JIMENA: II. DIA DE DIFUNTOS...

II. DIA DE DIFUNTOS

El llamado “Día de los Difuntos” amaneció con un tiempo primaveral. Todo lo contrario de los recuerdos que me vienen a la memoria de los años de mi niñez. Por entonces todo era oscuro y triste y las manchas negras de las mujeres eternamente de luto llenaban las calles y la Plaza de Jimena. El interior de las casas estaba malamente iluminado con bombillas de pocos watios colgando simplemente del cable pelado. Todavía siento el frío reinante en esos días y las cocinas llenas del humo de la lumbre encendida con palos húmedos y las mesas camillas despidiendo entre las “enagüillas” un fuerte tufo que emanaba de la mala combustión de las brasas que llenaban las cubetas de zinc con las que algunas familias iban a recoger las “badiladas” de brasas que gentilmente les cedían los propietarios de los hornos del pan. Los días eran plúmbeos y las rachas de viento ya solían arrastrar unos densos aguaceros. Desde lo alto del campanario el “Toque a Muerto” (como todavía se sigue diciendo) esparcía su fúnebre sonsonete que se expandía por todo el pueblo y sus alrededores. No cesaba en las veinticuatro horas del día. Transitar desde el anochecer por las empinadas calles de nuestro pueblo era todo un acto de valentía que sobrecogía el espíritu. Los desconchones de las paredes se nos figuraban imágenes aterradoras y fantasmagóricas. El siempre ruido producido por los gatos en su continuo entrar y salir por las desaparecidas “gateras” te ponían el vello de punta. En todas las casas, esparcidas por muchos de sus rincones, las lamparillas encendidas en las “alcuzas” de aceite proyectaban unas sombras que se movían entre los cuartones del techo. Eran las almas de nuestros desaparecidos ancestros según nos recordaban los viejos de la casa. La única manera de evitar todo esto y dejar de oír el obsesivo toque de las campanas era acostarse cuando antes, dormirse pronto y esperar la deseada luz del nuevo amanecer. Eran otros tiempos.

Este año elegí el atardecer del Día de los Difuntos para visitar las tumbas de mis seres más queridos y amigos insustituibles. El mejor homenaje que se les puede hacer es el de rescatar recuerdos y vivencias compartidas durante el breve tiempo que implica el hacer acto de presencia ante su postrera morada. Nunca debemos olvidar que esos momentos de nuestra vida compartidos únicamente entre el familiar o amigo desparecido y nosotros mismos suponen una parte de nuestra existencia que ya, sin remisión, le hemos entregado a ellos. Por eso, conforme vamos avanzando en edad, todos esos instantes desaparecidos van minorando poco a poco el resto de nuestra vida hasta que llegue su total desaparición. Hace unos meses, el escritor ubetense Antonio Muñoz Molina (galardonado recientemente con el Premio Príncipe de Asturias), nos recordaba lo siguiente: “La muerte de alguien empuja el tiempo de su vida hacia el pasado. Cuando uno va cumpliendo años ese pasado de los que se han ido comienza a ser el suyo. Con cada muerte sucesiva una parte de la propia vida se va quedando más lejos, y uno descubre con gradual estupor que tiene recuerdos muy claros de cosas que para muchos otros, más jóvenes que él, están al otro lado de la frontera misteriosa del nacimiento”.

Delante de la tumba de mi madre rememore la enorme tristeza que conlleva la orfandad. El padre podía ser nuestro techo y la madre nuestro suelo siempre firme y seguro, cuando ambos desaparecen uno siente que también inicia la cuenta atrás y que ya no tienes sujeción alguna, que te quedas suspendido, sin agarradero alguno, en el aire que llenaba ese techo y ese suelo ya inexistentes. Qué bien expresó Dante, en un verso de su Divina Comedia, el quebranto que supone la pérdida de nuestros seres más queridos: “No existe un dolor mayor que recordar el tiempo feliz en la desdicha”. Por otro lado, es curioso, como en esos instantes se te despierta el derecho de posesión de una manera un tanto triste: Solo el que ha muerto es totalmente nuestro. Solamente nos pertenecen aquellos que hemos perdido. Tampoco viene de más recordar que, para algunos, la vida humana es el mayor derroche económico de la naturaleza: cuando parece que podrías empezar a sacarle provecho a lo que sabes, te mueres y casi siempre no te da tiempo de transmitir lo que sabes a los que vienen detrás que tienen que volver a empezar desde cero.

En poco tiempo comenzaron a caer sobre el Cementerio las primeras sombras de la noche. Quién sabe si esas sombras son de los que ya no están, tal vez sean sombras tenaces de muertos que en vez de disiparse crecen con los años y se superponen a los vivos. El que se fue primero brilla más porque su resplandor fue más breve y por lo tanto más intenso y porque la muerte en plena juventud lo absolvió del descrédito inevitable de ir envejeciendo. El que vive, por muy brillante que sea, es un ser humano real. El muerto ha pasado a pertenecer a lo mitológico. Hay muchos que le temen a la oscuridad por si acaso, entre la penumbra, es verdad que los muertos se levantan. Un amigo mío, ya desaparecido, me decía: ¡Yo, tenerle miedo a los muertos!, ¡A los vivos es a quien hay que tenerle miedo de verdad!. Igualmente es verdad que tememos la oscuridad y buscamos la luz. Que huimos de las tinieblas y las rasgamos con el fuego. Sin embargo, un viejo sabio recordaba que miles de personas han muerto abrasadas por el fuego pero nadie ha muerto por resultas de la oscuridad. Aunque bien es cierto que algunos dicen que en el Infierno no hay fuego que de luz, sino que todo es oscuridad e incertidumbre que es lo que más teme el hombre.

Con la noche cerrada llegó el momento en que las numerosas flores depositadas por los familiares vieron difuminado su espléndido colorido con el que habían alegrado el Camposanto a lo largo de la bella mañana y parte de la espléndida tarde otoñal. Ahora, a ese florido brillo lo sustituía el resplandor producido por las numerosas velas y lamparillas colocadas en las hornacinas de los nichos y a los pies de las tumbas. Nunca más apropiado este inigualable verso del poeta Luis Cernuda: ”Hermosa era aquella llama, breve como todo lo hermoso: luz y ocaso”.

Llama la atención que cada vez hay más fotos en los nichos que contienen los restos de los ausentes. Será el remedio para que el tiempo inmisericorde, que nos hace olvidar las voces de los que ya no están, no pueda hacer lo mismo con sus rostros. Entre los epitafios que adornan algunas tumbas no encontré ninguno como este usado frecuentemente en los cementerios italianos: “Un bel morir tutta una vita onora” (Una bella muerte honra toda una vida). Tampoco este otro que más de alguna se quedaría con la gana de grabar en la lapida de su desaparecido esposo: “Tanta gloria te de Dios como descanso me dejas”. Hace pocos días, un columnista gracioso opinaba que aquello de ¡hay muchas tumbas llenas por causa de grandes cenas!, ya se da poco en estos tiempos que corren. Por qué ahora las cenas son cada vez más frugales, tal vez en exceso. Que las exiguas pensiones dan para lo que dan. Antes acelgas y pescadito hervido, ahora sólo acelgas y gracias.

No voy a repetir una vez más la conocida sentencia masónica que figura en la pequeña lápida adosada a la puerta de entrada de nuestro cementerio, ya os la sabéis casi todos. Prefiero recordar esta que algún clásico decía que figuraba en la puerta de acceso al Infierno: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate (Dejad toda esperanza, vosotros los que entráis). (SIGUE)
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Ante la visión de tantas flores, voy a hacer alguna consideración sobre ese hecho. Al igual que se regalan flores a la madre con motivo de su alumbramiento, o con un florido ramo se encamina la novia al altar, también con flores se despide a un ser querido y se le recuerda año tras año por Todos los Santos. «Los días del hombre no son sino hierba: crecen como las flores del campo; cuando el viento pasa sobre ellas, desaparecen...», reza el Salmo 103. Este párrafo nos mostraría que ... (ver texto completo)