LOS DOMINGOS POR LA TARDE, PESE AL FÚTBOL, NO OS ABANDONO.
UNA DE CASTILLOS. (Por Luismarín)
Todo viaje tiene su historia, el hecho de ir de un lugar a otro anima a la literatura desde hace milenios. Sin embargo, para que haya “historia” el viaje tiene que empezar y si queremos “sacar” un buen relato, hay que hacer como Conrad, el protagonista de “El corazón de las tinieblas”, preguntar a las gentes y a los paisajes para que nos cuenten lo que llevan en su interior o lo que encierran sus imágines. Escribe el novelista Fernando Aramburu (“El trompetista del Utopía”, “Años Lentos” o “La Gran Marivián”) que un viaje es como una enfermedad, pues uno y otra rompen la rutina diaria sirviendo ambos para conocer mundos diferentes. Para otros, el viaje nos vale para cambiar, no de lugares, sino de ideas o formas de pensar. Tal vez tengan razón los que opinan que en los viajes algunos caminos son de “huida” y no siempre de vuelta.
Sobre la importancia de lo que para algunos representa el hecho de viajar, es ilustrativa la anécdota que cuenta Plutarco en uno de los episodios de su monumental obra “Vidas Paralelas”. Pompeyo Magno se enfrentaba a la situación de que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar tempestuosa y fuertemente encrespada, no le quedó más remedio que arengarlos, una de las frases que les dirigió ha pasado a la historia: “Viajar es necesario, vivir es algo superfluo”.
La verdad es que cuesta trabajo levantarse un sábado a la misma hora que el resto de días laborables de la semana. Para consolarme recordé una célebre frase que se le atribuya a Carlos Marx: “la riqueza de un hombre no se mide por el dinero que tiene sino por el tiempo libre del que disfruta”. De esta manera, las luces rojas del radio-despertador, que marcaban las siete y media de la mañana, me parecieron menos odiosas. Tenía media hora: el tiempo justo para asearme, tomar un café y salir para llegar a tiempo al punto de partida.
Salí de mi casa con la asumida condición de ejercer como “reportero”. Iba predispuesto a mirar y escribir sobre lo que descubrieran mis ojos, rendir cuentas de mi viaje. Con mis noticias y revelaciones debo satisfacer la curiosidad de los otros. Crear esa relación entre autor y lector que parte de la doble necesidad de informar y ser informado. Estimular esa relación que vale tanto para la escritura de invención como para la escritura de hechos reales. El historiador griego Heródoto manifestaba que él escribía impulsado por el temor ante la fragilidad de la memoria. Aunque recordar es sobrevivir, todo lo que guarda la memoria en su interior puede esfumarse, desaparecer sin dejar rastro. La memoria es al mismo tiempo tan inasible como traicionera y sin embargo, sin ella no se puede vivir porque es la que eleva al hombre por encima del mundo animal.
Después de estas elucubraciones mentales ya estaba preparado para el viaje y al contrario de lo que aseveraba un desconocido filosofo sobre qué: “es mejor viajar lleno de esperanza que llegar”, yo prefiero llegar.
El viaje a Segovia para realizar una de las “Rutas por los Castillos”, se fraguó hace unas semanas al aceptar la invitación de una compañera jubilada hace pocos meses y de otra, que junto a su marido, están asociados a la “Hermandad de Jubilados del Ministerio de Economía y Hacienda”. Aunque ahora mismo los dos Ministerios están separados, la Asociación (lo de "Hermandad" me recuerda, con poco agrado, a la antigua “Hermandad de Alféreces Provisionales” del infausto Régimen Franquista), entre otras actividades, se dedica a organizar viajes turísticos para sus socios jubilados y también para funcionarios en activo de ambos departamentos ministeriales (solo existe una pequeña discriminación a favor de los “cesados” en el precio del viaje). En esta ocasión, por 50 euros, estaba incluido el autobús, la comida en Sepúlveda y una ligera merienda en la ciudad de Segovia.
El punto de salida elegido había sido la Plaza de España. Estábamos citados a las ocho en punto de la mañana en el monumento dedicado a Don Quijote y a Sancho Panza erigido en el centro de la famosa Plaza. El plan del viaje, en el autobús (de la empresa Esteban Rivas, la misma que transporta a los jugadores del Real Madrid en sus desplazamientos), era ir directamente al Castillo de Coca, con solo una parada para desayunar en un Área de Servicio situada en la bajada del Puerto de Somosierra. Un poco más adelante, girando a la izquierda abandonamos la Autovía de Burgos y enlazando diversas carreteras comarcales, sin parada alguna prevista, dirigirnos hacía Coca. El amigo Faustino (el equivalente a nuestro amigo Bartolo “Cañones” y que presume de su amistad con varios jugadores del Madrid, cuyo autobús conduce de vez en cuando), con su larga experiencia y segura conducción, cumplió a rajatabla el horario trazado y antes de las once aparcaba delante del impresionante Castillo de Coca.
Durante el trayecto, por esas pardas tierras castellanas, repasé una Guía de Viaje sobre los parajes del antiguo Reino de Castilla, y León. Me detuve en uno de los textos que complementaban sus ilustradas páginas. Era de “Azorín”, uno de los hombres más representativos de la Generación del Noventa y Ocho. En él nos recuerda el amor de los escritores de su Época por los campos y viejas ciudades de Castilla y de cómo, efectivamente, el paisaje castellano constituye un tema esencial en las obras de esos escritores. De cómo fueron esos hombres del 98 precisamente, los que nos enseñaron a contemplar y admirar las bellezas del paisaje y a dirigirnos a él con mirada interrogativa acerca de su valor estético y de su significación. Y de cómo, con sus ojos bien abiertos a la belleza de las llanuras desnudas, de las llanuras con sugestión de infinito, descubrieron el espléndido paisaje de Castilla, desprovisto de árboles y llano como la palma de la mano: “Esas viejas ciudades de Castilla, abrumadas por la tradición, con una catedral gótica y veinte iglesias románicas, donde apenas se encuentra rincón sin leyenda ni una casa sin escudo”. Como la escritura sobre piedra, que permanece para toda la vida, nos dejaron sus emociones experimentadas en la visión de las cosas más cotidianas: desde los niños que juegan en las calles de tierra polvorienta y las golondrinas que vuelan en torno de las torres-campanario, hasta las hierbas de las plazas empedradas y los verdosos musgos de los tejados»
“Alma de luz, Segovia. Tierra erguida / que por el aire, desterrada, vuela. / El horizonte otea, centinela, /tu hosca piedra grajera y encendida”. (Jaime Ferrán)
El castillo de Coca es una fortificación construida en el Siglo XV y está considerada una de las mejores muestras del arte gótico-mudéjar español. Propiedad de la Casa de Alba, está cedido al ministerio de Agricultura hasta el año 2054. Situado a las afueras de la villa, se levanta sobre el meandro del río Voltoya, afluente del Eresma. Es una de las pocas fortalezas españolas que no se asienta sobre un cerro, sino sobre unos “escarpes” del terreno. Parte de su obra es atribuida a alarifes sevillanos y en ella predomina principalmente el ladrillo, utilizado no sólo como material de construcción, sino también como elemento decorativo; la piedra caliza aparece en las aspilleras, las columnas del patio de armas y otros elementos ornamentales. Su sistema defensivo consta de tres partes: el foso y dos recintos amurallados con torreones. Además, dispone de un puente defensivo sobre el foso, que conduce al primer recinto amurallado; tras él, se registra una puerta rejada que lleva al patio de armas.
El recinto inferior es de planta cuadrada, y se encuentra flanqueado en sus esquinas por cuatro torres, siendo la de mayor tamaño la Torre del Homenaje, recorrida en su interior por una angosta escalera de caracol. Desde lo alto de la torre se divisa el castillo de Cuéllar. Dentro del recinto se encuentran otras salas con murales y adornos de estuco, así como una mazmorra. Desde primeros del Siglo XVI fue propiedad de la poderosa familia de los Fonseca aliados de los Reyes Católicos en su guerra contra la partidarios de Doña Juana “La Beltraneja”. Años después, merced a una política de casamientos pasó a ser propiedad de la Casa de Alba. En 1808, durante la guerra contra los franceses, estos, ocuparon la villa y sus tropas se instalaron en el Castillo, al que causaron grandes destrozos. En 1828, un administrador de la Casa de Alba sin escrúpulos vendió materiales del castillo, entre ellos columnas de mármol del patio, lo que acentuó todavía más su ruina. Con estos apuntes históricos terminó el recorrido.
La siguiente parada, antes de comer en Sepúlveda era en la localidad de Cuellar. En esta villa, aparece enclavado otro espectacular Castillo: el de los Duques de Alburquerque.
(SIGUE)
UNA DE CASTILLOS. (Por Luismarín)
Todo viaje tiene su historia, el hecho de ir de un lugar a otro anima a la literatura desde hace milenios. Sin embargo, para que haya “historia” el viaje tiene que empezar y si queremos “sacar” un buen relato, hay que hacer como Conrad, el protagonista de “El corazón de las tinieblas”, preguntar a las gentes y a los paisajes para que nos cuenten lo que llevan en su interior o lo que encierran sus imágines. Escribe el novelista Fernando Aramburu (“El trompetista del Utopía”, “Años Lentos” o “La Gran Marivián”) que un viaje es como una enfermedad, pues uno y otra rompen la rutina diaria sirviendo ambos para conocer mundos diferentes. Para otros, el viaje nos vale para cambiar, no de lugares, sino de ideas o formas de pensar. Tal vez tengan razón los que opinan que en los viajes algunos caminos son de “huida” y no siempre de vuelta.
Sobre la importancia de lo que para algunos representa el hecho de viajar, es ilustrativa la anécdota que cuenta Plutarco en uno de los episodios de su monumental obra “Vidas Paralelas”. Pompeyo Magno se enfrentaba a la situación de que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar tempestuosa y fuertemente encrespada, no le quedó más remedio que arengarlos, una de las frases que les dirigió ha pasado a la historia: “Viajar es necesario, vivir es algo superfluo”.
La verdad es que cuesta trabajo levantarse un sábado a la misma hora que el resto de días laborables de la semana. Para consolarme recordé una célebre frase que se le atribuya a Carlos Marx: “la riqueza de un hombre no se mide por el dinero que tiene sino por el tiempo libre del que disfruta”. De esta manera, las luces rojas del radio-despertador, que marcaban las siete y media de la mañana, me parecieron menos odiosas. Tenía media hora: el tiempo justo para asearme, tomar un café y salir para llegar a tiempo al punto de partida.
Salí de mi casa con la asumida condición de ejercer como “reportero”. Iba predispuesto a mirar y escribir sobre lo que descubrieran mis ojos, rendir cuentas de mi viaje. Con mis noticias y revelaciones debo satisfacer la curiosidad de los otros. Crear esa relación entre autor y lector que parte de la doble necesidad de informar y ser informado. Estimular esa relación que vale tanto para la escritura de invención como para la escritura de hechos reales. El historiador griego Heródoto manifestaba que él escribía impulsado por el temor ante la fragilidad de la memoria. Aunque recordar es sobrevivir, todo lo que guarda la memoria en su interior puede esfumarse, desaparecer sin dejar rastro. La memoria es al mismo tiempo tan inasible como traicionera y sin embargo, sin ella no se puede vivir porque es la que eleva al hombre por encima del mundo animal.
Después de estas elucubraciones mentales ya estaba preparado para el viaje y al contrario de lo que aseveraba un desconocido filosofo sobre qué: “es mejor viajar lleno de esperanza que llegar”, yo prefiero llegar.
El viaje a Segovia para realizar una de las “Rutas por los Castillos”, se fraguó hace unas semanas al aceptar la invitación de una compañera jubilada hace pocos meses y de otra, que junto a su marido, están asociados a la “Hermandad de Jubilados del Ministerio de Economía y Hacienda”. Aunque ahora mismo los dos Ministerios están separados, la Asociación (lo de "Hermandad" me recuerda, con poco agrado, a la antigua “Hermandad de Alféreces Provisionales” del infausto Régimen Franquista), entre otras actividades, se dedica a organizar viajes turísticos para sus socios jubilados y también para funcionarios en activo de ambos departamentos ministeriales (solo existe una pequeña discriminación a favor de los “cesados” en el precio del viaje). En esta ocasión, por 50 euros, estaba incluido el autobús, la comida en Sepúlveda y una ligera merienda en la ciudad de Segovia.
El punto de salida elegido había sido la Plaza de España. Estábamos citados a las ocho en punto de la mañana en el monumento dedicado a Don Quijote y a Sancho Panza erigido en el centro de la famosa Plaza. El plan del viaje, en el autobús (de la empresa Esteban Rivas, la misma que transporta a los jugadores del Real Madrid en sus desplazamientos), era ir directamente al Castillo de Coca, con solo una parada para desayunar en un Área de Servicio situada en la bajada del Puerto de Somosierra. Un poco más adelante, girando a la izquierda abandonamos la Autovía de Burgos y enlazando diversas carreteras comarcales, sin parada alguna prevista, dirigirnos hacía Coca. El amigo Faustino (el equivalente a nuestro amigo Bartolo “Cañones” y que presume de su amistad con varios jugadores del Madrid, cuyo autobús conduce de vez en cuando), con su larga experiencia y segura conducción, cumplió a rajatabla el horario trazado y antes de las once aparcaba delante del impresionante Castillo de Coca.
Durante el trayecto, por esas pardas tierras castellanas, repasé una Guía de Viaje sobre los parajes del antiguo Reino de Castilla, y León. Me detuve en uno de los textos que complementaban sus ilustradas páginas. Era de “Azorín”, uno de los hombres más representativos de la Generación del Noventa y Ocho. En él nos recuerda el amor de los escritores de su Época por los campos y viejas ciudades de Castilla y de cómo, efectivamente, el paisaje castellano constituye un tema esencial en las obras de esos escritores. De cómo fueron esos hombres del 98 precisamente, los que nos enseñaron a contemplar y admirar las bellezas del paisaje y a dirigirnos a él con mirada interrogativa acerca de su valor estético y de su significación. Y de cómo, con sus ojos bien abiertos a la belleza de las llanuras desnudas, de las llanuras con sugestión de infinito, descubrieron el espléndido paisaje de Castilla, desprovisto de árboles y llano como la palma de la mano: “Esas viejas ciudades de Castilla, abrumadas por la tradición, con una catedral gótica y veinte iglesias románicas, donde apenas se encuentra rincón sin leyenda ni una casa sin escudo”. Como la escritura sobre piedra, que permanece para toda la vida, nos dejaron sus emociones experimentadas en la visión de las cosas más cotidianas: desde los niños que juegan en las calles de tierra polvorienta y las golondrinas que vuelan en torno de las torres-campanario, hasta las hierbas de las plazas empedradas y los verdosos musgos de los tejados»
“Alma de luz, Segovia. Tierra erguida / que por el aire, desterrada, vuela. / El horizonte otea, centinela, /tu hosca piedra grajera y encendida”. (Jaime Ferrán)
El castillo de Coca es una fortificación construida en el Siglo XV y está considerada una de las mejores muestras del arte gótico-mudéjar español. Propiedad de la Casa de Alba, está cedido al ministerio de Agricultura hasta el año 2054. Situado a las afueras de la villa, se levanta sobre el meandro del río Voltoya, afluente del Eresma. Es una de las pocas fortalezas españolas que no se asienta sobre un cerro, sino sobre unos “escarpes” del terreno. Parte de su obra es atribuida a alarifes sevillanos y en ella predomina principalmente el ladrillo, utilizado no sólo como material de construcción, sino también como elemento decorativo; la piedra caliza aparece en las aspilleras, las columnas del patio de armas y otros elementos ornamentales. Su sistema defensivo consta de tres partes: el foso y dos recintos amurallados con torreones. Además, dispone de un puente defensivo sobre el foso, que conduce al primer recinto amurallado; tras él, se registra una puerta rejada que lleva al patio de armas.
El recinto inferior es de planta cuadrada, y se encuentra flanqueado en sus esquinas por cuatro torres, siendo la de mayor tamaño la Torre del Homenaje, recorrida en su interior por una angosta escalera de caracol. Desde lo alto de la torre se divisa el castillo de Cuéllar. Dentro del recinto se encuentran otras salas con murales y adornos de estuco, así como una mazmorra. Desde primeros del Siglo XVI fue propiedad de la poderosa familia de los Fonseca aliados de los Reyes Católicos en su guerra contra la partidarios de Doña Juana “La Beltraneja”. Años después, merced a una política de casamientos pasó a ser propiedad de la Casa de Alba. En 1808, durante la guerra contra los franceses, estos, ocuparon la villa y sus tropas se instalaron en el Castillo, al que causaron grandes destrozos. En 1828, un administrador de la Casa de Alba sin escrúpulos vendió materiales del castillo, entre ellos columnas de mármol del patio, lo que acentuó todavía más su ruina. Con estos apuntes históricos terminó el recorrido.
La siguiente parada, antes de comer en Sepúlveda era en la localidad de Cuellar. En esta villa, aparece enclavado otro espectacular Castillo: el de los Duques de Alburquerque.
(SIGUE)
(CONTINUACIÓN DE LA PRIMERA PARTE)
El recinto del Castillo de Cuellas está bien conservado y se compone de una mezcla de distintos estilos arquitectónicos en los que predomina el gótico y el renacentista. Entre sus antiguos propietarios, destacan Don Álvaro de Luna, el ubetense Don Beltrán de la Cueva (supuesto padre de “La Beltraneja”) y finalmente los Duques de Alburquerque. El Duque de Wellington estuvo acuartelado en el Castillo con una guarnición de su ejército durante la Guerra de la Independencia contra Napoleón. Se encuentra en la cumbre de una colina, en lo más alto del pueblo. En él destaca su Torre del Homenaje con una altura de más de 20 metros. Es difícil atribuir con precisión una fecha segura a su construcción pero ya figura en documentos de 1264.
El edificio actual debe su imagen a un laborioso proyecto de restauración en varias fases, fue iniciado en 1970 y finalizado en los años noventa. El castillo presenta una planta trapezoidal y consta de dos recintos: el primero compuesto por el foso y la “barbacana” que bordea las fachadas Norte y Este, alternándose muro y torreones de piedra para unirse a un lado y a otro con la muralla de la ciudadela. El segundo, de mayor envergadura y solidez, lo forman tres corredores angulados de vastos torreones. Bordeando el edificio se excavó un foso. Tiene como peculiaridad que nunca tuvo agua, pues es un foso seco para proteger la barbacana. A lo largo del muro se abren diversas troneras. Entre la fachada oriental y la barbacana, encontramos la "liza", un corredor de unos tres metros y medio de anchura. Dispone de un puente levadizo y rastrillo. Al pie del castillo y perteneciente al mismo, se extiende la “Huerta del Duque”, un parque de 8 Ha en el que antiguamente se ubicaba la huerta, el bosque de caza y otras estancias ganaderas de las que se abastecía la Corte Ducal.
Una vez finalizada la visita y ya con hambre, partimos hacia Sepúlveda donde teníamos reservada mesa en el restaurante “El Panadero” para las tres de la tarde.
Hasta ahora no he dicho que, durante todo el día, el tiempo que nos acompañó era un agradecido anticipo de la primavera cercana. La naturaleza reverberaba por todos los poros. Los campos por los que serpenteaba la carretera empezaban a mostrar su intenso verdor junto a la rejuvenecida tierra de barbecho. Los árboles que delimitaban la ruta ya vestían sus mejores galas y ya habían empezado a cambiar su “esquelético” traje de invierno por un florido vestido bordado con colores brillantes que iban desde el blanco o rosado, hasta el amarillo dorado de las Mimosas. Así, en algunas almendreras del camino, ya se podían ver sus primorosas flores blancas, que destacaban sobre el fondo verde que las cobijaba y que envolvían todo el ambiente con su intenso perfume que entraba a través de las abiertas ventanillas del autobús.
Ya estaban volviendo de sus largas migraciones los primeros pajarillos con sus vistosos plumajes de tonos multicolores. Se dejaban ver, bulliciosos y alegres, revoloteando de aquí para allá entre el ramaje de los árboles a medio cubrir de sus verdes hojas. Parecía una competición de belleza entre ellos y las diversas flores que sobresalían entre las cunetas. Desde mi asiento pegado a la ventanilla, me imaginaba que estaba oyendo sus trinos sonoros que, en su deleite, nos apaciguan y nos calman las entrañas.
En algunos tramos más escarpados, a lo lejos, se podía ver como corría el agua cristalina fruto de los primeros deshielos, se podía intuir el bullicio de su sonido, la musicalidad que desprenden sus saltos de piedra en piedra o al caer por las pequeñas presas naturales que avivan el ritmo de la corriente y le insuflan la fuerza suficiente para avanzar hacia su destino.
Ojalá se pudiera guardar en hermosos frascos de cristal estos embriagadores perfumes. ¡Qué envidia!, no ser un buen pintor para plasmar en el lienzo esas brillantes panorámicas de tan amplios colores, esa claridad lumínica, y cegadora a la vez, que flotaba sobre los ocres campos de cultivo. Cuanto hay que agradecerle a esta adelantada primavera que se ofrece a nuestros sentidos para que seamos capaces de admirarla, de gozarla, y de extasiarnos ante su gratitud gracias a la cual entendemos mejor el sentido de la vida.
Una vez finalizada la segunda visita y con los ugidos del estomago que despierta el hambre, partimos hacia Sepúlveda. Teníamos reservada mesa en el restaurante “El Panadero” para las tres de la tarde. Entre los comentarios sobre la grandiosidad y belleza de lo que hasta ahora habíamos visto, sin darnos cuenta, Faustino estaba aparcando el autobús en una explanada preparada al efecto.
La villa de Sepúlveda se encuentra dentro del Parque Natural de las Hoces del Río Duratón. En el periodo de ocupación visigoda, la ciudad se llamó “Confluentia” y fue agrupando a los habitantes de las pequeñas aldeas que se esparcían por sus alrededores. En el año 979 el Caudillo Almanzor intentó arrebatar la villa a los castellanos pero sin éxito, sin embargo, pocos años más tarde, en el año 984 la recuperaría. En 1010 la población pasaría definitivamente a manos cristianas. Durante la Guerra de la Independencia contra los franceses, por estas tierras actuó Juan Martín Diez “El Empecinado” que tenía su base en las cuevas del Cañón del río Duratón.
El menú apalabrado en “El Panadero” (situado frente al Ayuntamiento) se componía de la típica sopa castellana con huevo y un asado de cordero, todo ello bien regado con un excelente vino de la casa de la denominación Ribera del Duero. De postre cuajada con miel, café y un chupito de orujo de la comarca.
Todavía disponíamos de media hora antes de volver a subir al autobús para seguir hasta nuestro tercer objetivo: Pedraza.
Sin embargo, antes de salir para esa villa medieval, en un pequeño parquecillo al lado de donde Faustino tenía aparcado el autobús y muy cerca del inicio de la senda que se adentra en las “Hoces del Duratón” (un pequeño “Cañón del Colorado”, con nidos de buitres en algunas oquedades de las inaccesibles paredes de piedra), ocurrió una divertida anécdota que no quiero dejar de contaros:
Como casi siempre, después de comer saqué una de mis inseparables pipas (en cada viaje suelo llevar dos diferentes) y la rellené con un suave y aromático tabaco holandés. Del kiosco de al lado, varios, nos llevamos a los bancos sombreados los inevitables cubalibres de sobremesa. Algunos (as) de los compañeros de viaje empezaron a hacer los mismos comentarios que a menudo suelo oír cuando el humo de la cachimba llega a olfatos no acostumbrados: ¡Qué bien huele!, ¡Ese humo no me molesta!, ¿Sabe agradable?, etc.
Al hilo de esta conversación, una preguntó si no sabíamos lo que le había pasado a un grupo de jubilados de Mallorca y que había sido publicado en algún periódico. Por lo visto, en la celebración del cumpleaños de unos de ellos, alguien esparció sobre las “cocas” (dulce típico mallorquín) unas briznas de “maría”. A los pocos minutos, varios de los comensales comenzaron a sentir un efecto de euforia hasta entonces desconocido para ellos. A unos les dio por bailar, a otras por aligerarse de ropa y hasta hubo una que se subió a un árbol diciendo que esperaba a un Romeo que la bajará de allí. En fin, ahí quedó la cosa y todos se lo tomaron como una divertida experiencia.
Incidiendo sobre el tema, más de uno me preguntó si sólo cargaba la pipa con tabaco o había probado con otra cosa. Varios (as) se acercaron cuando, ante la curiosidad de algunos, tiré el tabaco a medias y preparé las dos pipas con mitad de “maría” (proveniente de una maceta de mi patio) y mitad de tabaco de hebra más olorosa. Con la broma de que íbamos a fumar “la pipa de la paz”, diez o doce, se apuntaron a la “rueda” de fumadores. Los cubalibres, ya estaban en la fase que describe acertadamente esta frase: “Uno es poco, dos está bien pero el tercero vuelve a saber a poco”.
Faustino, el conductor, nos estaba llamado para subir al autobús e iniciar la salida hacia Pedraza. Dado que las pipas estaban a medias y por la confianza que varios tenían con él, le preguntaron si nos dejaba seguir fumando en los asientos traseros del autobús. ¡Yo no tengo inconveniente!, dijo, ¡Preguntarle al resto!. Con la autorización conseguida, la parte trasera del autobús parecía un “Coffee Shops” de Amsterdam.
Aunque el trayecto hasta Pedraza era corto, justamente al llegar al Patio de su Castillo, el efecto de las pipas llegó a su auge. Unas de las octogenarias más marchosas, se presentó con un “radio-cassette” del tipo que usan los “rapperos” callejeros. Las notas del pasodoble “Amparito Roca” inundaron todo el Patio de Armas. Los más atrevidos empezaron los primeros pasos de baile y al final, el “guateque” espontáneo se generalizó entre los visitantes. Como era la hora de cierre y nadie estaba dispuesto a irse, ante el nulo caso que le hacíamos a la pareja de vigilantes jurados, nos amenazaron con llamar a la Policía Municipal. Al final impero la escasa cordura reinante y abandonamos el recinto con la melancólica melodía de “Suspiros de España”. Sensatamente, Faustino decidió que lo mejor era que arrancáramos para el objetivo final: el Castillo de Turégano.
(CONTINÚA EN TERCERA PARTE Y FINAL)
El recinto del Castillo de Cuellas está bien conservado y se compone de una mezcla de distintos estilos arquitectónicos en los que predomina el gótico y el renacentista. Entre sus antiguos propietarios, destacan Don Álvaro de Luna, el ubetense Don Beltrán de la Cueva (supuesto padre de “La Beltraneja”) y finalmente los Duques de Alburquerque. El Duque de Wellington estuvo acuartelado en el Castillo con una guarnición de su ejército durante la Guerra de la Independencia contra Napoleón. Se encuentra en la cumbre de una colina, en lo más alto del pueblo. En él destaca su Torre del Homenaje con una altura de más de 20 metros. Es difícil atribuir con precisión una fecha segura a su construcción pero ya figura en documentos de 1264.
El edificio actual debe su imagen a un laborioso proyecto de restauración en varias fases, fue iniciado en 1970 y finalizado en los años noventa. El castillo presenta una planta trapezoidal y consta de dos recintos: el primero compuesto por el foso y la “barbacana” que bordea las fachadas Norte y Este, alternándose muro y torreones de piedra para unirse a un lado y a otro con la muralla de la ciudadela. El segundo, de mayor envergadura y solidez, lo forman tres corredores angulados de vastos torreones. Bordeando el edificio se excavó un foso. Tiene como peculiaridad que nunca tuvo agua, pues es un foso seco para proteger la barbacana. A lo largo del muro se abren diversas troneras. Entre la fachada oriental y la barbacana, encontramos la "liza", un corredor de unos tres metros y medio de anchura. Dispone de un puente levadizo y rastrillo. Al pie del castillo y perteneciente al mismo, se extiende la “Huerta del Duque”, un parque de 8 Ha en el que antiguamente se ubicaba la huerta, el bosque de caza y otras estancias ganaderas de las que se abastecía la Corte Ducal.
Una vez finalizada la visita y ya con hambre, partimos hacia Sepúlveda donde teníamos reservada mesa en el restaurante “El Panadero” para las tres de la tarde.
Hasta ahora no he dicho que, durante todo el día, el tiempo que nos acompañó era un agradecido anticipo de la primavera cercana. La naturaleza reverberaba por todos los poros. Los campos por los que serpenteaba la carretera empezaban a mostrar su intenso verdor junto a la rejuvenecida tierra de barbecho. Los árboles que delimitaban la ruta ya vestían sus mejores galas y ya habían empezado a cambiar su “esquelético” traje de invierno por un florido vestido bordado con colores brillantes que iban desde el blanco o rosado, hasta el amarillo dorado de las Mimosas. Así, en algunas almendreras del camino, ya se podían ver sus primorosas flores blancas, que destacaban sobre el fondo verde que las cobijaba y que envolvían todo el ambiente con su intenso perfume que entraba a través de las abiertas ventanillas del autobús.
Ya estaban volviendo de sus largas migraciones los primeros pajarillos con sus vistosos plumajes de tonos multicolores. Se dejaban ver, bulliciosos y alegres, revoloteando de aquí para allá entre el ramaje de los árboles a medio cubrir de sus verdes hojas. Parecía una competición de belleza entre ellos y las diversas flores que sobresalían entre las cunetas. Desde mi asiento pegado a la ventanilla, me imaginaba que estaba oyendo sus trinos sonoros que, en su deleite, nos apaciguan y nos calman las entrañas.
En algunos tramos más escarpados, a lo lejos, se podía ver como corría el agua cristalina fruto de los primeros deshielos, se podía intuir el bullicio de su sonido, la musicalidad que desprenden sus saltos de piedra en piedra o al caer por las pequeñas presas naturales que avivan el ritmo de la corriente y le insuflan la fuerza suficiente para avanzar hacia su destino.
Ojalá se pudiera guardar en hermosos frascos de cristal estos embriagadores perfumes. ¡Qué envidia!, no ser un buen pintor para plasmar en el lienzo esas brillantes panorámicas de tan amplios colores, esa claridad lumínica, y cegadora a la vez, que flotaba sobre los ocres campos de cultivo. Cuanto hay que agradecerle a esta adelantada primavera que se ofrece a nuestros sentidos para que seamos capaces de admirarla, de gozarla, y de extasiarnos ante su gratitud gracias a la cual entendemos mejor el sentido de la vida.
Una vez finalizada la segunda visita y con los ugidos del estomago que despierta el hambre, partimos hacia Sepúlveda. Teníamos reservada mesa en el restaurante “El Panadero” para las tres de la tarde. Entre los comentarios sobre la grandiosidad y belleza de lo que hasta ahora habíamos visto, sin darnos cuenta, Faustino estaba aparcando el autobús en una explanada preparada al efecto.
La villa de Sepúlveda se encuentra dentro del Parque Natural de las Hoces del Río Duratón. En el periodo de ocupación visigoda, la ciudad se llamó “Confluentia” y fue agrupando a los habitantes de las pequeñas aldeas que se esparcían por sus alrededores. En el año 979 el Caudillo Almanzor intentó arrebatar la villa a los castellanos pero sin éxito, sin embargo, pocos años más tarde, en el año 984 la recuperaría. En 1010 la población pasaría definitivamente a manos cristianas. Durante la Guerra de la Independencia contra los franceses, por estas tierras actuó Juan Martín Diez “El Empecinado” que tenía su base en las cuevas del Cañón del río Duratón.
El menú apalabrado en “El Panadero” (situado frente al Ayuntamiento) se componía de la típica sopa castellana con huevo y un asado de cordero, todo ello bien regado con un excelente vino de la casa de la denominación Ribera del Duero. De postre cuajada con miel, café y un chupito de orujo de la comarca.
Todavía disponíamos de media hora antes de volver a subir al autobús para seguir hasta nuestro tercer objetivo: Pedraza.
Sin embargo, antes de salir para esa villa medieval, en un pequeño parquecillo al lado de donde Faustino tenía aparcado el autobús y muy cerca del inicio de la senda que se adentra en las “Hoces del Duratón” (un pequeño “Cañón del Colorado”, con nidos de buitres en algunas oquedades de las inaccesibles paredes de piedra), ocurrió una divertida anécdota que no quiero dejar de contaros:
Como casi siempre, después de comer saqué una de mis inseparables pipas (en cada viaje suelo llevar dos diferentes) y la rellené con un suave y aromático tabaco holandés. Del kiosco de al lado, varios, nos llevamos a los bancos sombreados los inevitables cubalibres de sobremesa. Algunos (as) de los compañeros de viaje empezaron a hacer los mismos comentarios que a menudo suelo oír cuando el humo de la cachimba llega a olfatos no acostumbrados: ¡Qué bien huele!, ¡Ese humo no me molesta!, ¿Sabe agradable?, etc.
Al hilo de esta conversación, una preguntó si no sabíamos lo que le había pasado a un grupo de jubilados de Mallorca y que había sido publicado en algún periódico. Por lo visto, en la celebración del cumpleaños de unos de ellos, alguien esparció sobre las “cocas” (dulce típico mallorquín) unas briznas de “maría”. A los pocos minutos, varios de los comensales comenzaron a sentir un efecto de euforia hasta entonces desconocido para ellos. A unos les dio por bailar, a otras por aligerarse de ropa y hasta hubo una que se subió a un árbol diciendo que esperaba a un Romeo que la bajará de allí. En fin, ahí quedó la cosa y todos se lo tomaron como una divertida experiencia.
Incidiendo sobre el tema, más de uno me preguntó si sólo cargaba la pipa con tabaco o había probado con otra cosa. Varios (as) se acercaron cuando, ante la curiosidad de algunos, tiré el tabaco a medias y preparé las dos pipas con mitad de “maría” (proveniente de una maceta de mi patio) y mitad de tabaco de hebra más olorosa. Con la broma de que íbamos a fumar “la pipa de la paz”, diez o doce, se apuntaron a la “rueda” de fumadores. Los cubalibres, ya estaban en la fase que describe acertadamente esta frase: “Uno es poco, dos está bien pero el tercero vuelve a saber a poco”.
Faustino, el conductor, nos estaba llamado para subir al autobús e iniciar la salida hacia Pedraza. Dado que las pipas estaban a medias y por la confianza que varios tenían con él, le preguntaron si nos dejaba seguir fumando en los asientos traseros del autobús. ¡Yo no tengo inconveniente!, dijo, ¡Preguntarle al resto!. Con la autorización conseguida, la parte trasera del autobús parecía un “Coffee Shops” de Amsterdam.
Aunque el trayecto hasta Pedraza era corto, justamente al llegar al Patio de su Castillo, el efecto de las pipas llegó a su auge. Unas de las octogenarias más marchosas, se presentó con un “radio-cassette” del tipo que usan los “rapperos” callejeros. Las notas del pasodoble “Amparito Roca” inundaron todo el Patio de Armas. Los más atrevidos empezaron los primeros pasos de baile y al final, el “guateque” espontáneo se generalizó entre los visitantes. Como era la hora de cierre y nadie estaba dispuesto a irse, ante el nulo caso que le hacíamos a la pareja de vigilantes jurados, nos amenazaron con llamar a la Policía Municipal. Al final impero la escasa cordura reinante y abandonamos el recinto con la melancólica melodía de “Suspiros de España”. Sensatamente, Faustino decidió que lo mejor era que arrancáramos para el objetivo final: el Castillo de Turégano.
(CONTINÚA EN TERCERA PARTE Y FINAL)