EL JOVEN Y EL HUERTECILLO
En las tierras que rodean a la ciudad de Granada, en otros tiempos y aun hoy en día, hubo grandes trozos de cultivo. En las tierras llanas de la Vega del río Genil, siempre hubo más huertas que en ningún otro sitio. Y en las partes altas, en los valles y laderas que caen desde las montañas, también y desde hace mucho tiempo, se han cultivado productos. Por las orill
as del río Genil y del Darro y a un lado y otro de la Alhambra. Y en muchos de estos sitios, para poder sembrar las tierras y regarlas, tuvieron que tallar terrazas. Como anchos escalones en las laderas, como es el caso de las huertas que aun hoy se pueden ver en el Generalife. También estas terrazas estuvieron presentes por donde ahora se extiende el barrio del Realejo y algunos sitios del barrio del Albaicín.
Pero en la Alhambra, por donde en estos días se alzan los palacios Nazaríes y por los sitios en que en otros tiempos estuvo la Medina, también hubo tierras dedicadas al cultivo. En este caso no en forma de terrazas porque esta parte alta de la colina, es llana pero sí perfectamente acondicionadas para cultivar toda clase de frutos y hortalizas. Y fue en uno de estos huertos, justo por donde hoy se extiende algunos de los jardines del Partal, donde el joven tenía su trabajo. Como hortelano porque era lo que más le gustaba en este mundo. Por eso cuando en los días de sol, tanto en verano como en primavera, se sentaba a la sombra de un gran árbol cerca de la acequia, les decía a sus amigos:
- Yo no comprendo como algunas personas son tan enemigos de las cosas del campo.
- ¿A qué cosas y personas te refieres?
- Podría darte nombres pero no lo hago. Y lo que no entiendo de estas personas, es su indiferencia hacia las plantas de este huerto, a las florecillas y pajarillos que por aquí siempre hay, al aire fresco y a las acequias de las aguas claras.
Los amigos callaban, lo miraban como queriendo encontrar en el joven algo especial y luego meditaban lo que una vez y otra, oían. Entre sí comentaban:
- Es buena persona y compañero, aun mejor pero ¿a que tiene algo raro?
- Desde luego que sí. Algo raro tiene que nosotros no sabemos qué es. Aunque se lo podemos perdonar por su buen corazón y comportamiento para con todos.
- Sin embargo, yo estoy presintiendo que algún día, vamos a tener problemas.
- ¿Y eso por qué?
- ¿Es que no os habéis dado cuenta de una cosa?
- ¿De qué cosa?
- Que a él no le gusta que las personas se peleen unas con otras por asuntos materiales ni tampoco le gusta que engañemos y menos que nos robemos entre sí.
- ¿Y esto por qué lo sabes tú?
- Porque en muchas ocasiones, hablando con él, me ha dicho: “Y algo que tampoco entiendo de ningunas manera es que la construcción de estos palacios, haya sido a base de robar a los más pobres y con el sudor y sangre de esclavos”.
- Sí que es lamentable esto pero ¿qué quieres que hagamos nosotros?
- Claro que quizá no podamos hacer nada pero lo que os quiero dar a entender es que algún día puede que tengamos problemas por esta forma suya de pensar y ser.
Los compañeros guardaban silencio y, de la mejor manera que podían, seguían siendo amigos del joven y lo respetaban. Hasta que un día, muy enfadado y harto él de tanto vivir y ver comportamientos que nada le gustaban, se reunió con los amigos y les dijo:
- Ayer, antes de ayer y la semana pasada, otra vez me han robado hortalizas y frutas de mi huerto.
- ¿Qué es lo que te han robado?
- No una cosa solo sino un poco de todo lo que en este terreno tengo sembrado.
- ¿Y no sabes quién es?
- Claro que lo sé porque lo he visto muchas veces.
- Pues entonces ¿por qué no lo esperas y, en cuanto lo cojas con las manos en la masa, se lo dices o lo denuncias?
- Podría hacerlo y es lo que muchas veces ya he pensado pero no haré ni una cosa ni la otra.
- ¿Y por qué no?
- Porque no quiero enfrentarme con nadie y porque no deseo tener enemigos.
- ¿Entonces qué piensas hacer?
- Ya lo tengo pensado pero no quiero compartirlo con vosotros en este momento.
Y en aquel momento nada más hablaron. Al día siguiente, a primera hora, los compañeros no lo vieron y por eso entre sí se preguntaron:
- ¿Sabéis si le ha pasado algo?
- Lo único que sabemos es que, al parecer, se ha marchado.
- ¿Pero a dónde y por qué?
- Algo que tampoco sabemos. Pero esta mañana mismo, algunos lo han visto subir por las sendas que van río Darro arriba. Solo llevaba su zurrón de cuero y el perrillo amigo que siempre le da compañía.
Y las cosas habían sido tal como las comentaban los compañeros del huertecillo en la Alhambra. A primera hora, el joven salió de su casa, con solo su zurrón de cuero, un pequeño palo en la mano y su perrillo amigo. Subió despacio por las sendas del río Darro y al poco, se perdió por los bosques y partes altas del valle. Por donde las montañas al levante, entre Sierra Nevada y la Alhambra. En silencio, metido en sí y meditando, caminó sin parar hasta después del mediodía. Hasta que llegó al lugar que él conocía desde hacía tiempo, cuando en sus tardes de paseos por los campos, buscaba silencios, olores a plantas de montañas y atardeceres mágicos.
Por eso fue una de aquellas tardes cuando descubrió el rinconcillo que ahora iba buscando. Muy en las partes altas del río Darro, donde las montañas se hacen grandes y los arroyos son pequeños, todos con hermosos hilos de aguas limpias y frescas. Y al verlo y descubrirlo luego despacio, le gustó tanto este sitio, que mil veces volvió por aquí para llenarse de los misterios y armonía que en el lugar siempre palpitaba. Un simple arroyuelo que manaba en la parta alta, una recogida llanura y, a solo unos metros, se despeñaba por un acantilado rocoso, formando como una cascada de juguete. A la derecha de esta cascada, la loma ofrecía un pequeño llano donde crecían unos castaños, varias encinas, matas de espliego y romero y a la izquierda de la cascada, en la pura roca, se abría una gran cueva. Amplia como una ventana hermosa, abierta al sol de la tarde, a todo el amplio valle del río Darro, por donde muy al fondo y ya casi entre las brumas, se alzaba la Alhambra sobre su colina y el barrio del Albaicín.
Recorrió el último tramo de la senda, remontando por la ladera casi pegado a la cascada y se encajó en la cueva que venía buscando. Aquí se paró, soltó su zurrón de cuero, acarició a su perrillo y le dijo: “Desde ahora mismo, este va a ser para toda nuestra vida, el paraíso donde vamos a vivir. Tú me darás compañía y yo cuidaré de ti mientras nos vamos haciendo amigos de estos montes, la honda soledad que regala esta tierra y la luz que por aquí siempre se recrea. Y si vienen a buscarnos o aparece alguien para preguntarnos o quedarse con nosotros, los trataremos con respeto pero en todo momento haciéndoles ver que no queremos ser amigos de los humanos. He visto en ellos, en unos y otros, tanto afán de riqueza, tanto deseo de apoderarse de lo que no es suyo y tanto desprecio, al mismo tiempo, que ya no creo en ninguno. Solo en la armonía de mi corazón, con el abrazo que siempre me regala el cielo y la fuerza y pureza de estos arroyuelos de aguas claras y la plenitud que el sol y la lluvia por aquí regalan. Así que ya lo sabes: tenemos un nuevo hogar y todo el mundo libre para nosotros”.
Y aquella misma tarde, buscó leña, acondicionó la cueva, recogió madroños, bellotas, almendras y nueces y, al llegar la noche, se acurrucó en el silencio y oscuridad de su nuevo hogar y mundo. Al día siguiente, en cuanto salió el sol, se fue a la ladera de enfrente, al otro lado de la cascada y se puso a trabajar en la tierra. Rozó el monte, quitó las piedras que se esturreaban por la llanura, cavó la tierra, trazó una pequeña acequia desde el arroyuelo hasta el rodal que acondicionaba y al caer la noche, descansó. Siguió con el proyecto al día siguiente y al otro hasta que logró lo que en su mente había imaginado: un trozo de tierra bonito y grande, muy bien preparado y labrado donde sembrar toda clase de plantas, con las semillas que había traído en su zurrón.
Corrió el otoño, no hizo mucho frío, sembró algunas plantas y preparó otras y, aunque en los días de invierno sí nevó alguna vez, en cuanto llegó la primavera, recogió la primera cosecha y sembró otras hortalizas de primavera y verano. Y cada día él regaba y cuidaba su pequeño huertecillo, satisfecho en su soledad y alma con los resultados que estaba obteniendo y la belleza que le rodeaba, hasta que una mañana, descubrió que alguien le había robado cosas del huerto. No le dio mucha importancia pero al día siguiente vio que le habían quitado más cosas. Y ahora ya sí se preocupó aunque seguía pensando que sería algo ocasional. Pero no fue así porque al día siguiente, de nuevo vio que seguían faltándole cosas en su huerto. Tantas que ya ni siquiera podía recoger nada para él.
Hasta que una mañana, madrugó mucho y se fue a su huerto. Se agazapó por el lado de abajo esperando ver al intruso y al poco lo descubrió. Subía como escondido por entre el monte, se acercó al huerto, entró dentro y se puso a coger de todo lo que quedaba. Se levantó el joven, salió de su escondite, se acercó al huerto y cuando estuvo a solo unos metros, habló y dijo:
- ¿Qué, cogiendo lo que no es tuyo?
De piedra se quedó el que robaba, miró al joven y como excusándose, dijo:
- Es que lo necesito para comer.
- Yo a ti te conozco. Eres el mismo que también me robabas en el huertecillo que tenía allá en la Alhambra.
Y al oír esto, el hombre no supo que responder. Pero el joven, con la seguridad que da sentirse moralmente limpio y bueno, habló y dijo:
En las tierras que rodean a la ciudad de Granada, en otros tiempos y aun hoy en día, hubo grandes trozos de cultivo. En las tierras llanas de la Vega del río Genil, siempre hubo más huertas que en ningún otro sitio. Y en las partes altas, en los valles y laderas que caen desde las montañas, también y desde hace mucho tiempo, se han cultivado productos. Por las orill
as del río Genil y del Darro y a un lado y otro de la Alhambra. Y en muchos de estos sitios, para poder sembrar las tierras y regarlas, tuvieron que tallar terrazas. Como anchos escalones en las laderas, como es el caso de las huertas que aun hoy se pueden ver en el Generalife. También estas terrazas estuvieron presentes por donde ahora se extiende el barrio del Realejo y algunos sitios del barrio del Albaicín.
Pero en la Alhambra, por donde en estos días se alzan los palacios Nazaríes y por los sitios en que en otros tiempos estuvo la Medina, también hubo tierras dedicadas al cultivo. En este caso no en forma de terrazas porque esta parte alta de la colina, es llana pero sí perfectamente acondicionadas para cultivar toda clase de frutos y hortalizas. Y fue en uno de estos huertos, justo por donde hoy se extiende algunos de los jardines del Partal, donde el joven tenía su trabajo. Como hortelano porque era lo que más le gustaba en este mundo. Por eso cuando en los días de sol, tanto en verano como en primavera, se sentaba a la sombra de un gran árbol cerca de la acequia, les decía a sus amigos:
- Yo no comprendo como algunas personas son tan enemigos de las cosas del campo.
- ¿A qué cosas y personas te refieres?
- Podría darte nombres pero no lo hago. Y lo que no entiendo de estas personas, es su indiferencia hacia las plantas de este huerto, a las florecillas y pajarillos que por aquí siempre hay, al aire fresco y a las acequias de las aguas claras.
Los amigos callaban, lo miraban como queriendo encontrar en el joven algo especial y luego meditaban lo que una vez y otra, oían. Entre sí comentaban:
- Es buena persona y compañero, aun mejor pero ¿a que tiene algo raro?
- Desde luego que sí. Algo raro tiene que nosotros no sabemos qué es. Aunque se lo podemos perdonar por su buen corazón y comportamiento para con todos.
- Sin embargo, yo estoy presintiendo que algún día, vamos a tener problemas.
- ¿Y eso por qué?
- ¿Es que no os habéis dado cuenta de una cosa?
- ¿De qué cosa?
- Que a él no le gusta que las personas se peleen unas con otras por asuntos materiales ni tampoco le gusta que engañemos y menos que nos robemos entre sí.
- ¿Y esto por qué lo sabes tú?
- Porque en muchas ocasiones, hablando con él, me ha dicho: “Y algo que tampoco entiendo de ningunas manera es que la construcción de estos palacios, haya sido a base de robar a los más pobres y con el sudor y sangre de esclavos”.
- Sí que es lamentable esto pero ¿qué quieres que hagamos nosotros?
- Claro que quizá no podamos hacer nada pero lo que os quiero dar a entender es que algún día puede que tengamos problemas por esta forma suya de pensar y ser.
Los compañeros guardaban silencio y, de la mejor manera que podían, seguían siendo amigos del joven y lo respetaban. Hasta que un día, muy enfadado y harto él de tanto vivir y ver comportamientos que nada le gustaban, se reunió con los amigos y les dijo:
- Ayer, antes de ayer y la semana pasada, otra vez me han robado hortalizas y frutas de mi huerto.
- ¿Qué es lo que te han robado?
- No una cosa solo sino un poco de todo lo que en este terreno tengo sembrado.
- ¿Y no sabes quién es?
- Claro que lo sé porque lo he visto muchas veces.
- Pues entonces ¿por qué no lo esperas y, en cuanto lo cojas con las manos en la masa, se lo dices o lo denuncias?
- Podría hacerlo y es lo que muchas veces ya he pensado pero no haré ni una cosa ni la otra.
- ¿Y por qué no?
- Porque no quiero enfrentarme con nadie y porque no deseo tener enemigos.
- ¿Entonces qué piensas hacer?
- Ya lo tengo pensado pero no quiero compartirlo con vosotros en este momento.
Y en aquel momento nada más hablaron. Al día siguiente, a primera hora, los compañeros no lo vieron y por eso entre sí se preguntaron:
- ¿Sabéis si le ha pasado algo?
- Lo único que sabemos es que, al parecer, se ha marchado.
- ¿Pero a dónde y por qué?
- Algo que tampoco sabemos. Pero esta mañana mismo, algunos lo han visto subir por las sendas que van río Darro arriba. Solo llevaba su zurrón de cuero y el perrillo amigo que siempre le da compañía.
Y las cosas habían sido tal como las comentaban los compañeros del huertecillo en la Alhambra. A primera hora, el joven salió de su casa, con solo su zurrón de cuero, un pequeño palo en la mano y su perrillo amigo. Subió despacio por las sendas del río Darro y al poco, se perdió por los bosques y partes altas del valle. Por donde las montañas al levante, entre Sierra Nevada y la Alhambra. En silencio, metido en sí y meditando, caminó sin parar hasta después del mediodía. Hasta que llegó al lugar que él conocía desde hacía tiempo, cuando en sus tardes de paseos por los campos, buscaba silencios, olores a plantas de montañas y atardeceres mágicos.
Por eso fue una de aquellas tardes cuando descubrió el rinconcillo que ahora iba buscando. Muy en las partes altas del río Darro, donde las montañas se hacen grandes y los arroyos son pequeños, todos con hermosos hilos de aguas limpias y frescas. Y al verlo y descubrirlo luego despacio, le gustó tanto este sitio, que mil veces volvió por aquí para llenarse de los misterios y armonía que en el lugar siempre palpitaba. Un simple arroyuelo que manaba en la parta alta, una recogida llanura y, a solo unos metros, se despeñaba por un acantilado rocoso, formando como una cascada de juguete. A la derecha de esta cascada, la loma ofrecía un pequeño llano donde crecían unos castaños, varias encinas, matas de espliego y romero y a la izquierda de la cascada, en la pura roca, se abría una gran cueva. Amplia como una ventana hermosa, abierta al sol de la tarde, a todo el amplio valle del río Darro, por donde muy al fondo y ya casi entre las brumas, se alzaba la Alhambra sobre su colina y el barrio del Albaicín.
Recorrió el último tramo de la senda, remontando por la ladera casi pegado a la cascada y se encajó en la cueva que venía buscando. Aquí se paró, soltó su zurrón de cuero, acarició a su perrillo y le dijo: “Desde ahora mismo, este va a ser para toda nuestra vida, el paraíso donde vamos a vivir. Tú me darás compañía y yo cuidaré de ti mientras nos vamos haciendo amigos de estos montes, la honda soledad que regala esta tierra y la luz que por aquí siempre se recrea. Y si vienen a buscarnos o aparece alguien para preguntarnos o quedarse con nosotros, los trataremos con respeto pero en todo momento haciéndoles ver que no queremos ser amigos de los humanos. He visto en ellos, en unos y otros, tanto afán de riqueza, tanto deseo de apoderarse de lo que no es suyo y tanto desprecio, al mismo tiempo, que ya no creo en ninguno. Solo en la armonía de mi corazón, con el abrazo que siempre me regala el cielo y la fuerza y pureza de estos arroyuelos de aguas claras y la plenitud que el sol y la lluvia por aquí regalan. Así que ya lo sabes: tenemos un nuevo hogar y todo el mundo libre para nosotros”.
Y aquella misma tarde, buscó leña, acondicionó la cueva, recogió madroños, bellotas, almendras y nueces y, al llegar la noche, se acurrucó en el silencio y oscuridad de su nuevo hogar y mundo. Al día siguiente, en cuanto salió el sol, se fue a la ladera de enfrente, al otro lado de la cascada y se puso a trabajar en la tierra. Rozó el monte, quitó las piedras que se esturreaban por la llanura, cavó la tierra, trazó una pequeña acequia desde el arroyuelo hasta el rodal que acondicionaba y al caer la noche, descansó. Siguió con el proyecto al día siguiente y al otro hasta que logró lo que en su mente había imaginado: un trozo de tierra bonito y grande, muy bien preparado y labrado donde sembrar toda clase de plantas, con las semillas que había traído en su zurrón.
Corrió el otoño, no hizo mucho frío, sembró algunas plantas y preparó otras y, aunque en los días de invierno sí nevó alguna vez, en cuanto llegó la primavera, recogió la primera cosecha y sembró otras hortalizas de primavera y verano. Y cada día él regaba y cuidaba su pequeño huertecillo, satisfecho en su soledad y alma con los resultados que estaba obteniendo y la belleza que le rodeaba, hasta que una mañana, descubrió que alguien le había robado cosas del huerto. No le dio mucha importancia pero al día siguiente vio que le habían quitado más cosas. Y ahora ya sí se preocupó aunque seguía pensando que sería algo ocasional. Pero no fue así porque al día siguiente, de nuevo vio que seguían faltándole cosas en su huerto. Tantas que ya ni siquiera podía recoger nada para él.
Hasta que una mañana, madrugó mucho y se fue a su huerto. Se agazapó por el lado de abajo esperando ver al intruso y al poco lo descubrió. Subía como escondido por entre el monte, se acercó al huerto, entró dentro y se puso a coger de todo lo que quedaba. Se levantó el joven, salió de su escondite, se acercó al huerto y cuando estuvo a solo unos metros, habló y dijo:
- ¿Qué, cogiendo lo que no es tuyo?
De piedra se quedó el que robaba, miró al joven y como excusándose, dijo:
- Es que lo necesito para comer.
- Yo a ti te conozco. Eres el mismo que también me robabas en el huertecillo que tenía allá en la Alhambra.
Y al oír esto, el hombre no supo que responder. Pero el joven, con la seguridad que da sentirse moralmente limpio y bueno, habló y dijo: