FIESTA EN EL BOSQUE
En el silencio de las montañas, donde los ríos corren serenos y el agua es clara como el viento más puro, el hombre tenía su morada. En una pequeña cueva muy oculta entre el bosque y al lado derecho de la cascada. Este ere su mundo desde hacía mucho tiempo y nada echaba en falta a pesar de tener solo el río de las aguas claras, la transparencia de los charcos, la música
continua de la cascada, el viento y el siseo de las hojas del bosque. También, el canto de algún mirlo, zorzal o paloma torcal y la monotonía de las chicharras en los cálidos días del verano y el cri, cri de los grillos en las noches de luna clara.
Y el hombre era feliz como pocos en este mundo porque nada sabía ni de Granada ni de la Alhambra ni de otros lugares del mundo. Por eso, continuamente daba gracias al cielo y por eso aquella mañana salió de su cueva, se acercó a la cascada, en el charco azul y redondo, bebió y lavó sus manos y luego siguió bajando. Por la estrecha senda que iba al borde del río y, por entre la espesura de las encinas, quejigos, acebos y avellanos, llevaba al rellano. Un bonito y amplio claro en el monte y no lejos de la cascada donde el hombre tenía un pequeño sembrado con cuatro hortalizas, un par de manzanos, tres ciruelos y solo un granado.
E iba él tan feliz, metido en su mundo y acariciado por el vientecillo que subía desde el río y se perdía por entre el bosque, cuando los sintió. Primero llegó hasta sus oídos el relincho de un caballo, luego percibió sonidos de voces humanas y después sintió el golpeteo de cascos de caballos. Miró para su derecha, ladera por donde el río subía hacia un cerro alto que coronaba por el lado de arriba de la cascada y no los vio. Sí de nuevo los oyó y al poco, por la senda que descendía desde el collado, descubrió a tres hombres montados en sus caballos. Se extrañó porque sabía bien que eran muy pocas las personas que por su particular paraíso, aparecían. Y cuando alguien se hacía presente por este rincón, casi siempre era algún pobre que iba por los caminos, de un lado a otro de las montañas, buscando algo.
Se quedó parado en el caminillo, junto a una gruesa encina que conocía muy bien porque muchas veces bajo ella había dormido y soñado y esperó a que se acercaran. Temeroso de que pudieran traer algún mensaje extraño o que, de algún modo, lo atacaran. En más de una ocasión ya había tenido desagradables experiencias de personas de la ciudad o palacios cercanos. Por eso, en estos momentos, se quedó quieto bajo la encina, dejó que se acercaran y cuando los hombres de los caballos estuvieron frente a él, directamente le preguntaron:
- ¿Tú quien eres y qué haces aquí?
Se quedó él paralizado porque enseguida intuyó que los que llegaban no venían en son de paz. Y a la pregunta que le hicieron, a punto estuvo de responder y explicar quién era y lo que hacía por el lugar. Pero como le resultó innecesario por la realidad que a lo largo de los años había vivido por el rincón, a su vez él preguntó:
- ¿No sabéis vosotros quien soy yo?
- ¿Y cómo vamos a saberlo si es la primera vez que por aquí te vemos? Y no te hagas el importante que nosotros venimos de parte del rey de la Alhambra. Necesitamos, además de otras cosas, saber inmediatamente quién eres tú y lo que haces por aquí.
Y el hombre, en cuanto comprobó la hostilidad que dejaban ver los que habían llegado con sus caballos, concluyó que era mejor no enfrentarse a ellos. Por eso, con un tono de voz amable y lleno de sabiduría y respeto, dijo:
- Casi desde que nací vivo en este rincón. Cada día me baño en las aguas de estos charcos, recolecto frutos de estos bosques, juego con el aire que por aquí se pasea y soy amigos de todos los silencios que hay en estas montañas. También soy amigo de la lluvia, del canto de los pájaros, del verde de la hierba y de los cielos estrellados. Yo no soy nadie ni lo fui antes ni lo seré más tarde pero como podéis adivinar, sí pertenezco a estos paisajes y ellos me aceptan como parte de su propio ser. Y para mí, lo más importante de todo, es que nunca hice daño a ninguna persona. Con nadie me he peleado en mi vida y sí he tratado con humanidad a todo el que por aquí ha venido y ha compartido conmigo su necesidad. Así que esto es todo lo que puedo responder a la pregunta que me habéis hecho.
Guardó silencio el hombre y los que habían llegado, todos vestidos con uniformes militares, se miraron entre sí. Y al rato, el que parecía el jefe del grupo, dijo:
- ¡Tú estás chalado! Todo lo que nos has contado a nosotros nos importa nada y menos.
Muy asustado el hombre confesó:
- Os he dicho la pura verdad.
- Pero tu verdad es tan absurda que ni la mitad nos creemos. Y lo poco que nos creemos, tampoco nos sirve para nada.
- ¿Y eso por qué?
Muy enfadado el que parecía el jefe, dijo:
- No te permito que nos hagas más preguntas y menos que pongas en duda nuestras palabras. Para que lo sepas y lo tengas claro, tú desde ahora nos importas un bledo. Ya te hemos dicho que venimos desde los majestuosos palacios de la Alhambra enviados por el rey. Y aunque ninguna obligación tenemos informarte de nada, para tu conocimiento, estas tierras y en concreto este rincón y montañas, desde ahora son del rey que hemos mencionado. Y no se discute más.
Comprendió el hombre que, en sus circunstancias, lo mejor que podía hacer era callar, seguir el camino y alejarse lo más posible de allí. Y así lo hizo. Caminó bajando por la senda, en la dirección en que iban las aguas del río y antes de alejarse mucho de ellos, oyó que comentaban:
- En esta llanura y cerca de este gran charco azul, vamos a prepararlo todo para la gran fiesta. Aquellos árboles del lado de arriba, estas encinas, avellanos y acebos, hay que cortarlos. Que por aquí haya un gran espacio para que el rey con sus amigos, se encuentren agusto y disfruten mucho. Y también para que quede contento con nuestro trabajo a ver si nos asciende o nos da algún premio.
Se paró el hombre un momento, miró para atrás y en ese instante, tuvo el presentimiento de que, los paisajes que a lo largo de muchos, muchos años habían sido su mundo, su sueño y su paraíso, los veías o pisaba por última vez en su vida. Y al verlo parado mirando estos lugares y como meditando algo, el jefe de los soldados en voz alta, gritó y dijo:
- Lárgate de aquí cuanto antes y no aparezcas más por estos sitios. Porque si se te ocurre regresar, tu vida corre peligro. Tanto que, ahora mismo puedes dar gracias al cielo que todavía estés libre y sin castigo.
Se celebró la fiesta del rey de la Alhambra con sus amigos, príncipes y princesas, en este lugar del río y de las montañas. Del hombre solitario del bosque, nadie supo nada más y de la llanura y el gran charco azul, sí se supo que fue un lugar de recreo para algunos personajes de la Alhambra y sus amigos, durante mucho tiempo. Después, cuando los años fueron pasando, todo por allí quedó desierto. Las zarzas crecieron, el monte se espesó, las lluvias abrieron nuevos arroyuelos y la soledad por el rincón cada día era más grande. Sin embargo, junto al río, cerca de la cascada y por donde la cueva donde vivía el solitario de las montañas, quedó y aun palpita, una sensación de paz y armonía que asusta de tan bella y misteriosa. No por la presencia de las fiestas que los reyes organizaron durante mucho tiempo sino por la presencia del hombre que tuvo que marcharse porque lo expulsaron. Algunos dicen que por el lugar, al atardecer y por las mañanas, el cielo se tiñe con los colores más vivos y bonitos que nunca se han visto en este planeta. Y por entre el corazón de esta inmensidad de colores, a veces hasta parece que se abre una misteriosa puerta que conecta con la eternidad, el paraíso al que él se marchó y todos los humanos soñamos.
En el silencio de las montañas, donde los ríos corren serenos y el agua es clara como el viento más puro, el hombre tenía su morada. En una pequeña cueva muy oculta entre el bosque y al lado derecho de la cascada. Este ere su mundo desde hacía mucho tiempo y nada echaba en falta a pesar de tener solo el río de las aguas claras, la transparencia de los charcos, la música
continua de la cascada, el viento y el siseo de las hojas del bosque. También, el canto de algún mirlo, zorzal o paloma torcal y la monotonía de las chicharras en los cálidos días del verano y el cri, cri de los grillos en las noches de luna clara.
Y el hombre era feliz como pocos en este mundo porque nada sabía ni de Granada ni de la Alhambra ni de otros lugares del mundo. Por eso, continuamente daba gracias al cielo y por eso aquella mañana salió de su cueva, se acercó a la cascada, en el charco azul y redondo, bebió y lavó sus manos y luego siguió bajando. Por la estrecha senda que iba al borde del río y, por entre la espesura de las encinas, quejigos, acebos y avellanos, llevaba al rellano. Un bonito y amplio claro en el monte y no lejos de la cascada donde el hombre tenía un pequeño sembrado con cuatro hortalizas, un par de manzanos, tres ciruelos y solo un granado.
E iba él tan feliz, metido en su mundo y acariciado por el vientecillo que subía desde el río y se perdía por entre el bosque, cuando los sintió. Primero llegó hasta sus oídos el relincho de un caballo, luego percibió sonidos de voces humanas y después sintió el golpeteo de cascos de caballos. Miró para su derecha, ladera por donde el río subía hacia un cerro alto que coronaba por el lado de arriba de la cascada y no los vio. Sí de nuevo los oyó y al poco, por la senda que descendía desde el collado, descubrió a tres hombres montados en sus caballos. Se extrañó porque sabía bien que eran muy pocas las personas que por su particular paraíso, aparecían. Y cuando alguien se hacía presente por este rincón, casi siempre era algún pobre que iba por los caminos, de un lado a otro de las montañas, buscando algo.
Se quedó parado en el caminillo, junto a una gruesa encina que conocía muy bien porque muchas veces bajo ella había dormido y soñado y esperó a que se acercaran. Temeroso de que pudieran traer algún mensaje extraño o que, de algún modo, lo atacaran. En más de una ocasión ya había tenido desagradables experiencias de personas de la ciudad o palacios cercanos. Por eso, en estos momentos, se quedó quieto bajo la encina, dejó que se acercaran y cuando los hombres de los caballos estuvieron frente a él, directamente le preguntaron:
- ¿Tú quien eres y qué haces aquí?
Se quedó él paralizado porque enseguida intuyó que los que llegaban no venían en son de paz. Y a la pregunta que le hicieron, a punto estuvo de responder y explicar quién era y lo que hacía por el lugar. Pero como le resultó innecesario por la realidad que a lo largo de los años había vivido por el rincón, a su vez él preguntó:
- ¿No sabéis vosotros quien soy yo?
- ¿Y cómo vamos a saberlo si es la primera vez que por aquí te vemos? Y no te hagas el importante que nosotros venimos de parte del rey de la Alhambra. Necesitamos, además de otras cosas, saber inmediatamente quién eres tú y lo que haces por aquí.
Y el hombre, en cuanto comprobó la hostilidad que dejaban ver los que habían llegado con sus caballos, concluyó que era mejor no enfrentarse a ellos. Por eso, con un tono de voz amable y lleno de sabiduría y respeto, dijo:
- Casi desde que nací vivo en este rincón. Cada día me baño en las aguas de estos charcos, recolecto frutos de estos bosques, juego con el aire que por aquí se pasea y soy amigos de todos los silencios que hay en estas montañas. También soy amigo de la lluvia, del canto de los pájaros, del verde de la hierba y de los cielos estrellados. Yo no soy nadie ni lo fui antes ni lo seré más tarde pero como podéis adivinar, sí pertenezco a estos paisajes y ellos me aceptan como parte de su propio ser. Y para mí, lo más importante de todo, es que nunca hice daño a ninguna persona. Con nadie me he peleado en mi vida y sí he tratado con humanidad a todo el que por aquí ha venido y ha compartido conmigo su necesidad. Así que esto es todo lo que puedo responder a la pregunta que me habéis hecho.
Guardó silencio el hombre y los que habían llegado, todos vestidos con uniformes militares, se miraron entre sí. Y al rato, el que parecía el jefe del grupo, dijo:
- ¡Tú estás chalado! Todo lo que nos has contado a nosotros nos importa nada y menos.
Muy asustado el hombre confesó:
- Os he dicho la pura verdad.
- Pero tu verdad es tan absurda que ni la mitad nos creemos. Y lo poco que nos creemos, tampoco nos sirve para nada.
- ¿Y eso por qué?
Muy enfadado el que parecía el jefe, dijo:
- No te permito que nos hagas más preguntas y menos que pongas en duda nuestras palabras. Para que lo sepas y lo tengas claro, tú desde ahora nos importas un bledo. Ya te hemos dicho que venimos desde los majestuosos palacios de la Alhambra enviados por el rey. Y aunque ninguna obligación tenemos informarte de nada, para tu conocimiento, estas tierras y en concreto este rincón y montañas, desde ahora son del rey que hemos mencionado. Y no se discute más.
Comprendió el hombre que, en sus circunstancias, lo mejor que podía hacer era callar, seguir el camino y alejarse lo más posible de allí. Y así lo hizo. Caminó bajando por la senda, en la dirección en que iban las aguas del río y antes de alejarse mucho de ellos, oyó que comentaban:
- En esta llanura y cerca de este gran charco azul, vamos a prepararlo todo para la gran fiesta. Aquellos árboles del lado de arriba, estas encinas, avellanos y acebos, hay que cortarlos. Que por aquí haya un gran espacio para que el rey con sus amigos, se encuentren agusto y disfruten mucho. Y también para que quede contento con nuestro trabajo a ver si nos asciende o nos da algún premio.
Se paró el hombre un momento, miró para atrás y en ese instante, tuvo el presentimiento de que, los paisajes que a lo largo de muchos, muchos años habían sido su mundo, su sueño y su paraíso, los veías o pisaba por última vez en su vida. Y al verlo parado mirando estos lugares y como meditando algo, el jefe de los soldados en voz alta, gritó y dijo:
- Lárgate de aquí cuanto antes y no aparezcas más por estos sitios. Porque si se te ocurre regresar, tu vida corre peligro. Tanto que, ahora mismo puedes dar gracias al cielo que todavía estés libre y sin castigo.
Se celebró la fiesta del rey de la Alhambra con sus amigos, príncipes y princesas, en este lugar del río y de las montañas. Del hombre solitario del bosque, nadie supo nada más y de la llanura y el gran charco azul, sí se supo que fue un lugar de recreo para algunos personajes de la Alhambra y sus amigos, durante mucho tiempo. Después, cuando los años fueron pasando, todo por allí quedó desierto. Las zarzas crecieron, el monte se espesó, las lluvias abrieron nuevos arroyuelos y la soledad por el rincón cada día era más grande. Sin embargo, junto al río, cerca de la cascada y por donde la cueva donde vivía el solitario de las montañas, quedó y aun palpita, una sensación de paz y armonía que asusta de tan bella y misteriosa. No por la presencia de las fiestas que los reyes organizaron durante mucho tiempo sino por la presencia del hombre que tuvo que marcharse porque lo expulsaron. Algunos dicen que por el lugar, al atardecer y por las mañanas, el cielo se tiñe con los colores más vivos y bonitos que nunca se han visto en este planeta. Y por entre el corazón de esta inmensidad de colores, a veces hasta parece que se abre una misteriosa puerta que conecta con la eternidad, el paraíso al que él se marchó y todos los humanos soñamos.