Esta pequeña aldea, que se adentra en el verdor espeso de los olivares, como si por un designio irremediable del azar buscase un
rincón tranquilo donde desaparecer, está herida de muerte. Apenas una o dos
familias la habitan asiduamente y sólo en los meses de la
aceituna se repuebla interinamente con un puñado de jornaleros foráneos que, a pesar de no sentir el arraigo de los nativos, dan vida por unos meses a este lugar casi desahuciado. También es normal encontrar algún vecino, hijo o nieto de
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