II. DIA DE DIFUNTOS
El llamado “Día de los Difuntos” amaneció con un tiempo primaveral. Todo lo contrario de los recuerdos que me vienen a la memoria de los años de mi niñez. Por entonces todo era oscuro y triste y las manchas negras de las mujeres eternamente de luto llenaban las calles y la Plaza de Jimena. El interior de las casas estaba malamente iluminado con bombillas de pocos watios colgando simplemente del cable pelado. Todavía siento el frío reinante en esos días y las cocinas llenas del humo de la lumbre encendida con palos húmedos y las mesas camillas despidiendo entre las “enagüillas” un fuerte tufo que emanaba de la mala combustión de las brasas que llenaban las cubetas de zinc con las que algunas familias iban a recoger las “badiladas” de brasas que gentilmente les cedían los propietarios de los hornos del pan. Los días eran plúmbeos y las rachas de viento ya solían arrastrar unos densos aguaceros. Desde lo alto del campanario el “Toque a Muerto” (como todavía se sigue diciendo) esparcía su fúnebre sonsonete que se expandía por todo el pueblo y sus alrededores. No cesaba en las veinticuatro horas del día. Transitar desde el anochecer por las empinadas calles de nuestro pueblo era todo un acto de valentía que sobrecogía el espíritu. Los desconchones de las paredes se nos figuraban imágenes aterradoras y fantasmagóricas. El siempre ruido producido por los gatos en su continuo entrar y salir por las desaparecidas “gateras” te ponían el vello de punta. En todas las casas, esparcidas por muchos de sus rincones, las lamparillas encendidas en las “alcuzas” de aceite proyectaban unas sombras que se movían entre los cuartones del techo. Eran las almas de nuestros desaparecidos ancestros según nos recordaban los viejos de la casa. La única manera de evitar todo esto y dejar de oír el obsesivo toque de las campanas era acostarse cuando antes, dormirse pronto y esperar la deseada luz del nuevo amanecer. Eran otros tiempos.
Este año elegí el atardecer del Día de los Difuntos para visitar las tumbas de mis seres más queridos y amigos insustituibles. El mejor homenaje que se les puede hacer es el de rescatar recuerdos y vivencias compartidas durante el breve tiempo que implica el hacer acto de presencia ante su postrera morada. Nunca debemos olvidar que esos momentos de nuestra vida compartidos únicamente entre el familiar o amigo desparecido y nosotros mismos suponen una parte de nuestra existencia que ya, sin remisión, le hemos entregado a ellos. Por eso, conforme vamos avanzando en edad, todos esos instantes desaparecidos van minorando poco a poco el resto de nuestra vida hasta que llegue su total desaparición. Hace unos meses, el escritor ubetense Antonio Muñoz Molina (galardonado recientemente con el Premio Príncipe de Asturias), nos recordaba lo siguiente: “La muerte de alguien empuja el tiempo de su vida hacia el pasado. Cuando uno va cumpliendo años ese pasado de los que se han ido comienza a ser el suyo. Con cada muerte sucesiva una parte de la propia vida se va quedando más lejos, y uno descubre con gradual estupor que tiene recuerdos muy claros de cosas que para muchos otros, más jóvenes que él, están al otro lado de la frontera misteriosa del nacimiento”.
Delante de la tumba de mi madre rememore la enorme tristeza que conlleva la orfandad. El padre podía ser nuestro techo y la madre nuestro suelo siempre firme y seguro, cuando ambos desaparecen uno siente que también inicia la cuenta atrás y que ya no tienes sujeción alguna, que te quedas suspendido, sin agarradero alguno, en el aire que llenaba ese techo y ese suelo ya inexistentes. Qué bien expresó Dante, en un verso de su Divina Comedia, el quebranto que supone la pérdida de nuestros seres más queridos: “No existe un dolor mayor que recordar el tiempo feliz en la desdicha”. Por otro lado, es curioso, como en esos instantes se te despierta el derecho de posesión de una manera un tanto triste: Solo el que ha muerto es totalmente nuestro. Solamente nos pertenecen aquellos que hemos perdido. Tampoco viene de más recordar que, para algunos, la vida humana es el mayor derroche económico de la naturaleza: cuando parece que podrías empezar a sacarle provecho a lo que sabes, te mueres y casi siempre no te da tiempo de transmitir lo que sabes a los que vienen detrás que tienen que volver a empezar desde cero.
En poco tiempo comenzaron a caer sobre el Cementerio las primeras sombras de la noche. Quién sabe si esas sombras son de los que ya no están, tal vez sean sombras tenaces de muertos que en vez de disiparse crecen con los años y se superponen a los vivos. El que se fue primero brilla más porque su resplandor fue más breve y por lo tanto más intenso y porque la muerte en plena juventud lo absolvió del descrédito inevitable de ir envejeciendo. El que vive, por muy brillante que sea, es un ser humano real. El muerto ha pasado a pertenecer a lo mitológico. Hay muchos que le temen a la oscuridad por si acaso, entre la penumbra, es verdad que los muertos se levantan. Un amigo mío, ya desaparecido, me decía: ¡Yo, tenerle miedo a los muertos!, ¡A los vivos es a quien hay que tenerle miedo de verdad!. Igualmente es verdad que tememos la oscuridad y buscamos la luz. Que huimos de las tinieblas y las rasgamos con el fuego. Sin embargo, un viejo sabio recordaba que miles de personas han muerto abrasadas por el fuego pero nadie ha muerto por resultas de la oscuridad. Aunque bien es cierto que algunos dicen que en el Infierno no hay fuego que de luz, sino que todo es oscuridad e incertidumbre que es lo que más teme el hombre.
Con la noche cerrada llegó el momento en que las numerosas flores depositadas por los familiares vieron difuminado su espléndido colorido con el que habían alegrado el Camposanto a lo largo de la bella mañana y parte de la espléndida tarde otoñal. Ahora, a ese florido brillo lo sustituía el resplandor producido por las numerosas velas y lamparillas colocadas en las hornacinas de los nichos y a los pies de las tumbas. Nunca más apropiado este inigualable verso del poeta Luis Cernuda: ”Hermosa era aquella llama, breve como todo lo hermoso: luz y ocaso”.
Llama la atención que cada vez hay más fotos en los nichos que contienen los restos de los ausentes. Será el remedio para que el tiempo inmisericorde, que nos hace olvidar las voces de los que ya no están, no pueda hacer lo mismo con sus rostros. Entre los epitafios que adornan algunas tumbas no encontré ninguno como este usado frecuentemente en los cementerios italianos: “Un bel morir tutta una vita onora” (Una bella muerte honra toda una vida). Tampoco este otro que más de alguna se quedaría con la gana de grabar en la lapida de su desaparecido esposo: “Tanta gloria te de Dios como descanso me dejas”. Hace pocos días, un columnista gracioso opinaba que aquello de ¡hay muchas tumbas llenas por causa de grandes cenas!, ya se da poco en estos tiempos que corren. Por qué ahora las cenas son cada vez más frugales, tal vez en exceso. Que las exiguas pensiones dan para lo que dan. Antes acelgas y pescadito hervido, ahora sólo acelgas y gracias.
No voy a repetir una vez más la conocida sentencia masónica que figura en la pequeña lápida adosada a la puerta de entrada de nuestro cementerio, ya os la sabéis casi todos. Prefiero recordar esta que algún clásico decía que figuraba en la puerta de acceso al Infierno: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate (Dejad toda esperanza, vosotros los que entráis). (SIGUE)
El llamado “Día de los Difuntos” amaneció con un tiempo primaveral. Todo lo contrario de los recuerdos que me vienen a la memoria de los años de mi niñez. Por entonces todo era oscuro y triste y las manchas negras de las mujeres eternamente de luto llenaban las calles y la Plaza de Jimena. El interior de las casas estaba malamente iluminado con bombillas de pocos watios colgando simplemente del cable pelado. Todavía siento el frío reinante en esos días y las cocinas llenas del humo de la lumbre encendida con palos húmedos y las mesas camillas despidiendo entre las “enagüillas” un fuerte tufo que emanaba de la mala combustión de las brasas que llenaban las cubetas de zinc con las que algunas familias iban a recoger las “badiladas” de brasas que gentilmente les cedían los propietarios de los hornos del pan. Los días eran plúmbeos y las rachas de viento ya solían arrastrar unos densos aguaceros. Desde lo alto del campanario el “Toque a Muerto” (como todavía se sigue diciendo) esparcía su fúnebre sonsonete que se expandía por todo el pueblo y sus alrededores. No cesaba en las veinticuatro horas del día. Transitar desde el anochecer por las empinadas calles de nuestro pueblo era todo un acto de valentía que sobrecogía el espíritu. Los desconchones de las paredes se nos figuraban imágenes aterradoras y fantasmagóricas. El siempre ruido producido por los gatos en su continuo entrar y salir por las desaparecidas “gateras” te ponían el vello de punta. En todas las casas, esparcidas por muchos de sus rincones, las lamparillas encendidas en las “alcuzas” de aceite proyectaban unas sombras que se movían entre los cuartones del techo. Eran las almas de nuestros desaparecidos ancestros según nos recordaban los viejos de la casa. La única manera de evitar todo esto y dejar de oír el obsesivo toque de las campanas era acostarse cuando antes, dormirse pronto y esperar la deseada luz del nuevo amanecer. Eran otros tiempos.
Este año elegí el atardecer del Día de los Difuntos para visitar las tumbas de mis seres más queridos y amigos insustituibles. El mejor homenaje que se les puede hacer es el de rescatar recuerdos y vivencias compartidas durante el breve tiempo que implica el hacer acto de presencia ante su postrera morada. Nunca debemos olvidar que esos momentos de nuestra vida compartidos únicamente entre el familiar o amigo desparecido y nosotros mismos suponen una parte de nuestra existencia que ya, sin remisión, le hemos entregado a ellos. Por eso, conforme vamos avanzando en edad, todos esos instantes desaparecidos van minorando poco a poco el resto de nuestra vida hasta que llegue su total desaparición. Hace unos meses, el escritor ubetense Antonio Muñoz Molina (galardonado recientemente con el Premio Príncipe de Asturias), nos recordaba lo siguiente: “La muerte de alguien empuja el tiempo de su vida hacia el pasado. Cuando uno va cumpliendo años ese pasado de los que se han ido comienza a ser el suyo. Con cada muerte sucesiva una parte de la propia vida se va quedando más lejos, y uno descubre con gradual estupor que tiene recuerdos muy claros de cosas que para muchos otros, más jóvenes que él, están al otro lado de la frontera misteriosa del nacimiento”.
Delante de la tumba de mi madre rememore la enorme tristeza que conlleva la orfandad. El padre podía ser nuestro techo y la madre nuestro suelo siempre firme y seguro, cuando ambos desaparecen uno siente que también inicia la cuenta atrás y que ya no tienes sujeción alguna, que te quedas suspendido, sin agarradero alguno, en el aire que llenaba ese techo y ese suelo ya inexistentes. Qué bien expresó Dante, en un verso de su Divina Comedia, el quebranto que supone la pérdida de nuestros seres más queridos: “No existe un dolor mayor que recordar el tiempo feliz en la desdicha”. Por otro lado, es curioso, como en esos instantes se te despierta el derecho de posesión de una manera un tanto triste: Solo el que ha muerto es totalmente nuestro. Solamente nos pertenecen aquellos que hemos perdido. Tampoco viene de más recordar que, para algunos, la vida humana es el mayor derroche económico de la naturaleza: cuando parece que podrías empezar a sacarle provecho a lo que sabes, te mueres y casi siempre no te da tiempo de transmitir lo que sabes a los que vienen detrás que tienen que volver a empezar desde cero.
En poco tiempo comenzaron a caer sobre el Cementerio las primeras sombras de la noche. Quién sabe si esas sombras son de los que ya no están, tal vez sean sombras tenaces de muertos que en vez de disiparse crecen con los años y se superponen a los vivos. El que se fue primero brilla más porque su resplandor fue más breve y por lo tanto más intenso y porque la muerte en plena juventud lo absolvió del descrédito inevitable de ir envejeciendo. El que vive, por muy brillante que sea, es un ser humano real. El muerto ha pasado a pertenecer a lo mitológico. Hay muchos que le temen a la oscuridad por si acaso, entre la penumbra, es verdad que los muertos se levantan. Un amigo mío, ya desaparecido, me decía: ¡Yo, tenerle miedo a los muertos!, ¡A los vivos es a quien hay que tenerle miedo de verdad!. Igualmente es verdad que tememos la oscuridad y buscamos la luz. Que huimos de las tinieblas y las rasgamos con el fuego. Sin embargo, un viejo sabio recordaba que miles de personas han muerto abrasadas por el fuego pero nadie ha muerto por resultas de la oscuridad. Aunque bien es cierto que algunos dicen que en el Infierno no hay fuego que de luz, sino que todo es oscuridad e incertidumbre que es lo que más teme el hombre.
Con la noche cerrada llegó el momento en que las numerosas flores depositadas por los familiares vieron difuminado su espléndido colorido con el que habían alegrado el Camposanto a lo largo de la bella mañana y parte de la espléndida tarde otoñal. Ahora, a ese florido brillo lo sustituía el resplandor producido por las numerosas velas y lamparillas colocadas en las hornacinas de los nichos y a los pies de las tumbas. Nunca más apropiado este inigualable verso del poeta Luis Cernuda: ”Hermosa era aquella llama, breve como todo lo hermoso: luz y ocaso”.
Llama la atención que cada vez hay más fotos en los nichos que contienen los restos de los ausentes. Será el remedio para que el tiempo inmisericorde, que nos hace olvidar las voces de los que ya no están, no pueda hacer lo mismo con sus rostros. Entre los epitafios que adornan algunas tumbas no encontré ninguno como este usado frecuentemente en los cementerios italianos: “Un bel morir tutta una vita onora” (Una bella muerte honra toda una vida). Tampoco este otro que más de alguna se quedaría con la gana de grabar en la lapida de su desaparecido esposo: “Tanta gloria te de Dios como descanso me dejas”. Hace pocos días, un columnista gracioso opinaba que aquello de ¡hay muchas tumbas llenas por causa de grandes cenas!, ya se da poco en estos tiempos que corren. Por qué ahora las cenas son cada vez más frugales, tal vez en exceso. Que las exiguas pensiones dan para lo que dan. Antes acelgas y pescadito hervido, ahora sólo acelgas y gracias.
No voy a repetir una vez más la conocida sentencia masónica que figura en la pequeña lápida adosada a la puerta de entrada de nuestro cementerio, ya os la sabéis casi todos. Prefiero recordar esta que algún clásico decía que figuraba en la puerta de acceso al Infierno: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate (Dejad toda esperanza, vosotros los que entráis). (SIGUE)
CONTINUACIÓN)
Ante la visión de tantas flores, voy a hacer alguna consideración sobre ese hecho. Al igual que se regalan flores a la madre con motivo de su alumbramiento, o con un florido ramo se encamina la novia al altar, también con flores se despide a un ser querido y se le recuerda año tras año por Todos los Santos. «Los días del hombre no son sino hierba: crecen como las flores del campo; cuando el viento pasa sobre ellas, desaparecen...», reza el Salmo 103. Este párrafo nos mostraría que el simbolismo que une al hombre con las flores viene de antiguo. Parece ser que la primera tumba a la que se llevaron flores data de hace 13 mil años según los enterramientos de la Edad de Piedra descubiertos en Israel. Desde entonces, la mayoría de las sociedades y religiones han adoptado el uso de flores y pétalos en las costumbres de muerte, desde Babilonia a Egipto, la América prehispánica o la India. En sus orígenes servían además para enmascarar el olor de los muertos, velados entonces durante días. Aún hoy, en nuestra sociedad, ellas siguen presentes en torno a la muerte. Formar parte del culto funerario que se asocia a la despedida y al mantenimiento del recuerdo de los difuntos. Se depositan flores condenadas a marchitarse rápidamente. La imagen de la flor está enraizada en nuestra sociedad y eso a pesar de que la fe en la otra vida, sigue marchitándose cada vez más rápidamente al igual que ocurre con las flores. Casi ningún lugar de muerte queda sin señalar mediante flores, ya sea el sitio donde ocurrió un accidente de carretera, un incendio de una casa o en la acera de una calle en la que acaeció una muerte violenta. Se utilizan las flores para reivindicar vital y moralmente a los que se han ido.
Hay toda una simbología asociada a las flores que se suelen llevar a los cementerios. Por ejemplo: se dice que los claveles expresan admiración, que los gladiolos muestran la pureza del alma del fallecido y que las azucenas transmiten la idea de sinceridad. Pero sobre todas las flores en los cementerios predominan los crisantemos. La «flor de oro», tal como la bautizó la emperatriz Josefina uniendo Chrysos (oro) con Anthemos (flor), es la flor del Día de Difuntos porque su breve floración coincide con el final del otoño y ninguna otra flor evoca tan claramente que la vida tan sólo es un tránsito. Tan consolidada está la tradición que la asocia a los cementerios, que hoy nadie regala en España a la persona amada esta flor que, paradójicamente, simboliza la vida para los orientales. Por ignorancia, las margaritas blancas y amarillas, que también pertenecen a la familia de los crisantemos, se ven libres de esta rigurosa etiqueta.
Hasta hace poco tiempo veía con distanciamiento esta costumbre de acudir al Cementerio, ya no. Quizás ahora me ocurra lo que sucede cuando estás buscando piso, que el que te gusta procuras verlo bastantes veces antes de instalarte definitivamente en él. Puede que también influya este nuevo interés por estos “lugares de descanso” lo que mi imaginación me sugiere leyendo libros, novelas y poemas de ese período conocido en nuestra Literatura española como el Romanticismo. Una época y un estilo de la primera mitad del siglo XIX, en el que estos silenciosos parajes son los escenarios preferidos por la mayor parte de sus autores. En el drama romántico muchas de las escenas culminantes tienen lugar en los cementerios. Solo hay que recordar las famosas escenas del Don Juan Tenorio u otras en las que estos lugares forman parte indiscutible del tema o del argumento preferente de la obra.
Sobre la figura de Don Juan, que hasta hace unos años era rescatado en casi todos los teatros la noche de Todos los Santos, cabe preguntarse: ¿ha muerto el Don Juan Español?. Según Torrente Ballester, que le dedicó una espléndida novela, todavía no ha muerto por la sencilla razón de que es inmortal. No obstante, al igual que algunos recuerdan que hace un siglo que Nietzsche decretó la muerte de Dios, hay otros que opinan que hace décadas que las “feministas” decretaron la muerte del Don Juan Latino. Curiosamente, las víctimas preferidas del Don Juan de nuestros días son las feministas, parece ser que para ellas representa una tentación irresistible. La misma que acusaban las religiosas cuando aparecía en el horizonte de su deseo don Juan Tenorio, que para ellas debía de representar una especie de Anticristo, pagano y voluptuoso. Nadie ignora el atractivo que al don Juan antiguo le daban estas tres características: su hidalguía (era un noble de la señorial familia de los Tenorio), sus falsas promesas verbales (su burla), y su nomadismo (consecuencia inevitable de su deseo de huir de las seducidas). En este momento el donjuanismo es un mecanismo utilizado tanto por el hombre como por la mujer. Conozco a bastantes mujeres que llevan en su cabeza una larguísima lista de seducciones. La era en que se ha decretado la muerte definitiva del donjuanismo es también la época en que ese mecanismo de seducción fulminante más se está disparando, convirtiéndose en algo tan general como cotidiano
Siempre viene bien recordar, que la palabra Cementerio procede del término griego “koimetérion” que significa dormitorio porque, según la creencia cristiana, en el cementerio, los cuerpos dormían hasta el Día de la Resurrección. A los cementerios católicos se les llama también Camposantos, desde que en Pisa, cuando ateniéndose a medidas de higiene la autoridad ordenó cerrar el cementerio, que había sido construido en el siglo XIII dentro de la ciudad, el terreno fue cubierto con una gran capa de tierra, que las galeras pisanas habían traído de los Santos Lugares de Jerusalén. Los romanos enterraban a los muertos en sus propias casas hasta que una Ley llamada de las Doce Tablas prohibió esta costumbre para librar a los vivos de las infecciones producidas por los cadáveres. Los esclavos romanos y los individuos de “baja estofa” eran arrojados a una especie de muladares que tenían el curioso nombre de “Puticuli”. Aunque en nuestros días es conocida la existencia de cementerios de animales destinados a las “mascotas” mimadas hasta la exasperación, también en la Antigüedad existían necrópolis para ciertos animales, en su tiempo era famoso el Serapeum de Saqqara en Egipto.
De todos es conocida la antigua costumbre de enterrar dentro de las Iglesias a las personas notables de la localidad. Años más tarde, ante el deseo de muchos fieles de descansar al lado de los mártires y personajes célebres, a casi todos se les enterraba en los templos. Ante el riesgo de epidemias que esta costumbre implicaba, en el año 561, el Concilio de Braga prohibió la inhumación dentro de las Iglesias. Sin embargo, durante siglos se hizo caso omiso de esta recomendación. En España, fue en el reinado de Carlos III cuando se promulgó la orden de construir los cementerios fuera de las poblaciones para quitar la insalubre manía de enterrar en las iglesias y data del año 1773. Unos pocos años más tarde este mismo Monarca, en 1787, volvió a insistir en restablecer la disciplina de la Iglesia en el uso y la construcción de los cementerios según lo dispuesto en el Ritual Romano. Además, ordenó que, de forma gradual, en los cementerios rurales se fuera aplicando dentro de lo posible las normas incluidas en el Reglamento del Cementerio del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso. En la actualidad, hay Cementerios que al mismo tiempo de cumplir su función de lugar de reposo y descanso de todo el fragor que nos ha reportado la vida, son auténticas Galerías de Arte donde se expone el pasado y la historia de sus silenciosos protagonistas que a veces aparece grabada en los certeros epitafios incrustados en las marmóreas lápidas que cierran sus tumbas.
Para terminar con nuestro Cementerio, solo hace unos años que me enteré (gracias al librito de Adela Casado Labrador “El Cementerio de propiedad particular de la Villa de Jimena”, repartido junto al Programa de Fiestas del año 2000), que este el Cementerio actual, era solo Civil en su inauguración y que comenzó a construirse sobre el año 1863. Fue una iniciativa particular de un grupo de personas encabezadas por Don Francisco Calatrava Torres, en esa época dueño y habitante de la llamada “Casa de la Imprenta”. Seguramente, esas personas fueron las mismas que repoblaron los alrededores de la Ermita de Cánava con acacias (el árbol representativo de la Masonería) y plantaron los hermosos ejemplares del llamado “Pinarillo de la Cuesta de Cánava”, hoy monumento histórico natural. Esos señores, los llamados “Masones”, años después, un Generalísimo los tomó como “chivo expiatorio” de su incompetencia y les acusó de formar parte de una conspiración que, junto a los judíos, dio lugar al atrase secular de la sociedad española y le hizo responsables de todos los males que asolaban nuestra pobre España.
Al final, ya con la noche bien cerrada, me quedé solo en el Cementerio y tuve que cerrar la puerta de entrada. Evidentemente, me aseguré que lo hacía desde fuera y que no me quedaba dentro. Cuando iniciaba el camino de vuelta a Jimena volví la vista hacia los muros recién encalados y me vino a la memoria una frase que apareció escrita con un tizón sobre la blanquecina pared frontal (se le atribuyó la autoría a Martín “El Guardalaplaza”), en los primeros años de la década de los sesenta, decía así:
“AL QUE NO TENGA PAGA DEL GOVIERNO HAQUÍ LESPERO ESTE INBIERNO”.
Ante la visión de tantas flores, voy a hacer alguna consideración sobre ese hecho. Al igual que se regalan flores a la madre con motivo de su alumbramiento, o con un florido ramo se encamina la novia al altar, también con flores se despide a un ser querido y se le recuerda año tras año por Todos los Santos. «Los días del hombre no son sino hierba: crecen como las flores del campo; cuando el viento pasa sobre ellas, desaparecen...», reza el Salmo 103. Este párrafo nos mostraría que el simbolismo que une al hombre con las flores viene de antiguo. Parece ser que la primera tumba a la que se llevaron flores data de hace 13 mil años según los enterramientos de la Edad de Piedra descubiertos en Israel. Desde entonces, la mayoría de las sociedades y religiones han adoptado el uso de flores y pétalos en las costumbres de muerte, desde Babilonia a Egipto, la América prehispánica o la India. En sus orígenes servían además para enmascarar el olor de los muertos, velados entonces durante días. Aún hoy, en nuestra sociedad, ellas siguen presentes en torno a la muerte. Formar parte del culto funerario que se asocia a la despedida y al mantenimiento del recuerdo de los difuntos. Se depositan flores condenadas a marchitarse rápidamente. La imagen de la flor está enraizada en nuestra sociedad y eso a pesar de que la fe en la otra vida, sigue marchitándose cada vez más rápidamente al igual que ocurre con las flores. Casi ningún lugar de muerte queda sin señalar mediante flores, ya sea el sitio donde ocurrió un accidente de carretera, un incendio de una casa o en la acera de una calle en la que acaeció una muerte violenta. Se utilizan las flores para reivindicar vital y moralmente a los que se han ido.
Hay toda una simbología asociada a las flores que se suelen llevar a los cementerios. Por ejemplo: se dice que los claveles expresan admiración, que los gladiolos muestran la pureza del alma del fallecido y que las azucenas transmiten la idea de sinceridad. Pero sobre todas las flores en los cementerios predominan los crisantemos. La «flor de oro», tal como la bautizó la emperatriz Josefina uniendo Chrysos (oro) con Anthemos (flor), es la flor del Día de Difuntos porque su breve floración coincide con el final del otoño y ninguna otra flor evoca tan claramente que la vida tan sólo es un tránsito. Tan consolidada está la tradición que la asocia a los cementerios, que hoy nadie regala en España a la persona amada esta flor que, paradójicamente, simboliza la vida para los orientales. Por ignorancia, las margaritas blancas y amarillas, que también pertenecen a la familia de los crisantemos, se ven libres de esta rigurosa etiqueta.
Hasta hace poco tiempo veía con distanciamiento esta costumbre de acudir al Cementerio, ya no. Quizás ahora me ocurra lo que sucede cuando estás buscando piso, que el que te gusta procuras verlo bastantes veces antes de instalarte definitivamente en él. Puede que también influya este nuevo interés por estos “lugares de descanso” lo que mi imaginación me sugiere leyendo libros, novelas y poemas de ese período conocido en nuestra Literatura española como el Romanticismo. Una época y un estilo de la primera mitad del siglo XIX, en el que estos silenciosos parajes son los escenarios preferidos por la mayor parte de sus autores. En el drama romántico muchas de las escenas culminantes tienen lugar en los cementerios. Solo hay que recordar las famosas escenas del Don Juan Tenorio u otras en las que estos lugares forman parte indiscutible del tema o del argumento preferente de la obra.
Sobre la figura de Don Juan, que hasta hace unos años era rescatado en casi todos los teatros la noche de Todos los Santos, cabe preguntarse: ¿ha muerto el Don Juan Español?. Según Torrente Ballester, que le dedicó una espléndida novela, todavía no ha muerto por la sencilla razón de que es inmortal. No obstante, al igual que algunos recuerdan que hace un siglo que Nietzsche decretó la muerte de Dios, hay otros que opinan que hace décadas que las “feministas” decretaron la muerte del Don Juan Latino. Curiosamente, las víctimas preferidas del Don Juan de nuestros días son las feministas, parece ser que para ellas representa una tentación irresistible. La misma que acusaban las religiosas cuando aparecía en el horizonte de su deseo don Juan Tenorio, que para ellas debía de representar una especie de Anticristo, pagano y voluptuoso. Nadie ignora el atractivo que al don Juan antiguo le daban estas tres características: su hidalguía (era un noble de la señorial familia de los Tenorio), sus falsas promesas verbales (su burla), y su nomadismo (consecuencia inevitable de su deseo de huir de las seducidas). En este momento el donjuanismo es un mecanismo utilizado tanto por el hombre como por la mujer. Conozco a bastantes mujeres que llevan en su cabeza una larguísima lista de seducciones. La era en que se ha decretado la muerte definitiva del donjuanismo es también la época en que ese mecanismo de seducción fulminante más se está disparando, convirtiéndose en algo tan general como cotidiano
Siempre viene bien recordar, que la palabra Cementerio procede del término griego “koimetérion” que significa dormitorio porque, según la creencia cristiana, en el cementerio, los cuerpos dormían hasta el Día de la Resurrección. A los cementerios católicos se les llama también Camposantos, desde que en Pisa, cuando ateniéndose a medidas de higiene la autoridad ordenó cerrar el cementerio, que había sido construido en el siglo XIII dentro de la ciudad, el terreno fue cubierto con una gran capa de tierra, que las galeras pisanas habían traído de los Santos Lugares de Jerusalén. Los romanos enterraban a los muertos en sus propias casas hasta que una Ley llamada de las Doce Tablas prohibió esta costumbre para librar a los vivos de las infecciones producidas por los cadáveres. Los esclavos romanos y los individuos de “baja estofa” eran arrojados a una especie de muladares que tenían el curioso nombre de “Puticuli”. Aunque en nuestros días es conocida la existencia de cementerios de animales destinados a las “mascotas” mimadas hasta la exasperación, también en la Antigüedad existían necrópolis para ciertos animales, en su tiempo era famoso el Serapeum de Saqqara en Egipto.
De todos es conocida la antigua costumbre de enterrar dentro de las Iglesias a las personas notables de la localidad. Años más tarde, ante el deseo de muchos fieles de descansar al lado de los mártires y personajes célebres, a casi todos se les enterraba en los templos. Ante el riesgo de epidemias que esta costumbre implicaba, en el año 561, el Concilio de Braga prohibió la inhumación dentro de las Iglesias. Sin embargo, durante siglos se hizo caso omiso de esta recomendación. En España, fue en el reinado de Carlos III cuando se promulgó la orden de construir los cementerios fuera de las poblaciones para quitar la insalubre manía de enterrar en las iglesias y data del año 1773. Unos pocos años más tarde este mismo Monarca, en 1787, volvió a insistir en restablecer la disciplina de la Iglesia en el uso y la construcción de los cementerios según lo dispuesto en el Ritual Romano. Además, ordenó que, de forma gradual, en los cementerios rurales se fuera aplicando dentro de lo posible las normas incluidas en el Reglamento del Cementerio del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso. En la actualidad, hay Cementerios que al mismo tiempo de cumplir su función de lugar de reposo y descanso de todo el fragor que nos ha reportado la vida, son auténticas Galerías de Arte donde se expone el pasado y la historia de sus silenciosos protagonistas que a veces aparece grabada en los certeros epitafios incrustados en las marmóreas lápidas que cierran sus tumbas.
Para terminar con nuestro Cementerio, solo hace unos años que me enteré (gracias al librito de Adela Casado Labrador “El Cementerio de propiedad particular de la Villa de Jimena”, repartido junto al Programa de Fiestas del año 2000), que este el Cementerio actual, era solo Civil en su inauguración y que comenzó a construirse sobre el año 1863. Fue una iniciativa particular de un grupo de personas encabezadas por Don Francisco Calatrava Torres, en esa época dueño y habitante de la llamada “Casa de la Imprenta”. Seguramente, esas personas fueron las mismas que repoblaron los alrededores de la Ermita de Cánava con acacias (el árbol representativo de la Masonería) y plantaron los hermosos ejemplares del llamado “Pinarillo de la Cuesta de Cánava”, hoy monumento histórico natural. Esos señores, los llamados “Masones”, años después, un Generalísimo los tomó como “chivo expiatorio” de su incompetencia y les acusó de formar parte de una conspiración que, junto a los judíos, dio lugar al atrase secular de la sociedad española y le hizo responsables de todos los males que asolaban nuestra pobre España.
Al final, ya con la noche bien cerrada, me quedé solo en el Cementerio y tuve que cerrar la puerta de entrada. Evidentemente, me aseguré que lo hacía desde fuera y que no me quedaba dentro. Cuando iniciaba el camino de vuelta a Jimena volví la vista hacia los muros recién encalados y me vino a la memoria una frase que apareció escrita con un tizón sobre la blanquecina pared frontal (se le atribuyó la autoría a Martín “El Guardalaplaza”), en los primeros años de la década de los sesenta, decía así:
“AL QUE NO TENGA PAGA DEL GOVIERNO HAQUÍ LESPERO ESTE INBIERNO”.
Que bien te aprendistes el epitáfio: “AL QUE NO TENGA PAGA DEL GOVIERNO HAQUÍ LESPERO ESTE INBIERNO”. Quizás por eso te pudiste escapar y no te quedastes dentro.