JESUS DE NAZARET
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La sabia sincronía de soles y planetas
desplegaba los límites nocturnos.
Atardecía en rojo
cuando el monte se alzaba hospitalario.
La luna llena, sobre los olivos,
plateaba las hojas de la paz
orlándolas con místicos fulgores;
el rostro del Mesías brillaba carmesí,
su sangre coagulada en la renuncia
era tangible huella
del soma liberado en alas inmortales;
sus ojos reflejaban
el perfil de los ámbitos sutiles
y el ingente holograma universal.
Retumba entre las sombras
el desfilar de fúnebres pisadas.
Un Judas inseguro va a su encuentro,
lleva avidez el rictus de sus labios traidores
y su boca el acíbar.
¡Salve, Rabbí!, saluda a Jesucristo,
le besa, es la señal,
beso inmundo que empaña la pureza
y naufraga en su acento.
Cristo interpela a Judas, ¿a qué vienes?,
y Judas no responde.
¿A quién buscáis?, pregunta a los soldados.
A Jesús nazareno, le contestan.
Él les dice, Yo soy,
si me buscáis a mí dejad marchar a éstos.
Se refiere a los suyos, que están sobrecogidos.
Pedro saca su espada, ataca a Malco
cortándole la oreja.
Jesús le ordena, envaina ya tu espada
pues quien a espada hiere a espada morirá.
Con sus dedos virtuosos cicatriza la herida.
Ha llegado su hora,
está en las Escrituras, ha de beber el cáliz.
Se acercan los sicarios con garrotes y espadas
y amarran la paloma mensajera,
anidada en sus manos milagrosas,
con la cuerda trenzada en el orgullo.
Cesa la tempestad
rota en su acantilado acogedor.
Delimitan su mar con diques de tinieblas.
Los ciegos vespertinos huyen hacia la noche.
Cubre la soledad, como el relente,
la túnica sagrada
y empapa de abandono su entramado.
El reloj de la Vida inicia su andadura
girando a contraluz de los olivos.
Conducen a Jesús al tribunal
formado por corruptos arrogantes
que se jactan de lujo, de opulencia,
de poder transitorio,
dignos representantes del maligno.
Cae la noche cerrada sobre Getsemaní.
Un vendaval de pájaros deserta del ramaje.
El horizonte rojo presagia otro diluvio.
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La sabia sincronía de soles y planetas
desplegaba los límites nocturnos.
Atardecía en rojo
cuando el monte se alzaba hospitalario.
La luna llena, sobre los olivos,
plateaba las hojas de la paz
orlándolas con místicos fulgores;
el rostro del Mesías brillaba carmesí,
su sangre coagulada en la renuncia
era tangible huella
del soma liberado en alas inmortales;
sus ojos reflejaban
el perfil de los ámbitos sutiles
y el ingente holograma universal.
Retumba entre las sombras
el desfilar de fúnebres pisadas.
Un Judas inseguro va a su encuentro,
lleva avidez el rictus de sus labios traidores
y su boca el acíbar.
¡Salve, Rabbí!, saluda a Jesucristo,
le besa, es la señal,
beso inmundo que empaña la pureza
y naufraga en su acento.
Cristo interpela a Judas, ¿a qué vienes?,
y Judas no responde.
¿A quién buscáis?, pregunta a los soldados.
A Jesús nazareno, le contestan.
Él les dice, Yo soy,
si me buscáis a mí dejad marchar a éstos.
Se refiere a los suyos, que están sobrecogidos.
Pedro saca su espada, ataca a Malco
cortándole la oreja.
Jesús le ordena, envaina ya tu espada
pues quien a espada hiere a espada morirá.
Con sus dedos virtuosos cicatriza la herida.
Ha llegado su hora,
está en las Escrituras, ha de beber el cáliz.
Se acercan los sicarios con garrotes y espadas
y amarran la paloma mensajera,
anidada en sus manos milagrosas,
con la cuerda trenzada en el orgullo.
Cesa la tempestad
rota en su acantilado acogedor.
Delimitan su mar con diques de tinieblas.
Los ciegos vespertinos huyen hacia la noche.
Cubre la soledad, como el relente,
la túnica sagrada
y empapa de abandono su entramado.
El reloj de la Vida inicia su andadura
girando a contraluz de los olivos.
Conducen a Jesús al tribunal
formado por corruptos arrogantes
que se jactan de lujo, de opulencia,
de poder transitorio,
dignos representantes del maligno.
Cae la noche cerrada sobre Getsemaní.
Un vendaval de pájaros deserta del ramaje.
El horizonte rojo presagia otro diluvio.