JIMENA: Las tías nos estaban aguardando. Pasamos en seguida...

¿No seras mi amigo JUAN?... si no es asi perdona y bienvenido.
Sabemos que hay muchos foreros silenciosos, y yo pienso que teneis tantas cosas que decirnos.
Un saludo, Rafi,

Pues por sí las moscas fuera le vamos a recordar la memoria de algo extraido por nuestra querida jimenata en otras colaboraciones, que me vais permitir que plagie:
"LA CAJA DE LAS ÁNIMAS (dedicado a Juan el de Murcia)
"Hace casi cincuenta años que sucedió esta historia. Yo no era más que un chiquillo de diez años que había ido a pasar unos días con las tías al pueblo. Por aquel entonces, mi padre trabajaba de médico en un hospital militar en Madrid, y por el fallecimiento de un tío lejano de madre en Granada, decidieron que lo mejor era dejarme en Jimena.
Mis tías solteras, Leonor y Eulalia, vivían en la calle Iglesia, justo detrás de la parroquia, enfrente de la cuesta del Arco de Santa Lucía. Habían sido guapas mujeres las dos, pero ninguna le hizo aprecios en su juventud a los pretendientes que tuvieron. Era Leonor bastante más joven y de trato más cálido que de Eulalia, la mayor de los hermanos. Vivían sin apreturas gracias a lo que les rentaban su heredad: dos huertas en San Marcos y tres posturas de olivas en la Hacienda y San Antonio.
A mis ojos de niño, la casa donde vivían mis tías era tan impresionante como un castillo: una vivienda inmensa, llena de corredores con aspidistras, de hornacinas con santos en los pasillos, salas, cuatro balcones que daban a la calle y unas cámaras con techos de cal y cañizo, donde si no recuerdo mal, había unos ventanucos con celosías que daban directamente a la iglesia, y desde los que llegaban a veces los temblorosos ecos que se producían en la soledad del templo...
Llegué a Jimena el primero de noviembre, encantado con la perspectiva de perder unos días de colegio, y sobre todo, de pasar unos días con mis amigos del pueblo. No era habitual estar en casa de mis tías con el curso ya empezado, pero mi madre había venido todo el camino desde Madrid recordándome la cantidad de cosas que podría hacer durante esos días:
“ Mira, Juanito, siendo hoy víspera de difuntos, es menester que visites con tus tías el cementerio, ahí traigo unas flores para llevarlas a los que nos faltan. Cuando subas, puedes pararte en la huerta, coges unas granadas y unos membrillos, si quedan y después puedes irte a buscar a tus amigos, pero ya sabes, a las ocho en casa, que tus tías cenan temprano, y cuidado con hacerlas rabiar, que te conozco... mañana iréis temprano a misa de difuntos, Juanito, en tu bolso te he puesto el traje gris...”
Al escuchar las órdenes de mi madre, suspiré. Ni preguntar si quiera si podría ir a pegar las gachas. Mis amigos estarían fuera hasta las once o las doce, pero yo, a las nueve como muy tarde estaría ya en la cama.
Recuerdo que durante el viaje no tenía muchas ganas de hablar. Casi al llegar, como un mal presagio, las nubes se arremolinaron empujadas por el viento de noviembre. Fríos goterones golpearon el cristal de la ventanilla, y yo me adormecí.
Llegamos a Jimena poco después de las tres de la tarde. Mi padre estacionó su coche frente a la torre del castillo, con su curioso tejado a cuatro aguas. No había nadie en la plaza, el día no invitaba a más. Sólo recuerdo algunas mujeres que caminaban deprisa, con la cabeza agachada. Salían de debajo del arco, con cubos con trapos y flores secas. Vendrían del cementerio, de cumplir el ritual del cuidado de las tumbas. El aire cortaba de frío, y la lluvia arreció.
Primera parte

Las tías nos estaban aguardando. Pasamos en seguida al comedor, donde nos esperaba el almuerzo. Sobre un velador, una gran radio Internacional emitía música clásica, y el fuego ardía con gracia en la chimenea.
Tras la tranquila comida, mis padres se despidieron de nosotros hasta pasados unos días, y yo me quedé allí con mis tías.
He de decir que hoy, desde la distancia de los años, tengo la impresión de que aquel día la casa estaba más fría y más gris que nunca, quizá por lo desapacible del tiempo, por lo señalado del día o por la distorsión de mi recuerdo. La casa que para mí era una memoria de canarios y visillos a la luz del sol, se convirtió desde entonces en el recuerdo de una sombra gris por un pasillo a oscuras. Ni el paso de los años ha podido alterarlo.
Justo después de partir mis padres, y tras las consabidas cortesías, pedí permiso a mis tías para salir a buscar a mis amigos Manuel y Pedro, que vivían cerca de la fuente del Buñuelo, pero mi tía Eulalia me quitó pronto las ideas. Me dijo que no hacía tiempo para salir a la calle, y menos en un día como hoy, en el que las familias recordaban a sus difuntos en la intimidad del hogar. Me indicó que a la tarde oiríamos misa de vísperas y por la noche yo podría escuchar un rato la radio hasta la hora de acostarme.
La tarde se hizo larga. No paró de llover, y además, el viento soplaba con fuerza y traía golpes de agua a las ventanas. A las cinco me dieron de merendar café con leche y roscos de la sartén, creo que así se llamaban. Mi tía Eulalia se fue a la cocina a preparar la cena y las gachas para el postre, y mi tía Leonor, por entretenerme, empezó a contarme cuentos de fantasmas y de aparecidos. La luz se iba cada dos por tres, y a las siete, ya noche cerrada, comenzó el lúgubre repique de las campanas llamando a los fieles a la oración y al recogimiento.
Como cesaba la lluvia, mis tías prefirieron dejarme en la casa en lugar de asistir al oficio. Antes de quedarme solo, fuimos encendiendo por muchos rincones de la casa las lamparillas de aceite, que sí que recuerdo que se llamaban “ mariposas” para velar por las almas de nuestros difuntos, que según me contó mi tía Leonor en las horas de la tarde, esta noche andarían por el mundo de los vivos lamentándose y quejándose de su olvido.
No recuerdo haber sentido miedo cuando que quedé solo en la casa. Permanecí en el comedor, oyendo la triste música que salía de la radio, y ojeando algún libro ilustrado cuando no se iba la luz. Sí qué sé que cada vez que sonaba la campana de difuntos sentía un estremecimiento, pero ¿quién no lo sentiría?. El viento soplaba cada vez más fuerte, y cada golpe de aire hacía oscilar la luz de las lamparillas. Cuando la habitación estaba a oscuras, se llenaba a veces de telarañas de luz que brotaba de la lumbre y de las velas que mis tías habían encendido frente al retrato de sus desaparecidos padres.
Oí golpear la puerta, pensé que eran mis tías que volvían y me asomé al pasillo. No había nada. Crepitaron las mariposas en el cuenco del aceite, y volví a la habitación. Empecé a pensar que los fantasmas de los cuentos venían de veras a por mí.
Pronto regresaron mis tías, heladas y con el paraguas vuelto del revés. Sacudieron los abrigos, encendieron más velas y empezamos a cenar, empanadillas de atún y tomate y gachas con miel y picatostes. Pronto me dio sueño, estaba muy cansado del viaje, y mi tía Leonor subió conmigo a acostarme. Recorrimos las escaleras y el pasillo acompañados del fantasmal resplandor de las mariposas, sobresaltándome con los chispazos que saltaban una y otra vez.
Mi cuarto era pequeño y estaba al lado del de Leonor. Había una cama dorada y negra, una mesilla con pañito y palmatoria, un crucifijo y un armario con luna. Al lado de mi cama, la puerta del balcón, que daba justamente a la calle Iglesia. Mi tía me indicó dónde estaba la pera de la luz, pero en vista de la frecuencia de los apagones, prefirió dejarme una vela.
A pesar de que tenía mucho sueño, oí acostarse a mis tías. Oí el murmullo de su rezo abajo en la sala, oí la radio que funcionaba cuando no había apagón y de la que brotaban los primeros actos del Tenorio cuando mi tía Leonor se retiró a
su cuarto, escuché una y otra vez el lúgubre sonido del aguaviento en mi ventana, y a cada momento, el tañer de las campanas en la víspera de difuntos.
Conseguí dormir por un rato. Me desperté, me levanté de la cama y entreabrí la puerta del cuarto. El pasillo se llenó del ulular del viento, como un lamento profundo, y la corriente hizo temblar las lamparillas. Volví corriendo a la cama y me cubrí la cabeza, demasiado excitado ya para volver a dormir. Se ve que volvió la electricidad, porque desde el cuarto de mi tía escuché de nuevo la radio. En el Tenorio, los espectros golpeaban la puerta y sus voces de ultratumba reclamaban la presencia de D. Luis de Mejía.
Me sosegué por un momento, y oí dar las once en el reloj de la plaza. También oí las campanas, como anunciando definitivamente la presencia en la noche de los visitantes de ultratumba. Arreció el viento, y entre sus sonidos me pareció distinguir otro más distinto, más profundo y oscuro, como una letanía cargada de angustia y dolor. Me incorporé en la cama y escuché con más atención. Efectivamente, un rumor de pasos y sollozos parecía entrar por las rendijas del balcón, procedente de las tinieblas de la calle.
Salí de la cama como en un sueño, y me acerqué fascinado al cuerpo del balcón.
Desde la esquina de la iglesia, más oscura que la noche, una procesión de personas se acercaban a la puerta de la casa. Personas acongojadas, sollozantes, dobladas por el frío y la vana intención de mantener las tenues llamas de sus candiles, velas y farolas. Plañideras con ropajes largos y cabellos sueltos como las locas, que llenaron mis oídos de llanto y dolor. Llevaban entre unos pocos un bulto alargado y blanco, que fosforecía entre tanta tiniebla... Permanecí espantado mirando la hilera de lo que a mí no me pareció otra cosa que un desfile de almas en pena, y cuando pasaron por debajo del balcón vi horrorizado que la forma blanquecina no era otra cosa que un ataúd vacío de madera basta. Alguien levantó la cabeza hacia mí y me sonrió. Su cara negra y sin formas me despertó al horror de repente, y con toda la fuerza de mis diez años, grité y grité hasta que casi perdí el sentido.
Ni que decir tiene que mis tías acudieron al momento a ver qué ocurría. Me encontraron gritando frente al balcón, mi tía Eulalia se lanzó al balcón a echar los postigos y mi tía Leonor me abrazó con toda su fuerza. Me llevaron a la cama de mi tía Leonor, me obligaron a beber leche con coñac y poco a poco me fui recuperando.
Poco después me quedé a solas con mi tía más joven. Se sentó al pie de la cama, y me sonrió con tristeza:
“ Ay, Juanito, hijo, cómo siento que te hayas asustado así. No debí contarte tanto cuento de miedo. Lo que has visto hace un rato no es nada sobrenatural, no te asustes. Es la caja de las ánimas, Juan. La gente pobre de Jimena, la que no tiene dinero para pagar un funeral, entierra a los suyos en el osario común del cementerio. Los bajan de las cuevas en esa caja de madera, y como por desgracia este año la han usado muchas familias, la han sacado de la iglesia y van a velarla aquí al lado, en los sótanos parroquiales. También la velan los que perdieron a padres, hijos o maridos en la guerra. Como no saben dónde yacen, prefieren rezarle a esta caja de madera...”
Recuerdo que volvió la luz, y la radio siguió emitiendo música de réquiem. Las campanas tampoco dejaron de recordar hora tras hora que era noche de difuntos, pero pese a todo, pese a la oscuridad y la lluvia, la mañana llegó.
En mi memoria no quedó nada reseñable de los días siguientes. Supongo que iría con mis amigos al cementerio, con mis tías a la huerta y a las tiendas. Imagino que le narraron a mis padres el episodio como algo anecdótico para no preocuparles, y que no se enteraran que durante varias horas no pude dormir y que tuve mucha fiebre...
No he vuelto a ir por Jimena. El recuerdo del pueblo de mi padre quedó en mi memoria lastimado por un suceso que nada tenía de extraordinario. Crecí, seguí estudiando, mis tías murieron y ya no volví más. Solamente he querido compartir con los hijos de Jimena una historia de mi infancia que a mí me marcó para siempre.
Gracias por escucharme.
B. V. M."
Esas son sus iniciales que me vais a permitir no desvele, si ella misma no lo hace, pero son una colaboración suya en www. jimenatos. com, por desgracia página hoy en el olvido.
segunda parte