Dioses y satélites
Koldo
Campos Sagaseta
Los dioses, desde inmemoriales tiempos, movidos por un aburrimiento que, también, supongo eterno, no encontraron más eficaz remedio contra tantos sopores y tedios que acechar desde el
cielo las idas y venidas de los seres humanos por el mundo. De esa manera, argumentaban los dioses, se preservaba el libre albedrío de quienes, en cualquier caso, siempre habrían de ser responsables de sus actos.
Sin embargo, a pesar de sus inquisidoras miradas, nunca pudieron evitar que muchos descreídos hicieran de su capa un sayo y de la concupiscencia su mejor despendole.
Ni siquiera contribuyó a frenar tanto desbocado apetito la certeza de un postrero juicio que pusiera en su lugar a libertinos y castos.
Prueba del escaso éxito de tan divina labor es que, sin necesidad de ser omnipresente ni andar curioseando el proceder ajeno, cualquier mortal es hoy testigo de no pocas impías conductas que sonrojarían la pupila más perversa.
Tal vez a ello se deba que a los dioses, actualmente, les hayan nacido unos imprescindibles y valiosos aliados, llamados satélites, también omnipresentes, que desde el mismo cielo se dedican, con mayor eficacia que los dioses, a registrar nuestros más íntimos susurros y ademanes.
Dioses de carne y hueso urdidos que, en el empeño de seguir protegiendo nuestro libre albedrío, han decidido que nuestras conversaciones puedan ser grabadas, nuestras correspondencias abiertas, nuestros pasos vigilados, nuestros bienes contados, nuestras memorias corregidas, nuestras huellas registradas, nuestros rostros archivados y nuestras opiniones opinadas.