PEDRO MARTINEZ: El eco de la soledad, triste historia...

El eco de la soledad, triste historia

En un pueblo olvidado por el tiempo, vivía una anciana llamada Doña Clara. Su rostro, surcado por arrugas, contaba historias de una vida de sacrificios y amores perdidos. Sus ojos, opacos y cansados, aún guardaban el brillo tenue de la esperanza. Sus pasos eran lentos, su cuerpo frágil, pero su corazón seguía latiendo con la fuerza de quien ha sobrevivido demasiado.
Doña Clara había sido madre de tres hijos, quienes, como el viento, habían volado lejos en busca de un futuro mejor. Al principio, escribían cartas llenas de promesas de visitas, de abrazos que llegarían con el siguiente tren. Pero los años pasaron, las cartas se hicieron menos frecuentes y, eventualmente, cesaron por completo.
Un invierno particularmente cruel, Doña Clara decidió emprender su último viaje. Tomó su abrigo desgastado, que aún olía a recuerdos lejanos, y con la ayuda de su bastón salió al frío para buscar a su familia. Se dirigió primero a la ciudad donde vivía su hijo mayor, Antonio, quien había prometido regresar pronto, pero nunca lo hizo.
Antonio, cuando vio a su madre en la puerta, sucia de polvo y con las manos temblorosas, sintió un escalofrío en la espalda. Su esposa e hijos la miraron con ojos de extraños. Él, avergonzado por su aspecto, intentó calmarla con palabras frías y cortantes. "Madre, no puedes quedarte aquí, ya no hay lugar para ti". La anciana no respondió; solo sus ojos se humedecieron mientras Antonio cerraba la puerta lentamente, dejándola en la helada noche.
Doña Clara, aún con esperanza, continuó su búsqueda. Llegó a la casa de su hija, Isabel, la más cariñosa de sus hijos. Tocó la puerta con manos temblorosas, esperando el calor de un abrazo. Isabel abrió la puerta con una sonrisa forzada, pero pronto su expresión se tornó en disgusto. "Mamá, no esperaba verte aquí... no es buen momento". La dejó fuera, en el umbral, mientras la anciana veía cómo la luz del hogar se apagaba lentamente.
Desolada, Doña Clara caminó hasta la última casa, la de su hijo menor, Eduardo, el niño de sus ojos. Cuando él abrió la puerta y la vio, no pudo contener su irritación. " ¿Qué haces aquí, vieja? No te quiero cerca de mi vida". Le gritó con furia, cerrándole la puerta en la cara.
Esa noche, Doña Clara se sentó en una banca del parque, sus manos heladas aferrándose a su viejo abrigo. Las lágrimas cayeron silenciosas, mezclándose con la lluvia que comenzaba a caer. Sus labios murmuraban nombres, recuerdos de risas y juegos, de canciones de cuna que se perdían en el viento. Su cuerpo, debilitado por los años y el dolor, no resistió más. Cerró los ojos por última vez, sintiendo cómo la soledad se apoderaba de su último aliento.
A la mañana siguiente, los transeúntes encontraron su cuerpo inerte, sus manos aún aferradas a su abrigo, su rostro sereno, pero marcado por la tristeza. La noticia llegó a sus hijos como un rayo de culpa. Antonio, Isabel y Eduardo, cada uno en su rincón del mundo, sintieron un peso en el pecho que los ahogaba. Recordaron sus palabras, sus rechazos, y el eco de sus desprecios retumbó en sus mentes como una maldición inquebrantable.
Se reunieron en el velorio, con los ojos llenos de lágrimas, pero el daño ya estaba hecho. Miraron el rostro de su madre, inmóvil, y supieron que su arrepentimiento llegaba demasiado tarde. Doña Clara había partido, llevándose consigo los recuerdos de una vida que ellos, en su egoísmo, nunca supieron apreciar.
Y así, mientras el ataúd de madera se deslizaba lentamente en la tumba fría, solo quedó el eco de su nombre, susurrado por el viento, en un suspiro de dolor eterno que sus hijos llevarían consigo hasta el final de sus días.