GIRALUNA.
Había una vez un inmenso, inmensísimamente inmenso campo de girasoles. Era como una luminosa alfombra amarilla, tendida desde la orilla del camino hasta más allá del horizonte. Era un campo de girasoles orgullosos. Cada uno quería ser el primero y se empujaba para ser más alto que el otro. Ni siquiera se hablaban.
Sólo les importaba crecer y crecer, amarillear cada vez más radiantes y siempre girando para no perder de vista al Sol. El Sol no les llevaba el apunte, seguía su camino tan alto, tan solo.
Así durante el día. ¿Y durante la noche?
Cuando el Sol se ocultaba los girasoles no tenían nada que hacer. Mustios y aburridos, se doblaban sobre sus tallos, bostezaban, y se quedaban dormidos hasta el nuevo amanecer. Entonces, cuando el Sol aparecía, los girasoles empezaban a levantarse.
Entre tantos girasoles había uno que nació más tarde. Por más que se estiraba y se estiraba, no lograba asomar su cabecita paliducha por entre la de sus hermanos. Y ni siquiera podía imaginarse cómo era ese Sol tan admirado, tan elogiado, tan adorado. Solamente por la noche, cuando los demás se dormían, nuestro girasol pequeñín podía ver el cielo. Entonces, por supuesto, el Sol ya no estaba, su tibieza y su luz ya no estaban.
Sin embargo otra luz, envolvía las copas de lejanos eucaliptos. Esa luz provenía de un disco de plata que navegaba entre millones de estrellas.
Esa luz misteriosa decía: “No soy el Sol, soy la Luna. Tengo mil nombres más, todos sagrados. Soy la diosa blanca que ordena las mareas y distribuye las lluvias. Soy la que vigila el crecimiento de las plantas y de los animales.”
El pequeño girasol se dejaba mecer por esas misteriosas palabras lunaluneras, que le sonaban como una extraña canción. La flor giraba su corola-coronita de plata, la seguía y la escuchaba:
“No sólo el Sol, girasol, no sólo el Sol, te da lo que le pidas. También yo, Luna, tan generosa como ninguna, soy dueña de la vida. Si tus hermanos son para el Sol, girasol, vos sois para la Luna. Y nadie te dirá nunca más girasol, te dirán Giraluna.”
Ahora alguien lo conocía. Alguien le hablaba. Alguien se ocupaba de él. Alguien le había dado un lindo nombre: Giraluna.
Y así siempre. Porque en el Universo hay lugar para todos. Porque en el tiempo caben el día y la noche, las cuatro estaciones, el Sol, la Luna y todos los hombres del mundo. Porque los altos y los bajitos, los flacos y los gorditos, los lindísimos y los no tanto… todos tienen algo que hacer, algo en que pensar, alguien a quién querer para poder ser. Se llamen Girasoles o Giralunas.
Había una vez un inmenso, inmensísimamente inmenso campo de girasoles. Era como una luminosa alfombra amarilla, tendida desde la orilla del camino hasta más allá del horizonte. Era un campo de girasoles orgullosos. Cada uno quería ser el primero y se empujaba para ser más alto que el otro. Ni siquiera se hablaban.
Sólo les importaba crecer y crecer, amarillear cada vez más radiantes y siempre girando para no perder de vista al Sol. El Sol no les llevaba el apunte, seguía su camino tan alto, tan solo.
Así durante el día. ¿Y durante la noche?
Cuando el Sol se ocultaba los girasoles no tenían nada que hacer. Mustios y aburridos, se doblaban sobre sus tallos, bostezaban, y se quedaban dormidos hasta el nuevo amanecer. Entonces, cuando el Sol aparecía, los girasoles empezaban a levantarse.
Entre tantos girasoles había uno que nació más tarde. Por más que se estiraba y se estiraba, no lograba asomar su cabecita paliducha por entre la de sus hermanos. Y ni siquiera podía imaginarse cómo era ese Sol tan admirado, tan elogiado, tan adorado. Solamente por la noche, cuando los demás se dormían, nuestro girasol pequeñín podía ver el cielo. Entonces, por supuesto, el Sol ya no estaba, su tibieza y su luz ya no estaban.
Sin embargo otra luz, envolvía las copas de lejanos eucaliptos. Esa luz provenía de un disco de plata que navegaba entre millones de estrellas.
Esa luz misteriosa decía: “No soy el Sol, soy la Luna. Tengo mil nombres más, todos sagrados. Soy la diosa blanca que ordena las mareas y distribuye las lluvias. Soy la que vigila el crecimiento de las plantas y de los animales.”
El pequeño girasol se dejaba mecer por esas misteriosas palabras lunaluneras, que le sonaban como una extraña canción. La flor giraba su corola-coronita de plata, la seguía y la escuchaba:
“No sólo el Sol, girasol, no sólo el Sol, te da lo que le pidas. También yo, Luna, tan generosa como ninguna, soy dueña de la vida. Si tus hermanos son para el Sol, girasol, vos sois para la Luna. Y nadie te dirá nunca más girasol, te dirán Giraluna.”
Ahora alguien lo conocía. Alguien le hablaba. Alguien se ocupaba de él. Alguien le había dado un lindo nombre: Giraluna.
Y así siempre. Porque en el Universo hay lugar para todos. Porque en el tiempo caben el día y la noche, las cuatro estaciones, el Sol, la Luna y todos los hombres del mundo. Porque los altos y los bajitos, los flacos y los gorditos, los lindísimos y los no tanto… todos tienen algo que hacer, algo en que pensar, alguien a quién querer para poder ser. Se llamen Girasoles o Giralunas.