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PEDRO MARTINEZ: DEL REINO DE GRANADA Y DEL TRIBUTO QUE PAGABA A LA...

DEL REINO DE GRANADA Y DEL TRIBUTO QUE PAGABA A LA CORONA DE CASTILLA

LA historia de estas sangrientas y desastrosas guerras que causaron la caída de poderosos imperios (observa Fray Antonio Agápida) ha sido considerada siempre como un estudio extremadamente delicioso y lleno de preciosas enseñanzas.
Entonces ¿cuál deberá ser la historia de una piadosa cruzada emprendida por el más católico de los Soberanos para rescatar del poder de los Infieles una de las más bellas, aunque también más rodeada de tinieblas, regiones del globo? Prestad oído, pues, mientras desde la soledad de mi celda os relato las vicisitudes de la conquista de Granada, donde los caballeros cristianos y los moros con sus turbantes disputaron palmo a palmo la bella tierra de Andalucía, hasta que la media luna, ese abominable símbolo del paganismo, fue abatido y la bendita cruz, el madero de nuestra redención, erigida en su lugar.
Cerca de ochocientos años habían transcurrido desde que la invasión de los árabes selló la perdición de España por la derrota de Don Rodrigo, el último de los reyes godos. Después de ese desastroso suceso los príncipes cristianos habían ido recuperando gradualmente reino tras reino y sólo quedaba aún bajo la dominación de los moros el aislado, aunque poderoso territorio de Granada.
Este renombrado reino estaba situado al Sur de España, lindando con el mar Mediterráneo y protegido por su lado de tierra por encumbradas y escabrosas montañas que encerraban ricos y verdes valles, cuya pródiga fertilidad compensaba la estéril naturaleza de las alturas circundantes. La ciudad de Granada se levanta en el centro de ese reino, al abrigo de la Sierra Nevada o cadena de montañas perpetuamente cubiertas de nieve. Abarca dos elevadas colinas y un profundo valle que las separa, a través del cual discurre plácidamente el cristalino río Darro. Una de estas colinas está coronada por el real palacio y fortaleza de la Alhambra, capaz de alojar cuarenta mil hombres dentro del recinto de sus murallas y torres. Es tradición entre los moros que quien construyó tan grandioso edificio estaba instruido en ocultas ciencias que, por medios químicos, le proporcionaron el oro y la plata necesarios para este propósito.
Ciertamente nunca se construyó otro edificio de tan superior estilo y más ruda magnificencia; y el forastero que aún en nuestros días deambula por sus silenciosos y desiertos patios y arruinadas almenas, contempla con admiración sus caladas cúpulas de oro, lujosamente decoradas, que conservan todavía su brillo y belleza, desafiando los estragos del tiempo.
Opuesta a la colina en la cual se asienta la Alhambra se alza su rival, en cuya parte más alta hay una espaciosa explanada cubierta de casas y multitud de habitantes, al amparo de una fortaleza conocida con el nombre de Alcazaba. Las laderas y faldas de estas colinas están cubiertas de casas en número de setenta mil, separadas por estrechas calles y pequeñas plazas, a la usanza de las ciudades árabes y moras. Dichas casas tienen patios interiores y jardines, refrescados por fuentecillas y arroyuelos, donde florecen naranjos, limoneros y granados, en forma que como las construcciones se elevan una tras otra en las laderas de la colina, presentan una deliciosa apariencia mixta de ciudad y jardín. El conjunto está rodeado por altas murallas con tres leguas de contorno. Doce puertas dan entrada a la ciudad, fortificada con mil treinta torres. La altura de la población y su vecindad a la Sierra Nevada, coronada con perpetuas nieves, suavizan las cálidas temperaturas del estío, de modo que mientras otras ciudades jadean con el bochornoso y sofocante calor de la canícula, las más saludables brisas cruzan las marmóreas antecámaras granadinas.
Sin embargo, la mayor gloria de la ciudad reside en su famosa «vega», espaciosa llanura que se extiende dentro de una circunferencia de treinta y siete leguas, rodeada por altas serranías, como un vasto y delicioso jardín surcado por numerosos riachuelos y por los plateados recodos del Genil. El esfuerzo y la ingeniosidad de los moros desviaron y convirtieron las aguas de este río en miles de arroyos y corrientes, desparramándolas sobre toda la vega.
Es verdad que ellos lograron transformar esta afortunada región al más maravilloso grado de prosperidad imaginable, enorgulleciéndose de embellecerla cada vez más, como si se tratase de una de sus favoritas. Todos los collados estaban cubiertos con huertos y viñedos, en tanto que los valles lucían bordados de jardines y la espaciosa vega sembrada con ondeantes mieses. Profusión de naranjos y limoneros, higueras y granados, se entremezclaban con grandes plantaciones de moreras que producían la más fina seda. Las enredaderas trepaban de uno a otro árbol, las uvas colgaban en opulentos racimos en torno de las casas de los campesinos y las arboledas alegraban aquel paraíso con el canto del ruiseñor. En una palabra, tan bella era la tierra, tan puro el aire y tan sereno el firmamento de aquella deliciosa región, que los moros imaginaban el Empíreo de su Profeta situado inmediatamente encima del reino de Granada.
Los demás reinos de la península ibérica habían permitido que este rico y poblado territorio permaneciese en la pacífica posesión de los Infieles, con la condición de que pagasen a los Soberanos de Castilla y León un tributo anual de mil doblas o doblones de oro y les devolviesen mil seiscientos cautivos cristianos, o a falta de éstos, igual número de moros, entregados como esclavos, tributo a pagarse en la ciudad de Córdoba.
En la época que comienza esta Crónica, Fernando e Isabel, de gloriosa y feliz memoria, empuñaban el cetro de los reinos unidos de Castilla, León y Aragón, en tanto que Muley Aben Hacén ocupaba el trono de Granada, después de suceder a su padre Ismael en 1465, quien fue coetáneo de Enrique IV, hermano e inmediato predecesor de la reina Isabel, y por tanto, rey de Castilla y de León. Muley Aben Hacén, de la ilustre prosapia de Mohamed Aben Alhamar, el primer rey moro de Granada, fue el más poderoso de su linaje. En efecto, su poder había ido aumentando como consecuencia de la caída de otros reinos moros conquistados por los cristianos, pues, muchas ciudades y plazas fuertes de dichos reinos, contiguas a Granada, rehusaron someterse al vasallaje de aquéllos y se acogieron a la protección de Muley Hacén. Sus posesiones aumentaron así en riquezas, extensión y número de habitantes, como no se conoció antes otro ejemplo, llegando a reunir catorce ciudades y noventa y siete poblaciones fortificadas, además de numerosos pueblos y villorrios sin murallas de protección, pero defendidos por formidables castillos.
El tributo de dinero y de cautivos fue pagado con toda regularidad por su padre Ismael y el mismo Muley Aben Hacén se ocupó de hacerlo personalmente una vez en Córdoba. Fue testigo, pues, de algunas burlas y escarnios de los arrogantes castellanos y tanta indignación produjeron en su orgulloso espíritu que consideraba como una degradación de su raza la humillante escena del pago, y le hacía hervir la sangre en sus venas.
Así, pues, cuando ascendió al trono se negó a seguir pagando el tributo, siendo suficiente mencionar este tema en su presencia para que sufriese un acceso de rabia. «Era un fiero y belicoso infiel —dice el católico Fray Antonio Agápida— señalado ya por su odio contra la santa fe cristiana en vida de su padre; y ahora manifestaba el mismo diabólico espíritu de hostilidad al negarse a pagar este justísimo tributo.»