Amigos del Foro:
Mañana, después del mediodía, algunos pondremos rumbo a Jimena para disfrutar del Puente de la Constitución y de la Inmaculada. Un año más, asistiremos al ritual de “La Concebida”. Estaréis de acuerdo conmigo, que uno de los signos de identidad de un Jimenato es el haber entonado la famosa coplilla de “La Concebida” (cuyo sentido aún tratamos de averiguar) y el de haberse arrastrado por las calles y plazas de Jimena en busca de las monedas lanzadas al suelo desde algún balcón bajo el cual habíamos entonado la cancioncilla. Ayer, “Manolito”, por medio de las palabras del “pobre” Juan Andrés, nos recordaba ese día. Yo voy a utilizar expresiones de mi propia cosecha.
Pero antes, recordando el viejo programa de Radio Jaén, que se llamaba “Discos Dedicados”, aprovecharé aquella dedicatoria tantas veces oída:
“DEDICO ESTE DISCO (Relato) CON TODO MI CARIÑO, PARA QUE PASE UN FÉLIZ DIA DE CUMPLEAÑOS, A MI HERMANA RAFAELA, QUE SEGURAMENTE NOS ESTARÁ OYENDO (leyendo). Un beso.
RECUERDOS INFANTILES DE LA “CONCEBIDA”.
Hacía una noche de las que como decimos en Jimena ¡agárrate y no te “menees”!. Había estado un rato con mi padre, que como todas las noches, en la Tabernilla de Pedro Ramiron (la de la esquina donde está ahora la droguería), hacia tertulia con sus “ligaores” de siempre; cada uno con su “rizailla” de medio litro (blanco Peréz Marín de cuba) para que no hubiera equívocos. Había nevado el día anterior y aún persistía un frio congelador. La aceituna no había empezado todavía por culpa de la lluvia y la nieve y ese año la campaña iba a atrasarse.
Yo vivía en la calle Iglesia nº 5. Me bajé por la “Cuesta Garrido” y la calle Audiencia. Al mirar la torre del campanario (luego aprendería lo de espadaña) se notaba uno de los huecos sin campana. Estaba “tuerto”, como el gigante Polifemo engañado por Ulises, según la lectura de la Odisea que hacía unos días nos había hecho el maestro (por cierto, la Iglesia, según decían, estaba a punto de ser derribada para hacerla nueva). En las noches de invierno no me gustaba pasar por delante de la puerta y la ventana del “Cuarto de las Ánimas”. Me daba miedo ver como a través de las rendijas de la vieja puerta, se podían distinguir las “fosforecencias” que despedían los restos óseos que sobresalían de los nichos despanzurrados. Luego aprendería, que en Galicia, cuando este mismo fenómeno se produce en sus cementerios a las orillas del mar lo llaman “El Fuego de San Telmo”.
Los “cándalos” colgaban de las “enalas” de los tejados. Por la parte de atrás de la Iglesia, estos “cándalos” eran como “gárgolas de hielo” suspendidas de la cornisa, inversas a las otras gárgolas que figuran sobre el filo de los tejados de otros Templos más importantes y que casi siempre representan a figuras horrorosas. Hasta la higuera que sobresalía en medio de la pared (todavía hemos visto una foto de ella en el Foro) aparecía cubierta por un “helazo negro”.
La luz eléctrica, que durante toda la noche había estado yéndose y viniendo, se fue definitivamente y allí sentados alrededor de la lumbre, mi madre, mi hermana y yo, nos quedamos sin oír el capítulo de Matilde, Perico y Periquín. Después de una cena ligera, alumbrados por el “velón” de aceite, mi madre preparó la bolsa de agua caliente para combatir el frio de las sábanas heladas y dándonos las buenas noches, además nos dijo: mañana no tenéis que madrugar, mañana no hay escuela, mañana es ¡LA CONCEBIDA!
¡Sin pecado concebida, sin pecado original! Uno metió la cabeza y no la pudo sacar ¡
¡Viva! ¡Y al que no diga viva se le seque la barriga! ¡Viva!
Esta letanía, repetida una y otra vez, entraba por las rendijas del balcón de la Sala Dormitorio que daba a la calle Iglesia. Semidormido me asomé, y allí mismo, delante de la puerta de la tienda de Isabel la de Melchor (la Titi para mi hermana y para mí), un “puñado de arrapiezos” se arrastraba por el suelo para recoger las monedas de “perra gorda” (alguna de dos reales y hasta de una peseta) que Isabel les iba echando desde el balcón. Una vez hecha la “limpia” desaparecieron rápidamente.
Desde el dormitorio, se oía el rítmico golpeo de las tenazas sobre los palos semiquemados de la noche anterior, mi madre los estaba limpiando para encender la lumbre de nuevo. En la puerta se oyó la llamada de la “muchacha” que vendía la leche (creo que a mi casa iba Mari la de Antonio Cagaleta, hoy conocida como “Mari la de la “Peña”). Como el desayuno iba a estar listo me vestí rápidamente. Me ayudaron a espabilarme los estrujones y besuqueos que mi madre me daba cada día, ¡para que juntes los huesecillos!, me decía. La curiosidad por tener más detalles sobre lo que había visto desde el bacón, aceleró el aseo y el desayuno (leche con sopas).
Como todavía no había empezado la aceituna, sabía que mi padre estaría en la carpintería (lo de los días festivos era muy relativo). Subí a la plaza para irme por la calle Cervantes. Delante de “Los Gallos”, en la Farmacia y en alguna tienda de la “Carrera”, grupos similares al que había visto en mi calle, canturreaban la misma cancioncilla (también irían a las casas de los “ricos” del pueblo). En todos los sitios acaban peleándose por las monedas “esturreadas” por el suelo. Al inicio de la calle Cervantes estaba el Cuartel de la Guardia Civil, siempre me daba miedo pasar por delante del guardia de la puerta, embozado en su capote, con el tricornio calado y el fusil colgado al hombro.
En el “zaguancillo” de la puerta de la carpintería, mi padre había encendido un pequeño fuego para calentar la “pez” que iba a utilizar en el encolado de unas puertas. Detrás de la gran puerta de cristales, en su silla de “visita”, Don Manuel Alfonso (el Gordo le decían a sus espaldas) con su sombrero y su bastón inseparables, se calentaba en las brasas de una pequeña lata que le habían preparado al efecto. Casi todos los días hacía los mismo y aprovechaba el estar enfrente de su casa para venir a "pegar la hebra" con mi abuelo Luis, mi tío Ramón y Sebastián, mi padre. Eran casi las once y estaba esperando a que sonara la hora en el reloj de la plaza para subirse a su balcón, acristalado hasta el techo, y “echar la Concebida”.”
Efectivamente, unos minutos antes de las once, debajo del balcón, habían empezado a congregarse todas las “patuleas” que habían salido a cantar la Concebida. La escala de edades de los “cantaores” empezaba desde los más tiernos infantes a “zagalones” en su último de año de pantalones cortos con las piernas más negras que la “panza una olla”. Sabiendo de la importancia de los “premios”, los mayores “acogotaban” a los más pequeños y se situaban en los sitios estratégicos. El suelo era un lodazal de charcos y barro mezclado con las piedras “vivas” de la calle.
Don Manuel se asomó al balcón y cual Rey Midas (decían que era el hombre más rico del pueblo) con la Bolsa de la Fortuna en la mano, comenzó a esparcir su contenido. Se comentaba que además de las consabidas “perras chicas y gordas”, abundaban las monedas de dos reales, las pesetas, lo diez reales, algunos duros y como premio gordo una moneda de cinco duros. Allí vi por primera vez la más auténticas de las “melées” que luego en tantas ocasiones volvería a ver en el Campo de Rugby de la Ciudad Universitaria de la Complutense. La lucha entre el barro y el agua era encarnizada, sobre todo por parte de los grandullones. Al final, con las rodillas "esollás" y toda la ropa llena de barro, no quedaría la más pequeña moneda por recoger. Uno de los más fuertes, levantó en alto la moneda de los cinco duros como si fuera el más preciado “oro Olímpico”. La fiesta había terminado.
Algún rato después, sobre la una del mediodía, me padre me subió de la mano a la Plaza. Iba a Los Gallos a tomarse unos “chatos” hasta la hora de la comida. A mí me encantaba acompañarlo a ver al Conserje, su amigo Paco Cusino y a su hijo Patricio, mi amigo. ¡También había tapa para mí en cada ronda!.
En la plaza, en los numerosos “corrillos” de niños que aguantaban el frio, cada uno hacía el recuento de lo “recaudado” en sus correrías. Jesús el Confitero (quizás por el frío) no había salido esa mañana con su caja de cristal y madera pintada de azul y llena de los famosos “liaos” y “merengues de copete”. Sin embargo, allí los estaba esperando “Calabuch”, con su carricoche repleto de toda clase de “chucherías” (pintado con los colores de la SADA, la línea de autobuses de Jódar rival de los Muñóz-Amézcua) y la parrilla de asar las castañas. DON VICENTE CALABUCH: “El encanto de los pequeños” como el mismo se anunciaba en los Programas de la Fiesta.
Así acababa la mañana del “Día de la Concebida”.
Mañana, después del mediodía, algunos pondremos rumbo a Jimena para disfrutar del Puente de la Constitución y de la Inmaculada. Un año más, asistiremos al ritual de “La Concebida”. Estaréis de acuerdo conmigo, que uno de los signos de identidad de un Jimenato es el haber entonado la famosa coplilla de “La Concebida” (cuyo sentido aún tratamos de averiguar) y el de haberse arrastrado por las calles y plazas de Jimena en busca de las monedas lanzadas al suelo desde algún balcón bajo el cual habíamos entonado la cancioncilla. Ayer, “Manolito”, por medio de las palabras del “pobre” Juan Andrés, nos recordaba ese día. Yo voy a utilizar expresiones de mi propia cosecha.
Pero antes, recordando el viejo programa de Radio Jaén, que se llamaba “Discos Dedicados”, aprovecharé aquella dedicatoria tantas veces oída:
“DEDICO ESTE DISCO (Relato) CON TODO MI CARIÑO, PARA QUE PASE UN FÉLIZ DIA DE CUMPLEAÑOS, A MI HERMANA RAFAELA, QUE SEGURAMENTE NOS ESTARÁ OYENDO (leyendo). Un beso.
RECUERDOS INFANTILES DE LA “CONCEBIDA”.
Hacía una noche de las que como decimos en Jimena ¡agárrate y no te “menees”!. Había estado un rato con mi padre, que como todas las noches, en la Tabernilla de Pedro Ramiron (la de la esquina donde está ahora la droguería), hacia tertulia con sus “ligaores” de siempre; cada uno con su “rizailla” de medio litro (blanco Peréz Marín de cuba) para que no hubiera equívocos. Había nevado el día anterior y aún persistía un frio congelador. La aceituna no había empezado todavía por culpa de la lluvia y la nieve y ese año la campaña iba a atrasarse.
Yo vivía en la calle Iglesia nº 5. Me bajé por la “Cuesta Garrido” y la calle Audiencia. Al mirar la torre del campanario (luego aprendería lo de espadaña) se notaba uno de los huecos sin campana. Estaba “tuerto”, como el gigante Polifemo engañado por Ulises, según la lectura de la Odisea que hacía unos días nos había hecho el maestro (por cierto, la Iglesia, según decían, estaba a punto de ser derribada para hacerla nueva). En las noches de invierno no me gustaba pasar por delante de la puerta y la ventana del “Cuarto de las Ánimas”. Me daba miedo ver como a través de las rendijas de la vieja puerta, se podían distinguir las “fosforecencias” que despedían los restos óseos que sobresalían de los nichos despanzurrados. Luego aprendería, que en Galicia, cuando este mismo fenómeno se produce en sus cementerios a las orillas del mar lo llaman “El Fuego de San Telmo”.
Los “cándalos” colgaban de las “enalas” de los tejados. Por la parte de atrás de la Iglesia, estos “cándalos” eran como “gárgolas de hielo” suspendidas de la cornisa, inversas a las otras gárgolas que figuran sobre el filo de los tejados de otros Templos más importantes y que casi siempre representan a figuras horrorosas. Hasta la higuera que sobresalía en medio de la pared (todavía hemos visto una foto de ella en el Foro) aparecía cubierta por un “helazo negro”.
La luz eléctrica, que durante toda la noche había estado yéndose y viniendo, se fue definitivamente y allí sentados alrededor de la lumbre, mi madre, mi hermana y yo, nos quedamos sin oír el capítulo de Matilde, Perico y Periquín. Después de una cena ligera, alumbrados por el “velón” de aceite, mi madre preparó la bolsa de agua caliente para combatir el frio de las sábanas heladas y dándonos las buenas noches, además nos dijo: mañana no tenéis que madrugar, mañana no hay escuela, mañana es ¡LA CONCEBIDA!
¡Sin pecado concebida, sin pecado original! Uno metió la cabeza y no la pudo sacar ¡
¡Viva! ¡Y al que no diga viva se le seque la barriga! ¡Viva!
Esta letanía, repetida una y otra vez, entraba por las rendijas del balcón de la Sala Dormitorio que daba a la calle Iglesia. Semidormido me asomé, y allí mismo, delante de la puerta de la tienda de Isabel la de Melchor (la Titi para mi hermana y para mí), un “puñado de arrapiezos” se arrastraba por el suelo para recoger las monedas de “perra gorda” (alguna de dos reales y hasta de una peseta) que Isabel les iba echando desde el balcón. Una vez hecha la “limpia” desaparecieron rápidamente.
Desde el dormitorio, se oía el rítmico golpeo de las tenazas sobre los palos semiquemados de la noche anterior, mi madre los estaba limpiando para encender la lumbre de nuevo. En la puerta se oyó la llamada de la “muchacha” que vendía la leche (creo que a mi casa iba Mari la de Antonio Cagaleta, hoy conocida como “Mari la de la “Peña”). Como el desayuno iba a estar listo me vestí rápidamente. Me ayudaron a espabilarme los estrujones y besuqueos que mi madre me daba cada día, ¡para que juntes los huesecillos!, me decía. La curiosidad por tener más detalles sobre lo que había visto desde el bacón, aceleró el aseo y el desayuno (leche con sopas).
Como todavía no había empezado la aceituna, sabía que mi padre estaría en la carpintería (lo de los días festivos era muy relativo). Subí a la plaza para irme por la calle Cervantes. Delante de “Los Gallos”, en la Farmacia y en alguna tienda de la “Carrera”, grupos similares al que había visto en mi calle, canturreaban la misma cancioncilla (también irían a las casas de los “ricos” del pueblo). En todos los sitios acaban peleándose por las monedas “esturreadas” por el suelo. Al inicio de la calle Cervantes estaba el Cuartel de la Guardia Civil, siempre me daba miedo pasar por delante del guardia de la puerta, embozado en su capote, con el tricornio calado y el fusil colgado al hombro.
En el “zaguancillo” de la puerta de la carpintería, mi padre había encendido un pequeño fuego para calentar la “pez” que iba a utilizar en el encolado de unas puertas. Detrás de la gran puerta de cristales, en su silla de “visita”, Don Manuel Alfonso (el Gordo le decían a sus espaldas) con su sombrero y su bastón inseparables, se calentaba en las brasas de una pequeña lata que le habían preparado al efecto. Casi todos los días hacía los mismo y aprovechaba el estar enfrente de su casa para venir a "pegar la hebra" con mi abuelo Luis, mi tío Ramón y Sebastián, mi padre. Eran casi las once y estaba esperando a que sonara la hora en el reloj de la plaza para subirse a su balcón, acristalado hasta el techo, y “echar la Concebida”.”
Efectivamente, unos minutos antes de las once, debajo del balcón, habían empezado a congregarse todas las “patuleas” que habían salido a cantar la Concebida. La escala de edades de los “cantaores” empezaba desde los más tiernos infantes a “zagalones” en su último de año de pantalones cortos con las piernas más negras que la “panza una olla”. Sabiendo de la importancia de los “premios”, los mayores “acogotaban” a los más pequeños y se situaban en los sitios estratégicos. El suelo era un lodazal de charcos y barro mezclado con las piedras “vivas” de la calle.
Don Manuel se asomó al balcón y cual Rey Midas (decían que era el hombre más rico del pueblo) con la Bolsa de la Fortuna en la mano, comenzó a esparcir su contenido. Se comentaba que además de las consabidas “perras chicas y gordas”, abundaban las monedas de dos reales, las pesetas, lo diez reales, algunos duros y como premio gordo una moneda de cinco duros. Allí vi por primera vez la más auténticas de las “melées” que luego en tantas ocasiones volvería a ver en el Campo de Rugby de la Ciudad Universitaria de la Complutense. La lucha entre el barro y el agua era encarnizada, sobre todo por parte de los grandullones. Al final, con las rodillas "esollás" y toda la ropa llena de barro, no quedaría la más pequeña moneda por recoger. Uno de los más fuertes, levantó en alto la moneda de los cinco duros como si fuera el más preciado “oro Olímpico”. La fiesta había terminado.
Algún rato después, sobre la una del mediodía, me padre me subió de la mano a la Plaza. Iba a Los Gallos a tomarse unos “chatos” hasta la hora de la comida. A mí me encantaba acompañarlo a ver al Conserje, su amigo Paco Cusino y a su hijo Patricio, mi amigo. ¡También había tapa para mí en cada ronda!.
En la plaza, en los numerosos “corrillos” de niños que aguantaban el frio, cada uno hacía el recuento de lo “recaudado” en sus correrías. Jesús el Confitero (quizás por el frío) no había salido esa mañana con su caja de cristal y madera pintada de azul y llena de los famosos “liaos” y “merengues de copete”. Sin embargo, allí los estaba esperando “Calabuch”, con su carricoche repleto de toda clase de “chucherías” (pintado con los colores de la SADA, la línea de autobuses de Jódar rival de los Muñóz-Amézcua) y la parrilla de asar las castañas. DON VICENTE CALABUCH: “El encanto de los pequeños” como el mismo se anunciaba en los Programas de la Fiesta.
Así acababa la mañana del “Día de la Concebida”.
Luismarin relatas la Concebida de una manera increible, con una serie de detalles y narrativa que nada tiene que envidiar a Muñoz Molina (que deleite leer El Jinete Polaco). Pero lo que a mi personalmente me ha emocionado ha sido algunas de las expresiones que has utilizado en el relato y sobre todo la que pones en boca de tu madre (q. e. p. d.)! para que juntes los huesecillos!, esa misma expresión, acompañada de estrujones y besuqueos, la ha usado siempre mi madre conmigo y ahora la uso yo con mis hijos, cuanto cariño y amor hay en ella.
En definitiva Luis deberías escribir, tal como te han dicho más de una vez, lo haces muy bien. Anímate. Saludos.
En definitiva Luis deberías escribir, tal como te han dicho más de una vez, lo haces muy bien. Anímate. Saludos.
Me alegro que esa expresion tan nuestra de:"Juntar los huesos ", la mantengais. Yo recuerdo con cariño como lo hacia mi madre, despues yo lo hacia con mis hijos, y ahora con mis nietos. Un saludo. Rafi.