No puedo resistir la tentación de poner otra vez esta columna de Javier Ortiz. Cuando leí estas palabras sentí un orgasmo interior dificil de explicar con palabras. Perdonad si me repito. Pero Javier Ortiz ha sido una de las personas mas interesantes que hemos tenido en los periódicos.
La base honrada
Adiestrado desde casi niño en los tics del marxismo ingenuo, he pasado buena parte de mi vida empeñándome en distinguir «las direcciones corruptas» de «las bases honradas». Asumí en mi adolescencia una especie de izquierdismo rousseauniano: no me costaba nada creer que «los de arriba», se dijeran de izquierdas o de derechas, fueran (sean) unos asquerosos; lo que daba por hecho es que «los de abajo» eran (son) buena gente, porque ésa es la esencia de «los de abajo», buenos por naturaleza social.
La experiencia de la vida me ha llevado a abandonar ese criterio. Sigue sin costarme nada asumir que «los de arriba», se digan de derechas o de izquierdas, son unos asquerosos, pero tengo más que comprobado que «los de abajo» pueden ser también bastante asquerosos, cuando les conviene.
Comenté hace meses el caso de los autóctonos de un pueblo del sur del Mediterráneo, que realizaron una huelga general para protestar por las inspecciones de trabajo. Su razonamiento –por así llamarlo– era sencillo. Venían a decir: «Nuestra prosperidad se basa en el empleo ilegal y el dinero negro. Apuntar contra eso es pretender nuestra ruina».
Así que a la huelga, compañeros, contra el Estado opresor.
En La Rioja hubo otro caso llamativo. Un trabajador sin papeles falleció durante su jornada laboral y los patronos, para evitarse problemas, lo denunciaron como si fuera alguien que se les había metido en casa para robar. Cuando se descubrió la verdad y los empresarios fueron procesados y condenados, buena parte de la población local se movilizó para reclamar que fueran indultados, los pobres.
Leo hoy en el periódico que va a empezar la macrovendimia de Castilla-La Mancha con algo así como 20.000 vendimiadores, casi todos rumanos y búlgaros, carentes de contrato legal. Un desafío de tales dimensiones al ordenamiento laboral no podrían emprenderlo «los de arriba» si no contaran con la complicidad de muchos de «los de abajo». No me refiero a los vendimiadores sin papeles, que bien poca culpa que tienen (¡qué más quisieran que estar contratados en condiciones!), sino a buena parte de la población aborigen, que se beneficia de la ilegalidad y la respalda.
En tiempos se hablaba de «la aristocracia obrera» para catalogar a los trabajadores situados en posiciones de privilegio que acababan ayudando a los empresarios para asegurar su estatus de explotados de lujo. Hace ya mucho tiempo que ese mismo esquema es aplicable a la relación entre los currelas nativos de los países desarrollados y las poblaciones del Tercer Mundo, ya sean explotadas en sus países de origen o se hayan convertido en emigrantes.
Vivimos en una sociedad que se basa en la opresión en cadena. Cada cual trata de mantenerse a flote pisando la cabeza del que está más abajo.
¿Cuándo nos daremos cuenta de lo mucho que ganaríamos todos si tiráramos por la borda a los cabrones de arriba?
La base honrada
Adiestrado desde casi niño en los tics del marxismo ingenuo, he pasado buena parte de mi vida empeñándome en distinguir «las direcciones corruptas» de «las bases honradas». Asumí en mi adolescencia una especie de izquierdismo rousseauniano: no me costaba nada creer que «los de arriba», se dijeran de izquierdas o de derechas, fueran (sean) unos asquerosos; lo que daba por hecho es que «los de abajo» eran (son) buena gente, porque ésa es la esencia de «los de abajo», buenos por naturaleza social.
La experiencia de la vida me ha llevado a abandonar ese criterio. Sigue sin costarme nada asumir que «los de arriba», se digan de derechas o de izquierdas, son unos asquerosos, pero tengo más que comprobado que «los de abajo» pueden ser también bastante asquerosos, cuando les conviene.
Comenté hace meses el caso de los autóctonos de un pueblo del sur del Mediterráneo, que realizaron una huelga general para protestar por las inspecciones de trabajo. Su razonamiento –por así llamarlo– era sencillo. Venían a decir: «Nuestra prosperidad se basa en el empleo ilegal y el dinero negro. Apuntar contra eso es pretender nuestra ruina».
Así que a la huelga, compañeros, contra el Estado opresor.
En La Rioja hubo otro caso llamativo. Un trabajador sin papeles falleció durante su jornada laboral y los patronos, para evitarse problemas, lo denunciaron como si fuera alguien que se les había metido en casa para robar. Cuando se descubrió la verdad y los empresarios fueron procesados y condenados, buena parte de la población local se movilizó para reclamar que fueran indultados, los pobres.
Leo hoy en el periódico que va a empezar la macrovendimia de Castilla-La Mancha con algo así como 20.000 vendimiadores, casi todos rumanos y búlgaros, carentes de contrato legal. Un desafío de tales dimensiones al ordenamiento laboral no podrían emprenderlo «los de arriba» si no contaran con la complicidad de muchos de «los de abajo». No me refiero a los vendimiadores sin papeles, que bien poca culpa que tienen (¡qué más quisieran que estar contratados en condiciones!), sino a buena parte de la población aborigen, que se beneficia de la ilegalidad y la respalda.
En tiempos se hablaba de «la aristocracia obrera» para catalogar a los trabajadores situados en posiciones de privilegio que acababan ayudando a los empresarios para asegurar su estatus de explotados de lujo. Hace ya mucho tiempo que ese mismo esquema es aplicable a la relación entre los currelas nativos de los países desarrollados y las poblaciones del Tercer Mundo, ya sean explotadas en sus países de origen o se hayan convertido en emigrantes.
Vivimos en una sociedad que se basa en la opresión en cadena. Cada cual trata de mantenerse a flote pisando la cabeza del que está más abajo.
¿Cuándo nos daremos cuenta de lo mucho que ganaríamos todos si tiráramos por la borda a los cabrones de arriba?