Una lección de humildad
Resulta que el gran califa Harún al Rashid de Bagdad, uno de los más ricos en Arabia, decidió ofrecer un gran banquete en su majestuoso palacio para demostrar a todos las grandes riquezas que poseía.
Entre los invitados estaba el poeta más reconocido y admirado por el califa, y no dudó en sentarse a su lado.
La estancia estaba repleta de objetos de oro, plata y piedras preciosas. La mesa, de suculentos y caros manjares. Todo brillaba y los invitados estaban realmente asombrados por aquella demostración de lujos y poder.
El califa, orgulloso y pletórico, pidió al poeta en un momento dado, tras la cena, que le dedicara unos versos:
– ¿Podrías describir con tus bellas palabras cómo ha sido este banquete?- le pidió el califa.
– Por supuesto- respondió el poeta.
Entonces, se puso en pie y comenzó de esta forma:
– ¡Salud!, oh califa, y goza bajo el abrigo de vuestro extraordinario palacio.
– Bien, bien, continúa- dijo Rashid.
– Que en cada nuevo amanecer te llegue también una nueva alegría. Y que en cada atardecer puedas ver realizados todos tus deseos.
– Fantástico, sigue, sigue…
– ¡Pero cuando la hora de la muerte llegue, oh mi califa, entonces, aprenderás que todas las delicias de la vida no fueron más que efímeros momentos, como una puesta de sol!
El califa entonces se sintió terriblemente abatido y escondió sus ojos llorosos bajo las manos. Uno de los oficiales allí presentes, recriminó al poeta:
– ¿Cómo te atreves? ¡Has hecho llorar a nuestro anfitrión!
Pero el califa, lejos de apoyar esas palabras del oficial, dijo:
– No, no le regañes por algo que hizo bien. Ha sido el único capaz de curarme la ceguera para que por fin pueda ver bien.
Resulta que el gran califa Harún al Rashid de Bagdad, uno de los más ricos en Arabia, decidió ofrecer un gran banquete en su majestuoso palacio para demostrar a todos las grandes riquezas que poseía.
Entre los invitados estaba el poeta más reconocido y admirado por el califa, y no dudó en sentarse a su lado.
La estancia estaba repleta de objetos de oro, plata y piedras preciosas. La mesa, de suculentos y caros manjares. Todo brillaba y los invitados estaban realmente asombrados por aquella demostración de lujos y poder.
El califa, orgulloso y pletórico, pidió al poeta en un momento dado, tras la cena, que le dedicara unos versos:
– ¿Podrías describir con tus bellas palabras cómo ha sido este banquete?- le pidió el califa.
– Por supuesto- respondió el poeta.
Entonces, se puso en pie y comenzó de esta forma:
– ¡Salud!, oh califa, y goza bajo el abrigo de vuestro extraordinario palacio.
– Bien, bien, continúa- dijo Rashid.
– Que en cada nuevo amanecer te llegue también una nueva alegría. Y que en cada atardecer puedas ver realizados todos tus deseos.
– Fantástico, sigue, sigue…
– ¡Pero cuando la hora de la muerte llegue, oh mi califa, entonces, aprenderás que todas las delicias de la vida no fueron más que efímeros momentos, como una puesta de sol!
El califa entonces se sintió terriblemente abatido y escondió sus ojos llorosos bajo las manos. Uno de los oficiales allí presentes, recriminó al poeta:
– ¿Cómo te atreves? ¡Has hecho llorar a nuestro anfitrión!
Pero el califa, lejos de apoyar esas palabras del oficial, dijo:
– No, no le regañes por algo que hizo bien. Ha sido el único capaz de curarme la ceguera para que por fin pueda ver bien.