Leí hace muchos años su vida. Para mi ha sido un referente en la
historia de
Castillo. Hombre de una profunda erudición, sentido crítico y gran humanidad. Aunque nunca he compartido su ideología política si que me identifico con él en la manera de ver muchos aspectos de la vida. Con las personas idealistas se cometieron muchas injusticias. Don Ruino fue un fiel exponente de la sensatez y la humildad. Os dejo esta
información publicada por Fray Trabucaire:
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Primavera del año 1872. En un apacible pueblecito del
Santo Reino de
Jaén,
Castillo de Locubín por nombre, Paco “el Sastre” lleva a la
Casa del Vicario –domicilio de la
familia Peinado- unas boinas blancas con borla azul, confeccionadas en el secreto de su obrador. Todo estaba dispuesto para el 21 de abril, el Rey sin corona D. Carlos había escrito desde
Suiza una orden: “Ordeno y mando que el día 21 del corriente se haga el alzamiento en toda
España, al grito de ¡Abajo el extranjero! ¡Viva España!”. Sesenta hombres habían quedado emplazados, bajo el mando de “El Niño del Vicario”, para echarse al
monte, pero “Como siempre, los prudentes y los cautos, los que no regateaban palabras que nada cuestan, fueron más que los sinceros”. Al final, eran treinta o menos, apenas pasaban de veinte.
En
las eras del
Calvario se estrecharon las manos, era madrugada cerrada de una primavera que iba para
verano. Cada cual traía su escopeta de
caza, y algunas eran reliquias de la Guerra de la Independencia: “Esta seguro que despanzurró a más de un gabacho… Y a pena que nos crucemos con los guiris ya verás como todavía hace pupa…” –comentaba su dueño. Algunos dejaban ver el detente, otros lo llevaban entre el pecho y la camisa. Un hombre que había venido de Torredonjimeno, antiguo veterano de la guerra de los Siete Años, de los que hizo la guerra con Gómez y los vascones, ya estaba allí, dispuesto a entrenarlos sobre la marcha.
Él estaba allí, era un jovenzuelo; se llamaba Rufino, y con él andaba su hermano Salustiano. Y estaban allí ambos por haberlo dicho “padre”, los dos varones de la prole habían secundado la orden de aquel partidario carlista que creía en el Rey como en el Papa: “ ¡Habemus regem!” –había dicho cuando recibió la orden de alzarse en armas.
Y, una vez que llegó “El Niño del Vicario”, la partida de “facciosos” como eran llamados echó a andar.
Camino de Los Vadillos, cruzaron el
río, y por el Navaltrillo y Las Cabreras llegaron a la Umbría del Rayo, rumbo al Cortijo del Hoyo. Los lugareños que los veían se asombraban por tanto por aquella cuadrilla armada, pero todos eran hombres temerosos de Dios y por eso mismo, cuando acamparon en el Cortijo del Hoyo no se dieron al saqueo, sino que el cabecilla compró unos chotos al cortijero y se pusieron a preparar su rancho. Unos fumaban, otros sesteaban bajo un chaparro… Pero el teniente coronel de Jaén, que habíase convenido en llegar al Cortijo del Hoyo no venía. Y allí, a unas leguas de Valdepeñas, aquella
banda de idealistas esperaban que te esperaban.
Esos fueron los comienzos de la vida aventurera y asendereada de D. Rufino Peinado y Peinado, un Quijote olvidado, pariente de una mi bisabuela y cuyos descendientes tengo el honor de conocer y tratar. Aquella primera salida fue, como la del Caballero de la Triste Figura, abortada por la defección de aquel teniente coronel que a última hora se rajó, y aquellos trabucaires requetés quedaron compuestos y sin batalla regresándose a la paz de sus hogares. En cambio, para el
joven Rufino, hijo de “El Niño del Vicario” aquella primera expedición de tan cortos vuelos sería el primer paso de una vida llena de amargas derrotas, exilio y fatigas.
Don Rufino Peinado y Peinado nació en Castillo de Locubín el 16 de noviembre de 1854. Después de la expedición truncada que he narrado atravesó la Península para sumarse a los facciosos de Vascongadas, combatió con el Segundo Regimiento de Castilla –Cazadores del Arlanzón- organizado en Arrigorriaga. Vencidas las ambiciones de Carlos VII, pasó D. Rufino con los carlistas derrotados a la
Francia. Estudió como autodidacto y regresó a España aprovechando una amnistía. Fundó un periódico en Jaén, fue profesor en Jaén y en
Granada, y ya mayor se retiró a Castillo de Locubín, a su casa que él
bautizó a la francesa como “Mon repos”. Escritor de fina pluma –en breve ofreceré los textos de un librito suyo que guardo celosamente entre mis libros más preciados-, D. Rufino fue un leal combatiente, un curioso filósofo admirador de Balmes,
amigo personal de Vázquez de Mella.
En 1936, cuando Jaén estaba en las garras de la bestia soviética, D. Rufino, ya venerable anciano, fue denunciado ante un tribunal popular por un indeseable. Las autoridades republicanas tuvieron la deferencia de declararlo inocente, atendiendo a su vejez y a la falta de todo motivo para condenarlo. El mismo denunciante declaró en el juicio “No saber ni quién era aquel hombre”. Y, en efecto, nadie podía saber lo que aquellos cansados ojos habían visto.
Su sobrino Rafael Álvarez de Morales y Ruiz escribió las memorias de D. Rufino, Recuerdos de un carlista andaluz. (Un cruzado de la Causa), publicado por el Instituto de Historia de
Andalucía de
Córdoba en 1982. Sirviéndose de las confidencias que el anciano soldado de la Lealtad le hiciera a su sobrino, D. Rafael traza unas memorias de ese carlista que nos ponen de manifiesto toda la grandeza de los vencidos. Cuando uno acaba el libro, siente un ñudo en la garganta y toda la consternación por nuestro pasado, abortado tantas veces.
El 10 de mayo de 1951, a las siete de la tarde, D. Rufino entregó su alma a Dios. Fue excéntrico, tal vez, por sus correrías que tan lejos lo llevaron como a la Galia; pero, como se demuestra en sus memorias, fue hombre sensato y cabal, centrado en una auténtica vida de piedad a la española. Céntrico, pues, este hombre que por honrar padre y madre entregó su
juventud en las aras de la Patria y de la Causa de la Legitimidad. Descanse en paz, D. Rufino. Y alúmbrele luz perpetua.