VANIDAD
Había una vez un hombre excepcionalmente vanidoso, tan presumido y arrogante era, que aun en las cosas más simples quería llamar la atención de todos. Una mañana se encontró casualmente con un joven que paseaba por el campo y se puso a hablar con él. Al poco tiempo de estar conversando, el hombre le dijo dispuesto a satisfacer su ego: « ¿Sabes, joven? Tengo un tambor tan enorme que su sonido se puede escuchar a más de mil kilómetros.
El joven paseante, sin apenas inmutarse, lo miró desafiante y repuso sonriente: «Pues, amigo, sepa que yo tengo una vaca de tamaño tan descomunal que cuando anda y apoya las patas delanteras, después tarda un día entero en poder apoyar las patas traseras, de nuevo, en el suelo.
El hombre vanidoso lo miró incrédulo y exclamó a modo de protesta: « ¡Pero qué dices? ¡No puede haber vacas tan grandes!». A lo que el muchacho, lejos de retractarse, le replicó: « ¡Ah!, ¿no? Entonces, dime, ¿de dónde crees que sacan la piel para hacer tu tambor?». El hombre, perplejo con la respuesta del joven, no supo reaccionar y se marchó cabizbajo y avergonzado.
Esta historia es un buen reflejo de cómo la vanidad lleva, en sí misma, a menudo, su propio castigo.
Había una vez un hombre excepcionalmente vanidoso, tan presumido y arrogante era, que aun en las cosas más simples quería llamar la atención de todos. Una mañana se encontró casualmente con un joven que paseaba por el campo y se puso a hablar con él. Al poco tiempo de estar conversando, el hombre le dijo dispuesto a satisfacer su ego: « ¿Sabes, joven? Tengo un tambor tan enorme que su sonido se puede escuchar a más de mil kilómetros.
El joven paseante, sin apenas inmutarse, lo miró desafiante y repuso sonriente: «Pues, amigo, sepa que yo tengo una vaca de tamaño tan descomunal que cuando anda y apoya las patas delanteras, después tarda un día entero en poder apoyar las patas traseras, de nuevo, en el suelo.
El hombre vanidoso lo miró incrédulo y exclamó a modo de protesta: « ¡Pero qué dices? ¡No puede haber vacas tan grandes!». A lo que el muchacho, lejos de retractarse, le replicó: « ¡Ah!, ¿no? Entonces, dime, ¿de dónde crees que sacan la piel para hacer tu tambor?». El hombre, perplejo con la respuesta del joven, no supo reaccionar y se marchó cabizbajo y avergonzado.
Esta historia es un buen reflejo de cómo la vanidad lleva, en sí misma, a menudo, su propio castigo.