estrellas se conmovieron tanto al oír tan linda serenata que formaron un camino de estrellas entre la Tierra y la Luna para que madre e hijo pudieran al fin conocerse. La dama de la Luna bajó por el camino de estrellas dando las gracias a cada una de ellas.
Cuando por fin pisó la hierba mojada por el rocío de la noche, la dama de la Luna se emocionó; pero no por ver la belleza de su alrededor, sino porque frente a ella se encontraba su amado hijo Seren.
Ambos se abrazaron entre lágrimas y, pasado un rato, se sentaron en el suelo, hablaron durante toda la noche y se conocieron un poco mejor.
La dama de la Luna hubiera deseado que esa noche fuera eterna; pero el alba empezó a despuntar entre las montañas y ella debía volver a su hogar.
—No te vayas—suplicó Seren entre lágrimas.
Pero la dama de la Luna sabía que eso no era posible.
—Debo volver a la Luna para que ésta pueda seguir iluminando tu camino y el de todas las criaturas que viven en este maravilloso planeta.
—Pues iré contigo a la Luna— dijo Seren muy convencido.
—No—sentenció su madre.
–Debes quedarte aquí y disfrutar de la vida que yo nunca podré vivir: canta, toca el violín con pasión, descubre todas las cosas maravillosas que este mundo te puede ofrecer y sobre todo, ama, ama con todo tu corazón a tus padres de la Tierra, pues ellos, al igual que yo, solo deseamos tu felicidad y bienestar.
Seren entendió sus palabras y con tristeza la dejó partir. El camino de estrellas fue desapareciendo detrás de la dama a cada paso que daba y aunque la dama de la Luna estaba triste al comenzar el camino de regreso, su tristeza desapareció al llegar a la Luna, porque sabía que había hecho lo correcto.
¿Y sabes qué? Si miras al cielo en una noche despejada verás aquel camino de estrellas, al que ahora los hombres llaman Vía Láctea, entre la Luna y la Tierra, el cual nunca se desvaneció por completo para que así, tanto Seren como la dama de la Luna, pudieran saber a donde mirar para poderse encontrar.
Cuenta la leyenda que en la Luna vivía una bella dama de piel clara y largos cabellos color plata.
Era tan hermosa que incluso algunas estrellas estaban celosas. La dama de la Luna tenía un gran don: poseía una preciosa voz. Con su voz calmaba los celos de las estrellas y también protegía a cuantos seres habitaban aquel pequeño planeta azulado, el cual flotaba en la inmensa oscuridad ignorando que allá, en lo más alto, los observaba fascinada la linda dama de la Luna.
Durante milenios la dama de la Luna fue muy feliz cantando para las estrellas y observando como el universo danzaba a su propio son, esparciendo así la magia de la vida a todos aquellos mundos lejanos con los que los hombres del planeta azulado solo podían soñar. Pero la vida en la Luna era muy solitaria y poco a poco esa soledad empezó a apoderarse de su corazón.
La dama de la Luna dejó de cantar con emoción y ya no le importaba si las estrellas despertaban o no. Una brillante estrella amarilla descendió hasta la Luna para preguntarle a la dama que era lo que la atormentaba:
—Estoy cansada de estar sola, de ver toda la belleza que existe a mí alrededor. No puedo tocarla, ni sentirla. Ni siquiera puedo acercarme a ella para poder verla de cerca. No puedo soportarlo más.
Las lágrimas de la dama empezaron a brotar de sus cristalinos ojos. Se acercó hasta el borde de la Luna y se sentó dejando sus piernas colgando, haciéndolas bambolear en la inmensa oscuridad.
—Dama de la Luna. ¿Cuál es el deseo que esconde vuestro corazón?— preguntó la estrella mientras se posaba sobre su hombro anacarado.
La dama de la Luna fijó entonces su mirada en el planeta azul. Lo había observado tantas veces y aún así, siempre se quedaba asombrada por la extraordinaria belleza del planeta.
—Deseo sentir lo que los humanos, en sus cantos y rezos a la Luna, llaman amor. No sé lo que es; pero debe de ser un sentimiento maravilloso cuando piden sentirlo con tanta insistencia.
La estrella, muy conmovida, le dijo a la dama de la Luna que era posible cumplir su deseo. Una gran sonrisa iluminó entonces su rostro, haciendo que la misma Luna brillara con un poco más de intensidad. La estrella partió presta y veloz hacia lo más profundo del universo para hacer realizar el deseo de la hermosa dama.
Días después la estrella volvió y le puso en su regazo un precioso bebé de cabellos plateados. La dama de la Luna le preguntó a la estrella por qué le entregaba un bebé cuando lo que ella había requerido era tener amor.
La estrella sonriente le respondió:
—Este bebé te dará el amor más intenso, hermoso y verdadero que existe. Él ahora es tu hijo y tú ahora eres su madre. La dama de la Luna pronto entendió lo que la estrella le contó.
Ese lindo bebé, que al igual que ella tenía los ojos azulados y el cabello plateado, era lo mejor que le había pasado. Lo llamó Seren (estrella en galés) y lo amaba más que a su propia vida. Desde entonces las canciones de la dama de la Luna atravesaron el universo con facilidad y la razón de ello era que en su voz habitaba el amor más poderoso del universo, un amor capaz de crear vida hasta en el lugar más desierto. Ese amor, era el amor de una madre.
Sin embargo, la dicha de la dama de la Luna no fue eterna. Cientos de años pasaron; pero Seren seguía siendo un bebé ya que en la Luna era imposible crecer o envejecer. La dama de la Luna se entristeció al darse cuenta de que, a causa de esto, Seren nunca podría crecer, ni jugar, ni vivir la vida como lo hacían los niños de la Tierra.
Entonces la dama de la Luna tomó la más difícil decisión que nunca antes había tomado en sus miles de años de vida. Llamó a dos estrellas y les pidió que llevaran a Seren a la Tierra para que pudiera vivir como un niño normal. Pero antes de dejar a su hijo partir, la dama de la Luna depositó entre las sábanas que lo cubrían un violín de plata con dibujos de la Luna y las estrellas, con la esperanza de que, algún día, Seren le dedicara una serenata a la Luna.
La dama de la Luna lloró desconsolada mientras veía a su hijo alejarse; pero a la vez estaba contenta sabiendo que Seren tendría la oportunidad de tener una vida mejor, una vida que ella nunca podría otorgarle. Más años pasaron, diez en total, desde que las estrellas dejaran a Seren en la Tierra.
Lo dejaron junto con una familia de molineros que aunque deseaban con todas sus fuerzas ser padres, nunca habían visto cumplido su deseo. Hasta que una noche de Luna llena la esposa del molinero vio como dos brillantes luces descendían desde el cielo y dejaron algo frente a su casa.
Cuando la mujer salió, las luces ya se habían marchado. Se agachó para coger lo que las estrellas habían dejado en el suelo con tanta delicadeza y en cuanto lo hizo supo lo que contenía. Descubrió las sábanas, las cuales llevaban el nombre de Seren bordado con hilo de plata y vio al pequeño bebé de cabellos plateados durmiendo placidamente.
La mujer, con el pequeño Seren entre sus brazos, entró corriendo en la casa para enseñarle a su marido el maravilloso regalo que las estrellas les habían dejado y desde entonces criaron y quisieron a Seren como si fuera de su propia sangre. Seren creció sano, feliz y conociendo la verdad sobre su origen. Incluso conocía el rostro de su madre. Soñaba cada noche con ella y en sus sueños escuchaba como con su hermosa voz, su madre, la dama de la Luna, cantaba a las estrellas en la infinita noche.
En su décimo cumpleaños, sus padres de la Tierra le dieron el violín con el que lo encontraron y casi desde el primer instante Seren tocó aquel bello instrumento como si siempre lo hubiese hecho. A partir de entonces Seren se pasó las noches tocando preciosas melodías con aquel violín de plata para su madre, la dama de la Luna.
Las melodías llegaban hasta la Luna, donde su madre escuchaba con orgullo cada una de ellas. Una noche Seren tocó una melodía tan, tan hermosa, que su madre de la Luna al escucharla no pudo contener las lagrimas. La dama de la Luna empezó a cantar con emoción al son de la melodía de Seren deseando que su hijo pudiera escuchar su voz.
Sin embargo no fue Seren quién la escuchó, sino las estrellas que flotaban a su alrededor. Las estrellas se conmovieron tanto al oír tan linda serenata que formaron un camino de estrellas entre la Tierra y la Luna para que madre e hijo pudieran al fin conocerse. La dama de la Luna bajó por el camino de estrellas dando las gracias a cada una de ellas.
Cuando por fin pisó la hierba mojada por el rocío de la noche, la dama de la Luna se emocionó; pero no por ver la belleza de su alrededor, sino porque frente a ella se encontraba su amado hijo Seren.
Ambos se abrazaron entre lágrimas y, pasado un rato, se sentaron en el suelo, hablaron durante toda la noche y se conocieron un poco mejor.
La dama de la Luna hubiera deseado que esa noche fuera eterna; pero el alba empezó a despuntar entre las montañas y ella debía volver a su hogar.
—No te vayas—suplicó Seren entre lágrimas.
Pero la dama de la Luna sabía que eso no era posible.
—Debo volver a la Luna para que ésta pueda seguir iluminando tu camino y el de todas las criaturas que viven en este maravilloso planeta.
—Pues iré contigo a la Luna— dijo Seren muy convencido.
—No—sentenció su madre.
–Debes quedarte aquí y disfrutar de la vida que yo nunca podré vivir: canta, toca el violín con pasión, descubre todas las cosas maravillosas que este mundo te puede ofrecer y sobre todo, ama, ama con todo tu corazón a tus padres de la Tierra, pues ellos, al igual que yo, solo deseamos tu felicidad y bienestar.
Seren entendió sus palabras y con tristeza la dejó partir. El camino de estrellas fue desapareciendo detrás de la dama a cada paso que daba y aunque la dama de la Luna estaba triste al comenzar el camino de regreso, su tristeza desapareció al llegar a la Luna, porque sabía que había hecho lo correcto.
¿Y sabes qué? Si miras al cielo en una noche despejada verás aquel camino de estrellas, al que ahora los hombres llaman Vía Láctea, entre la Luna y la Tierra, el cual nunca se desvaneció por completo para que así, tanto Seren como la dama de la Luna, pudieran saber a donde mirar para poderse encontrar.