LAS CRUCES
En un lejano lugar, un joven desesperado por sus problemas, cayó de rodillas ante su rey incapaz de seguir adelante y, suplicante, le imploró: «Mi soberano, sé que solo soy un humilde súbdito y no es tiempo de pedir nada, pero es que no me veo capaz de continuar. El peso de mi cruz, de mis problemas, es demasiado pesada». Entonces el rey le contestó: «Apreciado hombre de bien, si no puedes cargar con ella, entra en palacio, allí hallarás una habitación entera llena de cruces, puedes cambiarla por la que tu quieras».
El joven suspiró aliviado y entró en el cuarto dándole gracias al monarca por su compasión y generosidad. Una vez dentro, dejó su cruz y se puso a mirar todas las que había. Algunas eran tan grandes y altas, que resultaba imposible ver hasta dónde llegaban. Después de deambular por la habitación, vio una pequeña, apoyada en un rincón. «Majestad, quisiera llevarme esa de allá», susurró señalándola. Y el rey le respondió asombrado: « ¡Pero si esa es la cruz que acabas de dejar!». El chico se quedó de piedra y, de repente, comprendió una cosa: cuando los problemas de nuestra vida nos parecen abrumadores e insuperables, echar una mirada a nuestro alrededor y ver las cosas a las que se enfrentan los demás puede servirnos para darnos cuenta de que, a pesar de todo, somos muy afortunados.
En un lejano lugar, un joven desesperado por sus problemas, cayó de rodillas ante su rey incapaz de seguir adelante y, suplicante, le imploró: «Mi soberano, sé que solo soy un humilde súbdito y no es tiempo de pedir nada, pero es que no me veo capaz de continuar. El peso de mi cruz, de mis problemas, es demasiado pesada». Entonces el rey le contestó: «Apreciado hombre de bien, si no puedes cargar con ella, entra en palacio, allí hallarás una habitación entera llena de cruces, puedes cambiarla por la que tu quieras».
El joven suspiró aliviado y entró en el cuarto dándole gracias al monarca por su compasión y generosidad. Una vez dentro, dejó su cruz y se puso a mirar todas las que había. Algunas eran tan grandes y altas, que resultaba imposible ver hasta dónde llegaban. Después de deambular por la habitación, vio una pequeña, apoyada en un rincón. «Majestad, quisiera llevarme esa de allá», susurró señalándola. Y el rey le respondió asombrado: « ¡Pero si esa es la cruz que acabas de dejar!». El chico se quedó de piedra y, de repente, comprendió una cosa: cuando los problemas de nuestra vida nos parecen abrumadores e insuperables, echar una mirada a nuestro alrededor y ver las cosas a las que se enfrentan los demás puede servirnos para darnos cuenta de que, a pesar de todo, somos muy afortunados.