CEGADO POR LA CODICIA
En el antiguo reino de Qi hubo una vez un hombre que tenía una sed insaciable de oro. Desafortunadamente, era muy pobre y su trabajo no le permitía obtener grandes riquezas, apenas contaba con lo justo para sobrevivir. Aun así, vivía completamente fascinado por el oro. En el mercado de Qi había varios comerciantes que exhibían hermosas figuras de oro, sobre un precioso manto de terciopelo, en sus puestos de venta. Los hombres ricos de la ciudad iban allí y los cogían con sus manos para admirarlos, unas veces los compraban y otras no. Así que el hombre decidió idear un plan para apoderarse de una de esas figurillas que brillaban bajo el sol. Un buen día, se puso sus mejores galas y adornos y se fue al mercado. Allí, se puso a observar las piezas de oro fingiendo ser un comprador más. Y, cuando nadie lo miraba, tomó una de ellas y salió corriendo. Sin embargo, no había avanzado más de dos calles cuando fue atrapado. Los guardias le preguntaron cómo se le había ocurrido robar el oro así, a plena luz del día y con cientos de testigos. Y el hombre contestó que no había pensado en nada de eso, tan solo en el oro. Así como le ocurrió al hombre de esta fábula, evitamos caer en la ceguera que acompaña a la codicia, puesto que esta arruina la condición humana.
En el antiguo reino de Qi hubo una vez un hombre que tenía una sed insaciable de oro. Desafortunadamente, era muy pobre y su trabajo no le permitía obtener grandes riquezas, apenas contaba con lo justo para sobrevivir. Aun así, vivía completamente fascinado por el oro. En el mercado de Qi había varios comerciantes que exhibían hermosas figuras de oro, sobre un precioso manto de terciopelo, en sus puestos de venta. Los hombres ricos de la ciudad iban allí y los cogían con sus manos para admirarlos, unas veces los compraban y otras no. Así que el hombre decidió idear un plan para apoderarse de una de esas figurillas que brillaban bajo el sol. Un buen día, se puso sus mejores galas y adornos y se fue al mercado. Allí, se puso a observar las piezas de oro fingiendo ser un comprador más. Y, cuando nadie lo miraba, tomó una de ellas y salió corriendo. Sin embargo, no había avanzado más de dos calles cuando fue atrapado. Los guardias le preguntaron cómo se le había ocurrido robar el oro así, a plena luz del día y con cientos de testigos. Y el hombre contestó que no había pensado en nada de eso, tan solo en el oro. Así como le ocurrió al hombre de esta fábula, evitamos caer en la ceguera que acompaña a la codicia, puesto que esta arruina la condición humana.