La casa abandonada
Ahí estaba la casa abandonada, aquella que había dado tantas satisfacciones a la comunidad, aquella que de entre todas las edificaciones había sido la reina, la más bonita y glamorosa, todavía de pie, resintiéndose a claudicar.
No tenía heridas, estaba entero, o al menos eso parecía, uno nunca podrá saber lo que un hombre lleva consigo, en su alma.
Aquella invisible razón que unía a John y Jorge, comenzaba a hacerse presente, con cada segundo, hora y día que pasaban.
Por aquellos días la tuberculosis era mortal, pero los pacientes mejoraban a veces en esa localidad de las sierras de Córdoba que era la elegida por quienes padecían esta enfermedad. Era una última opción o quizá una última esperanza para evitar un desenlace cruel.
Así, entrando en mi adolescencia, envuelto en el humo, rústica parrilla improvisada, fue que conocí de la propia boca de mi abuelo Modesto la historia del último pampa.
Para llegar deberíamos cruzar toda la cárcel; pasaríamos tres controles.
Finalmente llegamos a la reja que dividía el resto del establecimiento del área donde se encontraban los que tarde o temprano morirían. Aquí me encontraría con Jim por primera vez.
En todos los pueblos, o al menos en los que yo conozco, hay siempre un personaje pintoresco y querido.
El de mi padre no es la excepción. Rigoberto era ese personaje.
Había sembrado para siempre, con sello propio, miles de historias, algunas ridículas, otras cómicas, pero todas atrapantes, basadas en inocentes mentirillas que eran el pequeño gran condimento esperado por los lugareños en cada uno de sus relatos, transmitidos verbalmente de padres a hijos, como corresponde a los pueblos que se precien de serlo.
Cuando vivíamos en Inglaterraoí decir a mamá, allá por el año ‘70, junio o julio creo, que habían secuestrado a un señor militar y no sé quién lo había rematado de un tiro en la cabeza.
Esa navidad.
Finalmente ese 24 de diciembre de 1914, ambos bandos cruzaríamos las trincheras para encontrarnos y sentir algo de piedad y humanidad, recuperando aunque más no fuera por un breve lapso nuestra dignidad de personas.
Ahí estaba la casa abandonada, aquella que había dado tantas satisfacciones a la comunidad, aquella que de entre todas las edificaciones había sido la reina, la más bonita y glamorosa, todavía de pie, resintiéndose a claudicar.
No tenía heridas, estaba entero, o al menos eso parecía, uno nunca podrá saber lo que un hombre lleva consigo, en su alma.
Aquella invisible razón que unía a John y Jorge, comenzaba a hacerse presente, con cada segundo, hora y día que pasaban.
Por aquellos días la tuberculosis era mortal, pero los pacientes mejoraban a veces en esa localidad de las sierras de Córdoba que era la elegida por quienes padecían esta enfermedad. Era una última opción o quizá una última esperanza para evitar un desenlace cruel.
Así, entrando en mi adolescencia, envuelto en el humo, rústica parrilla improvisada, fue que conocí de la propia boca de mi abuelo Modesto la historia del último pampa.
Para llegar deberíamos cruzar toda la cárcel; pasaríamos tres controles.
Finalmente llegamos a la reja que dividía el resto del establecimiento del área donde se encontraban los que tarde o temprano morirían. Aquí me encontraría con Jim por primera vez.
En todos los pueblos, o al menos en los que yo conozco, hay siempre un personaje pintoresco y querido.
El de mi padre no es la excepción. Rigoberto era ese personaje.
Había sembrado para siempre, con sello propio, miles de historias, algunas ridículas, otras cómicas, pero todas atrapantes, basadas en inocentes mentirillas que eran el pequeño gran condimento esperado por los lugareños en cada uno de sus relatos, transmitidos verbalmente de padres a hijos, como corresponde a los pueblos que se precien de serlo.
Cuando vivíamos en Inglaterraoí decir a mamá, allá por el año ‘70, junio o julio creo, que habían secuestrado a un señor militar y no sé quién lo había rematado de un tiro en la cabeza.
Esa navidad.
Finalmente ese 24 de diciembre de 1914, ambos bandos cruzaríamos las trincheras para encontrarnos y sentir algo de piedad y humanidad, recuperando aunque más no fuera por un breve lapso nuestra dignidad de personas.