Testimonio estremecedor de un carlista anciano, Rufino Peinado Peinado (1854-1951) Catedrático de francés, periodista católico y escritor.
Las gentes del pueblo, con su poca discreción y su hábito murmurador, han mezclado mi nombre en turbias habladurías que no me agradan, pero si cierro mi puerta por temor a su malicia, me quedaría en absoluta soledad; por ello, aún a trueque de algún contratiempo, no quiero perder tan precarias y torpes amistades. Alguno me trae de vez en cuando, con sus visitas, otras ideas, y al aire de los más altos pensamientos creo mi espíritu entumecido por el contacto con la vileza de los demás.
En este rincón he pasado la guerra civil. Aislado muchos meses, nadie parecía acordarse de mi, pero al arreciar las peripecias de ella venían a buscar refugio en mi casa las mujeres que lavaban en el Caño, los días de bombardeo. Las consolaba diciéndoles que no tuvieran miedo a las bombas, y de este buen deseo de aliviarles el miedo, alguien sacó la conclusión de que mi casa estaba a cubierto de las represalias de los “fachistas”, y me consideraron sospechoso. Comenzaron a venir milicianos con uno u otro pretexto, hasta que decididamente vinieron a hacer registros en busca de una supuesta radio clandestina. Como en el revolver ropas sacaron a la luz las colgaduras de los balcones de mi casa de Granada, de percal con los colores nacionales, me llevaron detenido al Frente Popular el día 14 de agosto de 1937. En el arresto municipal me tuvieron unos días, y a poco me trasladaron a la prisión provincial.
Mientras estuve encarcelado me preocupaba de la situación de los míos, desamparados y sin recursos, pero mi edad y mis achaques se avenían mal con las molestias e incomodidades de la prisión, y con sentir mis quebrantos tenía bastante. Dios les ayudaría, porque yo nada podía hacer por ellos.
Ahora veía la guerra civil por la otra cara. Ahora era yo víctima de ella. Juro que no me parecía tan graciosa como cuando yo la atizaba levantando partidas carlistas. Me reprochaba una vez más haber tomado las armas en una guerra entre hermanos, y lo que ahora padecía me parecía justo castigo, muy merecido porque yo había sido un fratricida.
Encontré en la cárcel a muchos conocidos, amigos y parientes. Todos estábamos bajo la acusación de fascistas, y puedo asegurar que lo mismo acusados que acusadores desconocíamos el alcance que tuviera o dieran a la palabra. Realmente no era más que el comodín que se aplicaba a quienes estorbaban a alguien.
Con la tranquilidad con que siempre vi venir los acontecimientos, aumentada ahora por la experiencia de los muchos años, acepté resignado el papel de enemigo del régimen republicano, y, bien guardados mis ochentas abriles por rejas y cerrojos, pasé muchos días en el encierro carcelario.
A los cuatro meses de encarcelado me avisaron los compañeros de celda la presencia en la prisión de un magistrado que escucharía las reclamaciones de los detenidos. Aconsejado por todos me presenté a él, y cuál sería mi sorpresa cuando se dio a conocer como antiguo amigo de la tertulia del Café imperial de Granada. Me preguntó quién había sido el imbécil que, sin consideración a mis años, me pusiera en tal situación.
No lo sabía, ni lo supe nunca, ni he tenido interés por saberlo. Los hombres son propicios a dañar por maldad algunas veces, pero casi siempre obran mal por estúpida tontería, que es peor. Somos cosa liviana, pero nos gusta hacernos más livianos todavía para mejor movernos al aire de los tiempos y las circunstancias, por eso los necios se apresuran a arrojar prestamente el poco lastre de hombría y de seriedad que tuvieren.
Dos días después me llevaron ante el Tribunal Popular, en una pintoresca audiencia en la que no consintieron que me sentara en el banquillo de los acusados, y trajeron un sillón para que me acomodase. Tampoco consintieron que me quitara el sombrero, pues el día era crudo. El único testigo de cargo – un guardia de asalto- al ver aquellas deferencias se asustó y dijo no saber nada de mí, a pesar de que él firmara la denuncia que originó el expediente. Dispuso mi libertad el presidente, y el defensor – Virgilio Anguita- dijo que para mi defensa sólo tenía que decir que se honraba estrechando contra su pecho a un venerable anciano digno de los mayores respetos.
Libre en el Jaén rojo, encaminé mis pasos a la casa de la viuda de Carlos Álvarez, mi parienta, en donde estuve uno o dos días, hasta que me proporcionaron medios para volver al Castillo. Entré en mi casa la víspera de Nochebuena.
Hasta que terminó la guerra civil viví los peores días de mi vida. Todos los de la casa tenían que ir a las colas para procurarnos algo de comer. Sin ver, ni hablar con nadie, pasaba las horas, inmóvil en este sillón. Mis únicos compañeros eran los recuerdos, pero todos tan ingratos que procuraba no pensar en nada. Nadie venía a verme, pues todos tenían bastante con sus problemas. En los tiempos duros y difíciles la humanidad vuelve instintivamente a la vida de la caverna, y cada uno mira solamente por si.
Acabada la guerra vinieron los problemas de la escasez y la carestía. Se me planteó la elemental necesidad de no morirnos de hambre. Dios, cuyos caminos son tan extraños que a veces parecen paradójicos, era el único que podía remediarnos, y Él acudió en nuestra ayuda. El triunfo de las armas nacionales representó también el triunfo del carlismo; no entiendo por qué, pero sea en buena hora, ya que fui nombrado Teniente Honorario del ejército, y bien sabe Dios que el honor lo aprecio en nada, puesto que yo había ganado el grado de capitán por méritos de guerra en el mismo campo de batalla (se refiere a la guerra carlista de los años setenta del siglo XIX).
(…) Reanudada mi vida con cierta normalidad, volví a tener noticias del carlismo- ahora pienso que quizá se intentó pedirme cuentas de él al detenerme, y la fustración del juicio en que comparecí en Jaén, lo impidiera.
Supe que don Alfonso Carlos murió el 36, mientras yo vivía aislado del mundo en Locubín, y había dejado a su sobrino, don Javier de Borbón- Parma, como regente (….)
Todas estas cuestiones se me hicieron ajenas e inoperantes hace años, y ya no pienso, ni hablo, ni oír quiero, nada del carlismo, ni del viejo ni del nuevo. Mi vida de acción hace tiempo que acabó, y no es la política- con el nombre que sea- lo que puede satisfacerme a estas alturas. Confieso que el nombre nuevo del viejo carlismo me disgusta íntimamente. El Tradicionalismo no me dice nada, no es garbanzo que pueda cocerse en mi puchero y prefiero apartarme de él. Llamar al partido Comunión me parece una fútil irreverencia que me crispa los nervios, pues siempre fui enemigo- por sincero creyente- de mezclar la política con nada que ni en apariencia tenga relación con lo sagrado.
(…) Desde que me dan un sueldo hemos revivido; vamos reponiendo lo gastado por el uso; se va pagando lo atrasado, y, si Dios me diera algunos años más de vida, quizá alcanzara a dejar a mi hijo orientado en el mundo.
La anécdota de mi vida ha terminado. ¿Qué puedo esperar ya? Lo único que aguardo es la muerte, y mientras llega aquí vegeto, en este sillón que es mi potro.
Si aún me afano, seguramente no es por nada mío. Me desazona la familia, esta pobre familia que tan a destiempo Dios me concediera.
Álvarez de Morales y Ruiz, Rafael. Recuerdos de un carlista andaluz (un cruzado de la causa), Instituto de Hª de Andalucía. Cordoba. 1982.
Las gentes del pueblo, con su poca discreción y su hábito murmurador, han mezclado mi nombre en turbias habladurías que no me agradan, pero si cierro mi puerta por temor a su malicia, me quedaría en absoluta soledad; por ello, aún a trueque de algún contratiempo, no quiero perder tan precarias y torpes amistades. Alguno me trae de vez en cuando, con sus visitas, otras ideas, y al aire de los más altos pensamientos creo mi espíritu entumecido por el contacto con la vileza de los demás.
En este rincón he pasado la guerra civil. Aislado muchos meses, nadie parecía acordarse de mi, pero al arreciar las peripecias de ella venían a buscar refugio en mi casa las mujeres que lavaban en el Caño, los días de bombardeo. Las consolaba diciéndoles que no tuvieran miedo a las bombas, y de este buen deseo de aliviarles el miedo, alguien sacó la conclusión de que mi casa estaba a cubierto de las represalias de los “fachistas”, y me consideraron sospechoso. Comenzaron a venir milicianos con uno u otro pretexto, hasta que decididamente vinieron a hacer registros en busca de una supuesta radio clandestina. Como en el revolver ropas sacaron a la luz las colgaduras de los balcones de mi casa de Granada, de percal con los colores nacionales, me llevaron detenido al Frente Popular el día 14 de agosto de 1937. En el arresto municipal me tuvieron unos días, y a poco me trasladaron a la prisión provincial.
Mientras estuve encarcelado me preocupaba de la situación de los míos, desamparados y sin recursos, pero mi edad y mis achaques se avenían mal con las molestias e incomodidades de la prisión, y con sentir mis quebrantos tenía bastante. Dios les ayudaría, porque yo nada podía hacer por ellos.
Ahora veía la guerra civil por la otra cara. Ahora era yo víctima de ella. Juro que no me parecía tan graciosa como cuando yo la atizaba levantando partidas carlistas. Me reprochaba una vez más haber tomado las armas en una guerra entre hermanos, y lo que ahora padecía me parecía justo castigo, muy merecido porque yo había sido un fratricida.
Encontré en la cárcel a muchos conocidos, amigos y parientes. Todos estábamos bajo la acusación de fascistas, y puedo asegurar que lo mismo acusados que acusadores desconocíamos el alcance que tuviera o dieran a la palabra. Realmente no era más que el comodín que se aplicaba a quienes estorbaban a alguien.
Con la tranquilidad con que siempre vi venir los acontecimientos, aumentada ahora por la experiencia de los muchos años, acepté resignado el papel de enemigo del régimen republicano, y, bien guardados mis ochentas abriles por rejas y cerrojos, pasé muchos días en el encierro carcelario.
A los cuatro meses de encarcelado me avisaron los compañeros de celda la presencia en la prisión de un magistrado que escucharía las reclamaciones de los detenidos. Aconsejado por todos me presenté a él, y cuál sería mi sorpresa cuando se dio a conocer como antiguo amigo de la tertulia del Café imperial de Granada. Me preguntó quién había sido el imbécil que, sin consideración a mis años, me pusiera en tal situación.
No lo sabía, ni lo supe nunca, ni he tenido interés por saberlo. Los hombres son propicios a dañar por maldad algunas veces, pero casi siempre obran mal por estúpida tontería, que es peor. Somos cosa liviana, pero nos gusta hacernos más livianos todavía para mejor movernos al aire de los tiempos y las circunstancias, por eso los necios se apresuran a arrojar prestamente el poco lastre de hombría y de seriedad que tuvieren.
Dos días después me llevaron ante el Tribunal Popular, en una pintoresca audiencia en la que no consintieron que me sentara en el banquillo de los acusados, y trajeron un sillón para que me acomodase. Tampoco consintieron que me quitara el sombrero, pues el día era crudo. El único testigo de cargo – un guardia de asalto- al ver aquellas deferencias se asustó y dijo no saber nada de mí, a pesar de que él firmara la denuncia que originó el expediente. Dispuso mi libertad el presidente, y el defensor – Virgilio Anguita- dijo que para mi defensa sólo tenía que decir que se honraba estrechando contra su pecho a un venerable anciano digno de los mayores respetos.
Libre en el Jaén rojo, encaminé mis pasos a la casa de la viuda de Carlos Álvarez, mi parienta, en donde estuve uno o dos días, hasta que me proporcionaron medios para volver al Castillo. Entré en mi casa la víspera de Nochebuena.
Hasta que terminó la guerra civil viví los peores días de mi vida. Todos los de la casa tenían que ir a las colas para procurarnos algo de comer. Sin ver, ni hablar con nadie, pasaba las horas, inmóvil en este sillón. Mis únicos compañeros eran los recuerdos, pero todos tan ingratos que procuraba no pensar en nada. Nadie venía a verme, pues todos tenían bastante con sus problemas. En los tiempos duros y difíciles la humanidad vuelve instintivamente a la vida de la caverna, y cada uno mira solamente por si.
Acabada la guerra vinieron los problemas de la escasez y la carestía. Se me planteó la elemental necesidad de no morirnos de hambre. Dios, cuyos caminos son tan extraños que a veces parecen paradójicos, era el único que podía remediarnos, y Él acudió en nuestra ayuda. El triunfo de las armas nacionales representó también el triunfo del carlismo; no entiendo por qué, pero sea en buena hora, ya que fui nombrado Teniente Honorario del ejército, y bien sabe Dios que el honor lo aprecio en nada, puesto que yo había ganado el grado de capitán por méritos de guerra en el mismo campo de batalla (se refiere a la guerra carlista de los años setenta del siglo XIX).
(…) Reanudada mi vida con cierta normalidad, volví a tener noticias del carlismo- ahora pienso que quizá se intentó pedirme cuentas de él al detenerme, y la fustración del juicio en que comparecí en Jaén, lo impidiera.
Supe que don Alfonso Carlos murió el 36, mientras yo vivía aislado del mundo en Locubín, y había dejado a su sobrino, don Javier de Borbón- Parma, como regente (….)
Todas estas cuestiones se me hicieron ajenas e inoperantes hace años, y ya no pienso, ni hablo, ni oír quiero, nada del carlismo, ni del viejo ni del nuevo. Mi vida de acción hace tiempo que acabó, y no es la política- con el nombre que sea- lo que puede satisfacerme a estas alturas. Confieso que el nombre nuevo del viejo carlismo me disgusta íntimamente. El Tradicionalismo no me dice nada, no es garbanzo que pueda cocerse en mi puchero y prefiero apartarme de él. Llamar al partido Comunión me parece una fútil irreverencia que me crispa los nervios, pues siempre fui enemigo- por sincero creyente- de mezclar la política con nada que ni en apariencia tenga relación con lo sagrado.
(…) Desde que me dan un sueldo hemos revivido; vamos reponiendo lo gastado por el uso; se va pagando lo atrasado, y, si Dios me diera algunos años más de vida, quizá alcanzara a dejar a mi hijo orientado en el mundo.
La anécdota de mi vida ha terminado. ¿Qué puedo esperar ya? Lo único que aguardo es la muerte, y mientras llega aquí vegeto, en este sillón que es mi potro.
Si aún me afano, seguramente no es por nada mío. Me desazona la familia, esta pobre familia que tan a destiempo Dios me concediera.
Álvarez de Morales y Ruiz, Rafael. Recuerdos de un carlista andaluz (un cruzado de la causa), Instituto de Hª de Andalucía. Cordoba. 1982.