Un lobo, tan hambriento que no tenía más que piel y huesos, se encontró a un perro, gordo y lustroso, que se había extraviado. De buen grado lo hubiera acometido y destrozado, pero verdad es que para eso había que emprender singular batalla, y el enemigo tenía aspecto de defenderse bien.
Por ello, el lobo se le acercó con la mayor cortesía, entabló conversación con él, y le felicitó por lo bien que se veía.
-No estás tan admirable como yo, porque no quieres, contestó el perro... -Deja el bosque y a los tuyos, son unos desdichados. Sígueme y tendrás una mejor vida.
-Y qué tendré que hacer?, contestó el lobo.
-Casi nada, repuso el perro, acometer a los pordioseros y a los que llevan bastón o garrote; acariciar a los de la casa, y complacer al amo. Con tan poco como esto, tendrás buena comida, las sobras de todos los alimentos, huesos de pollo y pichones; y algunas caricias, además.
El lobo, al oír tal cosa, se imaginó un porvenir de gloria que le hizo llorar de gozo. Pero mientras caminaba hacia la casa del amo, advirtió que el perro tenía en el cuello una cadena.
— ¿Qué es eso?, le preguntó.
— Nada.
—Cómo que nada?, Poca cosa, algo será.
—Es solo la señal del collar al que estoy atado.
— ¡Atado!, exclamó el lobo, pues ¿qué?, ¿no vas y vienes adonde quieres?.
—No siempre, pero eso, ¿qué importa? —Importa tanto,
replicó el lobo, que renuncio a tu comida, y renunciaría a cualquier cosa por conservar el mayor de los tesoros: mi libertad.
Dijo esto y se alejó corriendo, sin mirar atrás.
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