ZAGRA: Apenas acertó a saludarles. Carmen, su mujer, permanecía...

Apenas acertó a saludarles. Carmen, su mujer, permanecía cercana a la puerta. Fue ella quien les abrió. Entró primero el cabo, impetuoso, empujando con su cuerpo la puerta, obligando a la mujer a echarse a un lado para no ser arrollada. Con un paso menos apresurado entró después la pareja de guardias civiles, enfundados en sus capas y con el helado brillo de charol de sus tricornios. El cabo se acercó a la radio que estaba apagada y puso su mano sobre ella. Comprobó que estaba caliente. Entonces fue cuando apareció Victoriano, miró a su mujer mientras saludaba con titubeos. El cabo no correspondió al saludo. Preguntó sin rodeos:

- ¿Han estado escuchando la radio?

No contestaron al segundo. Victoriano seguía mirando a Carmen con la esperanza de que le señalara con algún gesto. El cabo volvió a insistir en un tono más amenazante. Al fin contestó la mujer:

- Sí, señor. Hasta hace un rato estábamos escuchando las noticias. Luego la apagó mi marido para irse al corral y echarle un pienso a los animales.
Victoriano sabía que estaba mintiendo. Cuando él se levantó para dirigirse al corral dejó la radio encendida y con la Pirenaica sintonizada. Tal vez, mientras tocaron a la puerta, le dio tiempo a su mujer a apagarla –pensó.

- ¿Qué estaban escuchando?

Victoriano tragó saliva, seguía mirando a Carmen y ésta, una vez más, salió al quite:
- Las noticias, como le he dicho a usted, para saber qué tiempo nos hará mañana.

El cabo seguía impasible. Se acercó a Victoriano y se dirigió a él en un tono más provocativo:

- ¿Y qué tiempo va a hacer mañana?
- Mucho frío…, pero no lloverá –contestó Victoriano algo entrecortado.

Entonces el cabo volvió a la radio y la encendió. Tras unos segundos, una voz clara anunciaba que eran las once y media de la noche, al tiempo que daba la bienvenida a los nuevos oyentes de Radio Nacional de España.

Se fueron sin más explicaciones. Carmen les acompañó a la puerta y Victoriano permaneció inmóvil en medio del comedor. Cuando se giró, su mujer le echó una mirada que estaba llena de auténticos reproches.

- Esta vez hemos tenido suerte, Victoriano. Canela me alertó y pude apagar la radio y girar la rueda de las emisoras. Pero la próxima vez puede que no la tengamos. Tú sabrás lo que haces.

Aquella noche no se pegó ojo en la casa. Las únicas que dormían, y que ni siquiera se despertaron con los golpes en la puerta, eran las dos hijas. Carmen habló mucho, en un continuo cuchicheo, lloró y se vio obligada a recodar tiempos pasados que reconoció mucho más crueles:

- Madre mía, Victoriano, que ya perdí a mi padre en la guerra, que vi todo lo que sufrió mi madre, que ahora tú…
- Vale ya, mujer, -le interrumpió angustiado. No la volveré a encender…
- Júramelo por las niñas.
Tras un breve silencio, Victoriano levantó un poco el tono de voz y le contestó contundente: Te lo juro por mis hijas.
- Ahora intenta dormir, mañana nos espera un largo día de trabajo –terminó por decirle su mujer.

Le resultó imposible. Sabía que Carmen también permanecía despierta. Sin embargo, antes de rayar el día, se levantó con sigilo para no hacer ruido, se vistió, buscó la pelliza y salió a la calle. Atrás se quedó Carmen, en el calor de las sábanas, con los ojos llorosos y maldiciendo la guerra que hubo y el miedo que aún quedaba.