ECHAR UNA MANO AL PRÓJIMO
El anciano, que por su aspecto se notaba enfermo, estaba sentado en una silla de ruedas, bajo el tremendo sol de aquel día, protegido por una gran sombrilla de color azul con figuras de cuadros. Usaba una camisa que se parecía mucho al modelo de su sombrilla. Tenía a su alcance una botella plástica de una bebida gaseosa llena de agua, que, a juzgar por el clima del día, no debía estar fresca. Había colocado en el piso caliente un viejo y grande sombrero negro, en el que los transeúntes y clientes que salían del negocio frente al que se había emplazado le arrojaban una que otra moneda, ya sea por lástima o movidos por sus generosos corazones.
El impacto de la escena también me motivó a ser solidario y decidí hacer mi aporte poniendo algo de dinero dentro del viejo sombrero, que se me asemejó un cuervo que se hubiera estrellado contra el piso y hubiera muerto con las alas desplegadas y de cuyo buche hubieran brotado una gran cantidad de monedas y billetes. Porque la recolecta de “frutos” del cuervo había sido generosa ese día.
Una vez hice el aporte me retiré despacio y me detuve un momento más para volver a contemplar la imagen del hombre tostándose bajo el sol de esa mañana, y aproveché para tomar un par de fotografías. Estaba en mis cavilaciones cuando de repente veo llegar a un hombre joven de aspecto descuidado y sucio que se paró frente al anciano, lanzó una larga mirada profunda a la figura bajo la sombrilla y luego detuvo su vista en el sombrero. El hombre cuyos zapatos, pantalones y camisa de manga larga se veían manchados por el barro, pareció dubitativo frente a la figura encogida en la silla de ruedas. Una sospecha pasó por mi mente. Pensé que tomaría el “cuervo muerto” y se marcharía con el a cuestas. ¡No puede ser! -me dije- ¡Lo va a robar!, pero para mi sorpresa. El hombre metió su mano izquierda en el bolsillo de su pantalón, sacó un billete, lo echó dentro del sombrero y siguió su camino. Y cuando él dio la vuelta, fue entonces que me percaté que le faltaba su mano derecha. El hombre acababa de darle un certero puñetazo al prejuicio de juzgar sólo por las apariencias y de paso daba una lección de cómo echar una mano al prójimo. Una prueba de que hay esperanza en la humanidad.
El anciano, que por su aspecto se notaba enfermo, estaba sentado en una silla de ruedas, bajo el tremendo sol de aquel día, protegido por una gran sombrilla de color azul con figuras de cuadros. Usaba una camisa que se parecía mucho al modelo de su sombrilla. Tenía a su alcance una botella plástica de una bebida gaseosa llena de agua, que, a juzgar por el clima del día, no debía estar fresca. Había colocado en el piso caliente un viejo y grande sombrero negro, en el que los transeúntes y clientes que salían del negocio frente al que se había emplazado le arrojaban una que otra moneda, ya sea por lástima o movidos por sus generosos corazones.
El impacto de la escena también me motivó a ser solidario y decidí hacer mi aporte poniendo algo de dinero dentro del viejo sombrero, que se me asemejó un cuervo que se hubiera estrellado contra el piso y hubiera muerto con las alas desplegadas y de cuyo buche hubieran brotado una gran cantidad de monedas y billetes. Porque la recolecta de “frutos” del cuervo había sido generosa ese día.
Una vez hice el aporte me retiré despacio y me detuve un momento más para volver a contemplar la imagen del hombre tostándose bajo el sol de esa mañana, y aproveché para tomar un par de fotografías. Estaba en mis cavilaciones cuando de repente veo llegar a un hombre joven de aspecto descuidado y sucio que se paró frente al anciano, lanzó una larga mirada profunda a la figura bajo la sombrilla y luego detuvo su vista en el sombrero. El hombre cuyos zapatos, pantalones y camisa de manga larga se veían manchados por el barro, pareció dubitativo frente a la figura encogida en la silla de ruedas. Una sospecha pasó por mi mente. Pensé que tomaría el “cuervo muerto” y se marcharía con el a cuestas. ¡No puede ser! -me dije- ¡Lo va a robar!, pero para mi sorpresa. El hombre metió su mano izquierda en el bolsillo de su pantalón, sacó un billete, lo echó dentro del sombrero y siguió su camino. Y cuando él dio la vuelta, fue entonces que me percaté que le faltaba su mano derecha. El hombre acababa de darle un certero puñetazo al prejuicio de juzgar sólo por las apariencias y de paso daba una lección de cómo echar una mano al prójimo. Una prueba de que hay esperanza en la humanidad.