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JIMENA: LOS DOMINGOS POR LA TARDE, PESE AL FÚTBOL, NO OS ABANDONO....

LOS DOMINGOS POR LA TARDE, PESE AL FÚTBOL, NO OS ABANDONO.

EL MOLINO DEL PAN. (Por Luismarín)

Ya quedan pocos días para abandonar mis impostoras articulaciones y alejarme de esta vida tranquila y tan bucólica-pastoril que raya en lo idílico. El martes me quitaran la escayola y en breves jornadas tendré que integrarme otra vez en el tráfago y las prisas inherentes a la gran urbe madrileña. Sé que me costará acomodarme a la disciplina del despertador, al rígido horario del trabajo y a los “apretujones” del metro o el autobús. Sin embargo, ya tengo ganas de que vuelva a recorrer mi cuerpo ese hormigueo electrizante que genera la actividad laboral y las urgencias de los “eventuales” y poderosos Jefes.

Esta mañana he dado unos pocos pasos hasta los Pinos de la Carretera Alta o Pinos de Mejías. Me senté en uno de los bancos del nuevo paseo que, vadeando el barranco Gamellón, se alarga hasta las antiguas Eras. Por fin, después de más de cuarenta días de Nuevo Diluvio, el sol de abril “picaba” agradablemente y sus rayos ayudarían al milagro anual de la Consagración de la Primavera (Igor Stravinski lo plasmó armónicamente en su Sinfonía-Ballet de ese título). El silencio dominical matutino sólo era roto por los alegres trinos de algunos pajarillos. Si hubiera estado mi amigo Bartolo “Mairena” me habría enseñado los nombres propios de los diminutos cantores así como el colorido particular de cada uno. Los gallegos dicen que cuando canta la alondra, espanta los miedos y que su canto sostiene las nubes, los truenos y los relámpagos. Este bosquecillo de pinos (repoblado hace pocos años) apenas te deja divisar el horizonte, pero entre los claros de sus ramas pude divisar mi objetivo: El Molino del Pan.

Aunque la memoria es como el mal amigo que, cuando más falta te hace, te abandona, a mi mente acudieron recuerdos de la remota infancia que irrumpieron con la frescura de una falsa inmediatez y tenían tal colorido y presentaban imágenes tan plenas de veracidad que parecían saltar por encima de los años y de las conclusiones de los psicólogos sobre los mecanismos de la retentiva.

Mis primeros recuerdos infantiles sobre el Molino del Pan son de los años en que lo explotaba (fue el último molinero) Tío Juanico el “Piojillo”, panziverde de origen. Esas imágenes están relacionadas con dos de mis abuelos, uno por parte materna y la otra por la paterna. Me estoy refiriendo a Manuel “Lete”, panadero de profesión, y a Rafaelica la “Platera”, mujer de carpintero y con afición y saberes de “curandera”.

Mi abuelo Manuel me llevó al Molino del Pan a lomos de su borrica “Chana”. Encaramado en la “albarda”, yo tenía que sujetar un costal (hecho con tela de colchón rayada de azul y blanco) de 60 kilos de trigo. Debía ser pleno verano pues el trigo procedía de una “parva” recién “aventada” gracias al “solano” que había soplado la tarde anterior. El molinero nos saludó cordialmente y en unos minutos el trigo (apisonado por el “rulo” movido por la fuerza de la corriente de agua), quedó convertido en blanca harina. Después de “cernerla” volvió a meterla en el costal, ahora con la “merma” correspondiente. El Tío Juanico se quedó con su “diezmo” correspondiente por el trabajo de la molienda y nos despidió con un ¡hasta otra!. Mi madre me contó muchas veces en mi niñez la inteligencia de la negra burra: todas las mañanas, a temprana hora y después de la primera hornada, la cargaban con unos “cujones” forrados de lona blanca y llenos de panes. Ella sola hacía el camino hasta Caníles y se paraba en cada una de las cortijadas que jalonan el recorrido. Las “caseras” la estaban esperando para recoger las piezas asignadas y dejar sus “vales” dentro del cajón. Terminaba en la fábrica de aceite de Carbonell y, ya de vacío, encaminaba sus solitarios pasos de vuelta hacia el horno de los Letes vecino a la casa de los Varas.

En cambio, la visita al Molino con mi abuela Rafaela fue en pleno invierno. Previamente, habíamos salido de su casa de la calle Audiencia cargando con una vacía “espuerta cuartilla” hecha con fina “pleita” de esparto jodeño. Nos dirigimos a la carpintería de mi abuelo Luis “Maroto” (él ya no trabajaba) para recoger pequeñas astillas y virutas de madera que luego servirían para encender la lumbre de palos de olivo. Saludamos a Don Manuel “El Gordo”, que platicaba con mi abuelo sentados en ambas sillas de enea con las patas recortadas. Contemplaban como mi padre Sebastián y mi tío Ramón se afanaban en cortar unos largos “tablones” de madera de pino con una gran sierra de mano. Antes de irnos, mi padre me hizo un pequeño y bonito barco de vela aprovechando la “penca” de una rama de palmera. En el camino de vuelta por el Molino del Pan, fue cuando entramos a saludar al Tío Juanico. Cuando nos marchábamos, mi abuela cogió mi barquito y lo dejó flotar en la pequeña pileta. Arrastrado por el agua desapareció por un "bujero" del suelo del molino. Ante mi llanto, mi abuela me dijo ¡espera, espera y verás!. Me llevó de la mano a una especie de alberca (luego aprendí a llamarla “El Cárcavo”) que había debajo de la calle. Allí, entre las aguas sucias y llenas de una espuma grisácea estaba flotando mi añorado barquito. Exclamó: ¡Magia de la Tía Potagia!. Desde entonces yo contemplé a mi abuela con una secreta admiración.

En ese momento llegó por primera vez a mis oídos una “cancioncilla” entonada por un grupo de niños:

“Y todo un coro infantil/va cantando la lección: / diez veces ciento, cien mil/ mil veces mil, un millón”.

Las voces canoras provenían de dos viejas naves, con techos de uralita, que ejercían funciones de escuelas masculinas. En ese momento supe que pronto llegaría a conocer muy bien su interior.

Y así fue, en aquellas vetustas aulas aprendí a leer, a escribir, a dibujar y a jugar cada día en aquella amplia explanada llamada el Molino del Pan. Nos divertíamos con cualquier cosa. Años después leí que: “el aburrimiento es la enfermedad de las personas ricas; los pobres no se aburren nunca porque siempre tienen cosas nuevas que hacer. Cada mañana, el maestro, nos recibía con las puertas abiertas y como los rayos del sol saliente nos acogía cálidamente en las gélidas mañanas de invierno. Allí me enseñaron que la ignorancia es la noche de la mente: pero una noche sin luces y sin estrellas. Mi profesor también nos recordaba una frase de D. Miguel de Unamuno: ¡Figuraos lo tonto que será aquel que dice que lo sabe todo”. De igual modo, llegué a entender que la “auténtica amistad es la que se inicia en la infancia, continua en la juventud, permanece en la madurez y dura hasta la vejez”.

Sin embargo, siempre eché de menos que aquellas escuelas no fueran mixtas. Para expresar esa carencia, recurro a unas frases que Javier Marías escribió hace unos meses: “Los que iban a escuelas no mixtas se educaron en el temor y la desconfianza hacia los del otro sexo; así como las chicas consideraban a los chicos unos brutos y unos salidos y éstos a ellas unas idiotas, unos objetos de misterio, los que disfrutamos la suerte de educarnos juntos pudimos tratarnos unos a otros con entera naturalidad. Los chicos veíamos que muchas chicas eran extremadamente inteligentes, y ellas que no pocos de nosotros éramos excelentes compañeros y civilizados. Nos acostumbramos desde el principio a convivir, como convivirán mujeres y hombres durante el resto de la vida”.
(SIGUE)
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
(CONTINUACIÓN)

Decir Molino del Pan era decir ¡Vamos al Cine!. En efecto, que gratos recuerdos del desaparecido Cine Parroquial. Particularmente, me impactaros tres películas: “El Cid”, “Los diez mandamientos” y “Viaje al centro de la tierra”. Años después, me identifiqué con Totó, el protagonista de la película “Nuovo Cinema Paradiso” dirigida por Giuseppe Tornatore en 1988. Es toda una declaración de amor al cine y recuerdo de la infancia. Como el nuestro, también su cine fue demolido. Me sirvió ... (ver texto completo)