LEYENDAS GRANAINAS. Lópe Sánchez y Sanchica. Capítulo 3.
... Sin embargo no fue de mucha duración, pues no parecía sino que se había despertado algo en aquel horrible abismo; empezó por elevarse poco a poco del fondo de la cisterna un zumbido semejante al que producen las abejas en una colmena; este zumbido fue creciendo más y más, y, por último, se percibió, aunque débilmente, cierto clamoreo como lejano y el estrépito ruido de armas, címbalos y trompetas, como si un ejército marchase a la guerra por entre los antros y profundidades de aquella montaña. Retirose Sanchica aterrorizada y volvió al sitio donde había dejado a sus padres y compañeros, pero todos los desaparecido y la hoguera estaba agonizante y despidiendo una débil humareda a los pálidos rayos de la luna. Ya las hogueras que habían ardido en las próximas montañas y en la Vega se habían también extinguido completamente y todo parecía haber quedado en reposo. Sanchica llamó a gritos a sus padres y a algunos de sus conocidos por sus respectivos nombres, y, viendo que nadie respondía, bajo rápidamente a la falda de la montaña y los jardines del Generalife, hasta que llegó a la alameda que conduce a la Alhambra. Y sintiéndose fatigada se sentó en un banco de madera para tomar alimentos. La campana de la Torre de la Vela dió en ese momento el toque de la medianoche, reinaba un pavoroso silencio, como si durmiese la Naturaleza entera, oyéndose tan sólo el casi imperceptible murmullo que producía un oculto arrolluelo que corría bajo los árboles. La dulsura de la atmósfera iba ya adormeciendo a Sanchica, cuando de pronto vislumbró cierta cosa que brillaba a lo lejos. Era una formación de guerreros moros que marchaban por la falda de la montaña y por las frondosas alamedas, armados unos con lanzas y escudos y otros con cimitarras y hachas y todos con sus corazas de las que parecía extraer relámpagos la luz de la luna. Piafaban los caballos, pero sus cascos, como si estuvieran forrados de fieltro, no alternaban el silencio de la noche, tampoco hablaban los jinetes inmóviles en sus monturas y pálidos como la propia muerte, iba entre ellos, cavizvaja y ausente, también a caballo, una hermosa joven de de largas trenzas rubias, con pendientes y corona engastados en perlas, su palafrénén enjaezado en terciopelo verde bordado de oro precedía a un séquito de cortesanos igualmente mudos pero vestidos ricamente y tocados con turbantes de todos los colores. Y en medio, montando un airoso caballo de batalla, el rey Boabdil luciendo su corona de brillantes y su manto claveteado de joyas.
Reconoció de inmediato Sanchica a Boabdil el Chico por su barba gris, pues lo había visto en el museo del Generalife. Sus ojos asombrados y admirados por la comitiva real que tan silenciosamente iba dejando atrás la arboleda y auque sabía bien quien era el rey, y sus cortesanos, y sus guerreros, tan pálidos expectantes y silenciosos, no eran de este mundo sino una aparición mágica, los miraba sin ningún miedo, pues;
¡Tal era el valor que le había infundido ya el virtuoso talismán de la pequeña mano de azabache que llevaba pendiente del cuello!
Luego que pasó la cabalgata, se levantó Sanchica y la siguió. Se dirigió la extraña procesión hacia la gran Puerta de la Justicia, que estaba abierta de par en par, los centinelas que estaban dando la guardia dormían en los bancos de la barbacana con un profundo, y al parecer mágico sueño....
Fin del capitulo 3.
... Sin embargo no fue de mucha duración, pues no parecía sino que se había despertado algo en aquel horrible abismo; empezó por elevarse poco a poco del fondo de la cisterna un zumbido semejante al que producen las abejas en una colmena; este zumbido fue creciendo más y más, y, por último, se percibió, aunque débilmente, cierto clamoreo como lejano y el estrépito ruido de armas, címbalos y trompetas, como si un ejército marchase a la guerra por entre los antros y profundidades de aquella montaña. Retirose Sanchica aterrorizada y volvió al sitio donde había dejado a sus padres y compañeros, pero todos los desaparecido y la hoguera estaba agonizante y despidiendo una débil humareda a los pálidos rayos de la luna. Ya las hogueras que habían ardido en las próximas montañas y en la Vega se habían también extinguido completamente y todo parecía haber quedado en reposo. Sanchica llamó a gritos a sus padres y a algunos de sus conocidos por sus respectivos nombres, y, viendo que nadie respondía, bajo rápidamente a la falda de la montaña y los jardines del Generalife, hasta que llegó a la alameda que conduce a la Alhambra. Y sintiéndose fatigada se sentó en un banco de madera para tomar alimentos. La campana de la Torre de la Vela dió en ese momento el toque de la medianoche, reinaba un pavoroso silencio, como si durmiese la Naturaleza entera, oyéndose tan sólo el casi imperceptible murmullo que producía un oculto arrolluelo que corría bajo los árboles. La dulsura de la atmósfera iba ya adormeciendo a Sanchica, cuando de pronto vislumbró cierta cosa que brillaba a lo lejos. Era una formación de guerreros moros que marchaban por la falda de la montaña y por las frondosas alamedas, armados unos con lanzas y escudos y otros con cimitarras y hachas y todos con sus corazas de las que parecía extraer relámpagos la luz de la luna. Piafaban los caballos, pero sus cascos, como si estuvieran forrados de fieltro, no alternaban el silencio de la noche, tampoco hablaban los jinetes inmóviles en sus monturas y pálidos como la propia muerte, iba entre ellos, cavizvaja y ausente, también a caballo, una hermosa joven de de largas trenzas rubias, con pendientes y corona engastados en perlas, su palafrénén enjaezado en terciopelo verde bordado de oro precedía a un séquito de cortesanos igualmente mudos pero vestidos ricamente y tocados con turbantes de todos los colores. Y en medio, montando un airoso caballo de batalla, el rey Boabdil luciendo su corona de brillantes y su manto claveteado de joyas.
Reconoció de inmediato Sanchica a Boabdil el Chico por su barba gris, pues lo había visto en el museo del Generalife. Sus ojos asombrados y admirados por la comitiva real que tan silenciosamente iba dejando atrás la arboleda y auque sabía bien quien era el rey, y sus cortesanos, y sus guerreros, tan pálidos expectantes y silenciosos, no eran de este mundo sino una aparición mágica, los miraba sin ningún miedo, pues;
¡Tal era el valor que le había infundido ya el virtuoso talismán de la pequeña mano de azabache que llevaba pendiente del cuello!
Luego que pasó la cabalgata, se levantó Sanchica y la siguió. Se dirigió la extraña procesión hacia la gran Puerta de la Justicia, que estaba abierta de par en par, los centinelas que estaban dando la guardia dormían en los bancos de la barbacana con un profundo, y al parecer mágico sueño....
Fin del capitulo 3.