EL CUADERNO
Cierto día el abuelo se levantó extraño. Esos abrazos y besos repentinos más amorosos, más intensos y más sutiles dados a la abuela, cada mañana antes de marcharse a la finca, habían despertado en cada miembro de la casa un cierto grado de extrañeza; y es que el abuelo era cariñoso, pero ahora, lo era en exceso. Se había convertido en un poeta, un romántico sacado de una obra de Shakespeare.
La abuela lo notó, obviamente, mucho más cuando en las tardes lo encontraba escribiendo tantas cosas, por muy mínimas que parecían, en un cuaderno que después guardaba con recelo y con llave en su baúl de sus cosas más importantes.
Ella llegó a sentirse incómoda, hasta llegó a pensar que al anciano le fallaban las neuronas. Y otras veces se imaginó al abuelo traicionándola con alguna jovencita pobre, de esas que venden sus besos a ancianos por unas cuantas monedas. Pues, pensaba que él escribía poemas a alguna otra musa, ya que esa costumbre de dedicarle poemas, solo fue en los días de juventud; y ahora, ¿a quién le escribía?, se preguntaba al ver que ella no recibía ni un tan solo papel.
Ella le preguntaba, y él simplemente sonreía y callaba.
Un mes después, el abuelo no regresó de la finca. Su familia lo buscó incansablemente por toda la noche sin ningún éxito.
A la mañana siguiente, los llamaron del hospital. El doctor reunió a la abuela y al abuelo para informarles del estado ya avanzado de la enfermedad del viejo.
Le dije en la última cita que tuve con él que les informara del Alzheimer que estaba ya desarrollado. Que era peligroso.
No nos dijo nada —dijo ella—. Ahora entiendo su cambio repentino.
El anciano estaba ahí, con la mirada en el suelo, escuchando al doctor y a su anciana esposa. Sacó una llave del pantalón y se la entregó a ella.
Antes de que se me olvide —le dijo—. La llave de mis cosas muy importantes. En el baúl encontrarás mi cuaderno en el que estuve escribiendo todos estos días. Escribí todos nuestros momentos grandiosos, para que cuando ya no recuerde ni mi nombre, me los leas para volver a vivir lo que en cualquier momento se me olvidará. También te escribí poemas, los abrazos y los besos que te di. Estoy seguro que aunque yo te olvide, vos no me olvidarás.
La longeva lloró silenciosa y sonrió.
Somos un puñado de recuerdos —continuó él—, pero yo soy más que eso. Soy todo para vos, y gracias por eso. Estoy feliz de haber vivido mi vida con vos. No creo que hubiese sido mejor...
Se marcharon a casa y la anciana sacó el cuaderno y leyó la primera hoja.
Lo primero que decía era:
Este es el cuaderno de mis historias, ya olvidadas. Aunque olvide mi nombre, no olvidaré el tuyo... Por favor, no olvides eso...
Cierto día el abuelo se levantó extraño. Esos abrazos y besos repentinos más amorosos, más intensos y más sutiles dados a la abuela, cada mañana antes de marcharse a la finca, habían despertado en cada miembro de la casa un cierto grado de extrañeza; y es que el abuelo era cariñoso, pero ahora, lo era en exceso. Se había convertido en un poeta, un romántico sacado de una obra de Shakespeare.
La abuela lo notó, obviamente, mucho más cuando en las tardes lo encontraba escribiendo tantas cosas, por muy mínimas que parecían, en un cuaderno que después guardaba con recelo y con llave en su baúl de sus cosas más importantes.
Ella llegó a sentirse incómoda, hasta llegó a pensar que al anciano le fallaban las neuronas. Y otras veces se imaginó al abuelo traicionándola con alguna jovencita pobre, de esas que venden sus besos a ancianos por unas cuantas monedas. Pues, pensaba que él escribía poemas a alguna otra musa, ya que esa costumbre de dedicarle poemas, solo fue en los días de juventud; y ahora, ¿a quién le escribía?, se preguntaba al ver que ella no recibía ni un tan solo papel.
Ella le preguntaba, y él simplemente sonreía y callaba.
Un mes después, el abuelo no regresó de la finca. Su familia lo buscó incansablemente por toda la noche sin ningún éxito.
A la mañana siguiente, los llamaron del hospital. El doctor reunió a la abuela y al abuelo para informarles del estado ya avanzado de la enfermedad del viejo.
Le dije en la última cita que tuve con él que les informara del Alzheimer que estaba ya desarrollado. Que era peligroso.
No nos dijo nada —dijo ella—. Ahora entiendo su cambio repentino.
El anciano estaba ahí, con la mirada en el suelo, escuchando al doctor y a su anciana esposa. Sacó una llave del pantalón y se la entregó a ella.
Antes de que se me olvide —le dijo—. La llave de mis cosas muy importantes. En el baúl encontrarás mi cuaderno en el que estuve escribiendo todos estos días. Escribí todos nuestros momentos grandiosos, para que cuando ya no recuerde ni mi nombre, me los leas para volver a vivir lo que en cualquier momento se me olvidará. También te escribí poemas, los abrazos y los besos que te di. Estoy seguro que aunque yo te olvide, vos no me olvidarás.
La longeva lloró silenciosa y sonrió.
Somos un puñado de recuerdos —continuó él—, pero yo soy más que eso. Soy todo para vos, y gracias por eso. Estoy feliz de haber vivido mi vida con vos. No creo que hubiese sido mejor...
Se marcharon a casa y la anciana sacó el cuaderno y leyó la primera hoja.
Lo primero que decía era:
Este es el cuaderno de mis historias, ya olvidadas. Aunque olvide mi nombre, no olvidaré el tuyo... Por favor, no olvides eso...