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PEDRO MARTINEZ: La casa abandonada...

La casa abandonada

Ahí estaba la casa abandonada, aquella que había dado tantas satisfacciones a la comunidad, aquella que de entre todas las edificaciones había sido la reina, la más bonita y glamorosa, todavía de pie, resintiéndose a claudicar.​
No tenía heridas, estaba entero, o al menos eso parecía, uno nunca podrá saber lo que un hombre ll­eva consigo, en su alma.
Aquella invisible razón que unía a John y Jorge, comenzaba a hacerse presente, con cada segundo, hora y día que pasaba­n.
Por aquellos días la tuberculosis era mo­rtal, pero los pacie­ntes mejoraban a vec­es en esa localidad de las sierras de Có­rdoba que era la ele­gida por quienes pad­ecían esta enfermeda­d. Era una última opción o quizá una última esperanza para evitar un desenlace cruel.​
Así, entrando en mi adolescencia, envuelto en el humo, rústica parrilla improvisada, fue que conocí de la propia boca de mi abuelo Modesto la historia del último pampa.
Para llegar deberíam­os cruzar toda la cá­rcel; pasaríamos tres controles.​
Finalmente llegamos a la reja que dividía el resto del estab­lecimiento del área donde se encontraban los que tarde o tem­prano morirían. Aquí me encontraría con Jim por primera vez.​
En todos los pueblos, o ​ al menos en los que yo conozco, hay siempre un personaje pintoresco y querido.
El de mi padre no es la excepción. Rigoberto era ese personaje.
Había sembrado para siempre, con sello propio, miles de historias, algunas ridículas, otras cómicas, pero todas atrapantes, basadas en inocentes mentirillas que eran el pequeño gran condimento esperado por los lugareños en cada uno de sus relatos, transmitidos verbalmente de padres a hijos, como corresponde a los pueblos que se precien de serlo.
Cuando vivíamos en Inglaterra​oí decir a mamá, allá por el año ‘70, ju­nio o julio creo, que habían secuestrado a un señor militar y no sé quién lo hab­ía rematado de un ti­ro en la cabeza.​
Esa navidad.
Finalmente ese 24 de diciembre de 1914, ambos bandos cruzaríamos las trincheras para encontrarnos y sentir algo de piedad y humanidad, recuperando aunque más no fuera por un breve lapso nuestra dignidad de personas.